Natalia Trujillo
miércoles, 14 de diciembre de 2016
CAPITULO 40
Estuvieron en el pequeño restaurante más de dos hora, de las cuales, la mayoría la pasaron platicando acerca de películas, de música, de política, incluso de ciencia. Paula quedó boquiabierta al escuchar a Pedro hablar del Big Bang y las teorías del origen del universo. Pronto se vieron discutiendo acerca del libro “Breve historia del Tiempo” que ambos habían leído. Para Paula fue un placer poder abrirse por completo con Pedro y no restringir esa parte de ella que algunas veces escondía ya fuera porque la gente no entendía, o sencillamente porque no le interesaba.
Pero con Pedro fue diferente. Le hacía preguntas y Paula buscaba la manera más llana de responderlas, con ejemplos cotidianos y en términos, como sus hermanos suelen decir, cristianos y entendibles.
Sonreía aún más cuando Pedro volvía a preguntar, señal que estaba poniendo atención, y no lo hacía por cortesía.
Eran casi las once de la noche cuando por fin se levantaron de la mesa, pagaron la cuenta y dejaron una generosa propina a Rose, más por alegrarle la noche que por el servicio.
Cuando Paula montó a horcajadas la moto, ya con más experiencia, abrazó de la cintura a Pedro, mientras que éste encendía el motor, y viajaron sin rumbo fijo, vagando por la ciudad y disfrutando de las luces, el frío y la noche. Se detuvieron a cargar gasolina y como dos jóvenes llenos de hormonas, reían y se besaban cada dos segundos. Pau advirtió las miradas celosas que recibieron de los demás conductores que también estaban estacionados, pero después de mucho tiempo, no le importaba ni dar explicaciones ni lo que ellos pensaban. Ella era feliz. Así de simple.
Volvieron a la carretera y para ella, el silencio, solo estar abrazando a Pedro, recoger su calor, era casi el paraíso. Casi. Sólo hacía falta una cosa para poder tocarlo completamente. Y con la determinación de toda una mujer feminista, ella daría el primer paso. Mejor dicho, ella lanzaría la bola, y todo dependía de si Pedro la bateaba o no. Recordó las palabras de Rose en la cafetería y sintió el calor recorrer sus mejillas.
Regresaron a casa pasada de la media noche con el ruido de la moto alterando la tranquilidad del vecindario que parecía dormir en un sueño profundo, como en el cuento de la Bella Durmiente, que le había leído incontables veces a la pequeña Ale noches atrás. Ni siquiera se oían los chirridos de los grillos o uno que otro perro aullando. Todo estaba apacible. Quizás, por esa razón, Paula podía oír tan alto y claro sus propios latidos, su respiración y sus pensamientos.
Se estacionaron en la entrada de la cochera de Pedro, y Paula pudo por lo menos esa vez, quitarse el casco con un poco de decencia. Pedro bajó el caballete, dobló el manillar y le ayudó a desmontar, haciendo luego lo mismo él, aunque con soltura y elegancia.
¿Cómo puede ser el simple movimiento tan malditamente sexy en ese hombre?, se preguntó Pau.
― ¿Qué pasa? ―. Pedro la miró con curiosidad, al sentir su mirada fija sobre él.
Paula tomó aire varias veces. A lo largo de la noche se había planteado ese momento, y había ensayado mentalmente la forma de abordar a Pedro, pero ya en la realidad no era tan fácil a cómo se lo había imaginado. Lo miró fijamente y su lujuria desvió la mirada hacia sus labios fuertes, gruesos… tragó con dificultad.
Sentía que su cuerpo era una antena de radio sintonizando cada dos segundos una nueva estación, sólo que en vez de música oía una y otra vez, voces, sus voces interiores.
Camino a casa había meditado en el tema. Era como la primera vez que se habían visto luego de varios años, ella
había sido la que había dado el primer paso. Y había entendido por qué había tenido que ser ella:
Pedro necesitaba que ella estuviera segura. Se mojó nuevamente los labios y alzó una mano para acariciar en silencio el rostro de Pedro, observando su desconcierto.
Quizás la película había mandado más señales de las que había entendido. Quizás también le estaba dando a entender que la vida era corta, frágil, y que de un día para otro podía perder o ganar todo. La diferencia estaba en las decisiones que se tomaban. Y ella estaba viva, se dijo a sí misma. Viva, y con el hombre que hacía su mundo temblar justo en frente de ella.
Se alzó de puntillas, y rozó suavemente sus labios contra los de él, pasando las manos detrás de su cuello y dejando a un lado el frío de la noche. Sintió las manos masculinas abrazar su cintura y luego, intensificar el beso, degustando su sabor y encendiendo su hoguera interior. Paula interrumpió el contacto, yaciendo su frente contra su quijada.
― Hazme el amor, Pedro ― susurró Pau. No tenía idea de donde había reunido el valor necesario para hacer esa petición, pero ya no se podía echar para atrás ―. No sé si habrá un terremoto mañana, o si estaré viva o… ― “que haré cuando las vacaciones terminen”, pensó Paula pero prefirió no compartir ese pensamiento ―. Así que antes que llegue a pasar algo, Pedro Alfonso, te estoy diciendo que me hagas el amor.
Las manos ásperas de Pedro la tomaron de la barbilla, obligándola a mirarlo directamente a sus ojos. Paula se dejó envolver en aquella mirada que le recordó a una tormenta de junio, lista y preparada para arrasar, la misma que destilaba pasión y la promesa de una noche como ninguna
― Pau, no tienes por qué pedir nada.
Contrario a los besos compartidos con anterioridad, este no tenía nada de contención, vaya, parecía una versión de cuatro de julio lista para explotar fuegos artificiales. Y Paula lo sintió. Sus respiraciones eran entrecortadas y las caricias cada vez más exigentes. Sin embargo Paula volvió a romper el contacto, para mirarlo ahora confundida.
― ¿Entonces por qué has tardado tanto?
Él devolvió una mirada cargada de incredulidad, al advertir inseguridad en sus palabras.
― ¿Crees que no quiero? ― Pedro suspiró y comprendió que Paula sólo entendería sus razones si era sincero con ella ―. Pau, desde que regresaste no he dejado de soñar en meterte en mi cama. Incluso cuando sabía que no tenía derecho, recordando lo que pasó… ― cerró los ojos y se pasó la mano por su cabello, masajeándolo y debatiendo por encontrar las palabras necesarias ―, pero soy un hombre después de todo Pau, y a veces me rige otra parte de mi anatomía que no es mi cerebro. Cada vez que hemos estado paseando por toda la bendita ciudad, contigo sentada detrás de mí, con tu dulce cuerpo apretándose al mío, en lo único que mi mente podía pensar era:
“Ahí hay un hotel. ¡Detente!”. Soy un cavernícola Pau, y no me siento orgulloso de mis pensamientos, pero no sabía si tú estabas preparada para ello. Después de lo que te he hecho pasar, merecería más una patada que esto, pero mujer, por Dios…
Paula lo calló colocando dos dedos sobre sus labios, aunque Pedro no perdió la oportunidad y comenzó a besarlos lentamente, para después tomar su mano y depositar un suave beso en su palma.
― Pedro…
― ¿Sí?
Paula se apretó más a él, si aquello era posible. Sabía que era físicamente imposible, pero en sus sueños, deseaba pisar el mismo suelo que él, al mismo momento y en el mismo lugar.
― No quiero dormir sola esta noche. Hace mucho frío.
“Vámonos de aquí Pedro, hace frío, y yo quiero que me calientes.”
Las palabras llegaron acarreadas por el viento, y ambos las oyeron. A pesar de ello, Pedro volvió a preguntar.
― ¿Estás segura?
Con la mirada fija en aquellos ojos grises, le dio una sonrisa lasciva mientras lo tomaba de la mano y comenzó a caminar hacia la casa. La casa de Pedro. Él podría no tener un doctorado en física pero entendió rápidamente la indirecta.
Llegó hasta ella y sacó las llaves de sus pantalones y abrió la puerta en un santiamén. Al momento de poner un pie dentro de casa, Pedro arrinconó a Paula contra la pared de la casa, besándola, no sólo sus labios sino recorriendo un camino imaginario por su cuello, haciendo a un lado la bufanda que llevaba puesta, y con la ayuda de ella, se la quitó y la tiró al piso. De la garganta de Pau salían risas ahogadas, al imaginar la escena que estaban dando. En verdad que estaban preparados.
Pedro golpeó la puerta con un pie y sin perder el tiempo, con movimientos frenéticos y entre risas por parte de ambos, ayudó a Pau a quitarse su chamarra mientras que ella lo ayudaba a él con la suya propia. Era un rompecabezas de manos y prendas. Al final su abrigo negro y la blusa blanca con la que había salido estaban tiradas por el piso, y ella, la célebre astrofísica Paula Chaves estaba sólo con un sujetador blanco en pleno pasillo de la casa de los A, pegada contra la pared aguantando la risa y los gemidos que de su garganta querían salir mientras que la boca de Pedro, Aun vestido, devoraba sus labios y sus manos hacían lo mismo con su cuerpo.
Una gran mano se posó sobre uno de sus pechos y empezó a hacer círculos sobre él, rozando lentamente su pezón encima de la fina tela y provocando espasmos que viajaban desde ese punto hasta el centro de su cuerpo. Pedro repitió el mismo gesto con su otro pezón, celoso de su gemelo.
Eran simples roces, caricias que la hacían anhelar, era una tortura que la hacía sudar y gemir. Para cuando sintió su cálido aliento sobre a través de la película delgada ya no podía hacer nada más que sentir. Sentir sus labios, sentir sus caricias, sentir su aliento contra su piel, sentir que en ese momento, ella era todo para él.
Pedro empezó a bajar, dejando sus pechos, que lloraron su abandono y sintió sus labios recorrer su estómago mientras que sus manos se aferraban a su cintura. Su vientre se tensó al sentir que era víctima de tal atención Desabotonó el vaquero y bajó el cierre, dejando al descubierto sus bragas negras. Por unos segundos, su cerebro pudo trabajar y repasó su conjunto de ropa interior, que desentonaba, pero sólo fueron unos segundos. La lengua maquiavélica de Pedro volvió al acecho, tuvo que morderse la lengua para no gemir más alto pero sus esfuerzos se vieron truncados cuando los labios encontraron ese punto inferior, en su vientre bajo que le provocaba cosquilleos.
― Pedro, detente ― gimió entre risas. Le jaló el cabello suavemente para llamar su atención, lográndolo y deteniendo su tortura… por ahora.
― Vaya, y yo pensando que íbamos a ir por más. ― comento Pedro lascivamente, alzando una ceja, y depositando un beso el vientre femenino.
― Me haces cosquillas tonto.
― Señorita, te haré más cosas. Esto es sólo es comienzo.
― Sí, pero si quieres anotar un home run conmigo, primero llévame a tu habitación ― Paula no podía creer que estaban teniendo esta conversación ―. El corredor de tu casa no es precisamente muy cómodo para mi espalda.
― Pero por supuesto ― observó a Pedro erguirse y por una extraña razón, se sentía más pequeña que otras veces. Él extendió sus brazos, y ella se acercó a él, pero en el último momento vio en su mirada las malas intenciones ―. Y ahora ven acá…
En vez de tomarla en brazos, como Paula había esperado, la alzó para colocársela en el hombro derecho y darle un ligero golpe en su trasero.
― ¡Pedro! ― medio enfadada y medio feliz, Paula no podía evitar reír. El hombre que la llevaba en manos la hacía sentir como nadie jamás la había hecho sentir. Le daba golpes en la espalda, y lo oía a él reír.
¿Cuántas veces había soñado con ese momento, pensó Pau? ¿Cuántas?
Pasaron las escaleras y subieron hacia el dormitorio de Pedro, a la derecha del pasillo. El pasillo estaba oscuro, pero Pedro se sabía el camino de memoria. Cuando abrió la puerta de su habitación, se vieron bañados por una tenue luz dorada proveniente de una de las lámparas de la cómoda. A pesar de su fuerza, Pedro la bajó delicadamente al piso y la dejó al pie de la cama.
Paula se aferró a su cuello y ambos comenzaron una batalla de pasión entre sus bocas, lenguas y dientes. No podía tener suficiente. Luego bajó a besar la quijada partida, su lugar favorito en el rostro y quizás en todo el cuerpo de Pedro.
Paula tomó la orilla de la camisa de Pedro y comenzó a alzarla, para sacársela por arriba.
Pedro le ayudó en la tarea y Paula tocó la caliente piel de Pedro, depositando pequeños besitos en su pecho y bajó la mano para soltar el cinturón que sacó lentamente de los anillos del pantalón.
― Dios, agradezco que mis padres no estén en casa ― Paula soltó una carcajada y se quedó pegada a él, con sus brazos colgando detrás de su cuello, riendo sin más. No sólo por la escena, o sus palabras, sino por el leve tono rosado que sus mejillas tenían. Y él pareció darse cuenta ―. Calla, me siento como en el instituto. Espera, creo que ni en el instituto hice algo así, creo que incluso…
Paula colocó un dedo sobre sus labios y lo dejó ahí por varios segundos. Le dio una sonrisa que derritió el corazón de Pedro y susurró mirándolo fijamente.
― Bésame, Pedro.
Y así lo hizo.
La obligó a recostarse en la cama, acomodando su cuerpo encima del de ella, sin hacerle cargar su peso entero. No era precisamente un niño desnutrido.
A pesar de la intensidad de sus besos, su lengua deseaba saborearla por completo y sus manos vagar por todo su cuerpo libre de prendas. Le fue deslizando el pantalón por sus piernas y su depositando besos por cada porción de piel que la prenda dejaba al descubierto. Ella al parecer tenía la misma idea y fue por él, pero Pedro se alejó.
Ella sintió la tensión, no sólo en su cuerpo, sino en el aire.
― ¿Qué pasa Pedro?
― Pau, yo… después del accidente… las cicatrices.
De manera instintiva la mirada de Paula bajó hacia sus piernas, Aun forradas por la tela de los vaqueros.
― ¿Puedo verla?
― No es algo digna de admirar.
― Yo decidiré eso. Déjame hacerlo.
Lo acostó en la cama y ahora fue ella quien le sacó la prenda y todo lo demás, para dejarlo sólo con un bóxer negro que no ocultaba la fuerza de su deseo. Pero a pesar de ello, la mirada estaba absorta en la cicatriz que cubría la pierna derecha de Pedro. Era de un tono rosado, y parecía incluso reciente, pero no se veía fresca. Tendió su mano para tocarla y trazar el camino que ella describía, pero se detuvo al primer roce, al oír un gemido de Pedro.
― ¿Te duele todavía?
― No, es sólo que no me gusta. Desearía ser como el viejo Pedro que recuerdas.
Ella sonrió con cierta nostalgia. Tenía razón, él no era el viejo Pedro. Y tal vez eso era lo mejor.
Se acercó a él, y le enseñó su codo izquierdo donde tenía una línea blanca brillante.
― ¿Acaso esta te parece fea?
Él le acarició dónde ella señalaba, recordando el cómo, cuándo y por qué se había hecho esa herida.
― Claro que no.
― ¿Y esta? ― Le enseñó la rodilla, de cuando había aprendido a usar los patines y se había creído Katarina Witt en la pista.
― Pau…
― Esta soy yo ― le tocó suave y tiernamente la vieja herida sin perder su mirada un solo momento ―. Y este eres tú, Pedro. ¿Qué es un par de cicatrices, cuando tu cuerpo envejecerá y se arrugará? ¿De qué sirve llegar a la vejez bien conservados? Es mejor bajarse del auto y decir: “Que buen paseo”.
Pedro estaba admirado. No sólo por sus palabras, sino por ver como su Paula había madurado en estos años. Estiró su mano y la tomó del brazo
― Ven acá, Pau, necesito tenerte aquí.
Con urgencia, la despojó de las últimas prendas que le separaban de su tierna fantasía. Él también se desnudó y quedaron piel con piel, hombre contra mujer, amante contra amada. Cada quién volvía loco al otro, con sus besos, con sus manos, con sus roces, con suspiros que hacían el cuerpo estremecer.
Paula sentía su centro bullir. Quería más, quería reír y llorar a la vez, quería todo y más de cuánto Pedro le pudiera dar. Sus dedos se abrieron camino entre sus pliegues para comprobar que estaba más que lista para recibirlo. Ella lo deseaba. Ella lo necesitaba.
Después de colocarse protección, sintió su cuerpo alinearse y tantear por unos instante su tierna cueva. Ella tomó la decisión por él, al colocar sus piernas contra su trasero y obligarlo a penetrarla. Ambos gimieron al unísono.
Ella, siendo poseída.
Él, amándola.
Se levantó sobre sus codos y fue creando un ritmo lento y tortuoso, que hacía añicos sus pensamientos racionales.
Paula se arqueaba y sudaba, mordiéndose el labio, dejando salir sólo gemidos de su garganta, no sólo del placer de ser invadida, sino de sentirse completa. Buen Dios, hacía años que no se sentía así.
― Más Pedro, más…
― Pau, mi dulce Pau.
Le dio un beso en el hombro, mientras que sus caderas siguieron embistiéndola con vigor, y sus cuerpos chocando uno contra el otro en busca de ese instante que te hacía tocar el cielo. Pau enterró sus uñas en los brazos de Pedro y soltó un grito cuando él se acomodó en otro ángulo para
besar sus senos y jugar con ellos. De la garganta de Pedro salían gemidos roncos, y su voz había perdido toda la firmeza que minutos atrás había mantenido. En ese momento eran sólo hombre y mujer, cómo lo fueron desde el inicio de la creación.
Paula tuvo un momento lúcido, y pensó que su física estaba equivocada en algo. Dos cuerpos si podían ocupar el mismo espacio. El cuerpo de ella estaba hecho para albergar a Pedro, para fusionarse por unos minutos y sentir todo ese tiempo, que fueran un solo ente: cuerpo y alma
Llegaron a la cima al mismo tiempo. Paula no pudo evitarlo y gritó. Gritó como si el alma le hubiera sido arrancada. Y tenía la seguridad de que nada volvería a ser como antes.
Pedro se limpió y fue por un trapo para limpiarla a ella.
Paula sentía su cuerpo laxo y sin huesos. Como si fuera de hule y no tuviera ni un hueso del cual sostenerse. Dejó que Pedro la limpiase y lo observó desaparecer en el baño.
Regresó al cabo de unos segundos y se metió de nueva cuenta en la cama, abrazándola y reconfortándola. Le daba besos en la cabellera y en una forma casi posesiva, tenía su cuerpo rodeando al suyo: sus brazos alrededor de ella y sus piernas entrelazadas con las suyas. Y se sentía tan bien.
Había pasado mucho tiempo desde que se había sentido así. La oyó murmurar algo y su delicada mano empezó a jugar con su cabellera negra. A pesar del momento, Pedro sentía el hambre de la pasión volver a despertar. Parecía un jodido chiquillo de quince años, calenturiento y con sed de sexo. Suspirando, le dio un último beso a Pau en los labios, deleitándose con la imagen de sus ojos cerrados, sus grandes pestañas chocando contra sus mejillas y su pelo revoleteado y seguro que ella estaba a punto de caer en un sueño profundo, empezó a moverse a un lado, pero las manos de Pau lo tomaron con fuerza de los brazos.
― Te dije que me des unos segundos.
― Pau…
Ella abrió los ojos lentamente, como si fuera una representación de la Bella Durmiente y luego le sonrió. Una sonrisa llena de promesas.
― Ni se te ocurra dormite, Pedro Alfonso. La noche es joven.
― Lo que la dama diga. Lo que ella diga, por supuesto.
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