Natalia Trujillo

lunes, 19 de diciembre de 2016

CAPITULO 55






Las llantas del Cadillac rechinaron cuando Paula se estacionó frente al restaurante. Saltó fuera del auto cerrando la puerta de un solo golpe y entró en el bar, a pesar del cartel “Cerrado” que se rezaba en la puerta. Vio a Carrie en la entrada pero no la saludó sino que corrió hacia la oficina de Pedro. Subió de dos en dos los escalones y abrió la puerta de golpe. Estaba vacía.


La mano de Paula apretó con fuerza el picaporte dejándose caer contra la puerta. Cerró los ojos y tomó aire. Quizás Elias no le había dado nada. Quizás, sólo quizás sus plegarias habían sido escuchadas.


― Pedro se fue hace unos diez minutos.


Pau se dio la vuelta y vio a Jesy parada frente a ella, con el brazo izquierdo aferrado al derecho por el codo, y la mirada llena de curiosidad.


― No dijo a donde, sólo salió. Se veía mal, Pau. En verdad mal. ¿Qué está pasando?


Las esperanzas de Pau empezaron a flaquear. Había logrado vencer a las lágrimas durante todo el trayecto de su casa al embarcadero, pues se había encontrado con los peores conductores de San Francisco precisamente ese día, pero ahora que la adrenalina estaba empezando a abandonar su sistema, ya no podía más con ellas.


― ¡Pau! ―chilló Jesy al verla echarse llorar. Corrió hacia ella y la tomó entre sus brazos ―. ¿Qué tienes? ¿Qué rayos está pasando?


Paula se alejó del cuerpo de Jesy. Se limpió las lágrimas con el dorso de la manos y respiró repetidas veces con fuerza. 


Tenía que encontrar a Pedro.


―Lo siento Jesy, luego te platico ― pasó a su lado y bajó las escaleras, con Jesy detrás de ella. Se detuvo y la miró ―. Estoy bien, sólo necesito encontrar a Pedro.


Jesy la miró no muy convencida de sus palabras, pero aquello era cuestiones de pareja y sólo inmiscuyen a dos personas.


― No sé dónde está. Sólo salió. Dijo algo de aclarar la mente.


La expresión en el rostro de Paula cambió. Una idea le atravesó como relámpago recorriendo todo su sistema hasta sus entrañas. No se despidió de Jess. Ni siquiera la miró. 


Bajó corriendo las escaleras, corrió hacia Cadi, prendió el motor y se dirigió al lugar que su alma le gritaba, era el correcto.




CAPITULO 54





La mañana de Navidad resultó como cualquier día después de una gran fiesta: lento y apagado. Circulaba un aire frío por toda la ciudad, y una leve llovizna caía por la zona del embarcadero. Ese día el restaurante estaba cerrado, pero había gente trabajando, llenando el refrigerador o la cava. Pedro aprovechó para ponerse al día con las cuentas, y ese día más que otros, ya que había tenido un poco olvidado el bar. Ojeó el libro de cuentas al mismo tiempo que tomaba un sorbo de su café colombiano. Diciembre estaba resultando un gran mes, pensó complacido. No sólo a nivel económico sino también a nivel sentimental.


Dejando la taza sobre su escritorio, se recostó en el asiento, colocando las manos detrás de su cuello y girando la silla para mirar la bahía a través de la ventana. Su piel se erizó mientras que una corriente de adrenalina tensaba sus entrañas al recordar las palabras de Paula la noche anterior.


Habían pasado tantas cosas en tan pocas horas, muchas de las cuales habían sido decisivas para su vida. Recordó sus labios diciendo que lo amaba. No, no sólo eso. Pensó en lo que ella estaba dispuesta a hacer. Quedarse en California.


La llegada del tal Elias no sólo le había arruinado su día especial, pensó con amargura, sino que además, su presencia le había quitado la oportunidad de hablar con ella la noche anterior. La Palma. San Francisco. Eran dos lugares completamente diferentes. Y ella estaba dispuesta a
cambiarlo todo por él. Pedro se sentía un poco incómodo con respecto a ello. Y era sobre eso de lo que quería hablar con ella.


Él también había pensado acerca de ello. Joder, si casi no había dormido en la última semana, contando los días que le faltaban a Paula para regresar. Una relación a distancia no era una opción. Luego estaban las opciones. Ella se venía a California o él se iba al otro lado del mundo.


Cambió de posición, ahora rascándose la barbilla. La idea no le atraía del todo, pero tampoco la de quedarse sin ella. Y por ella caminaría sobre fuego, si fuera necesario. Él que Paula le hubiera dicho que ella pensaba quedarse en California, provocó en Pedro un profundo desprecio contra sí mismo. Él quería demostrarle que también podía hacerlo. 


Por eso mismo, desde hacía una semana había parado la construcción del nuevo bar. Alzó su mano izquierda colocando su pulgar sobre su pómulo y el resto de los dedos descansando sobre su mentón, cubriendo totalmente su boca. En realidad, con el paso de los días y hasta la noche anterior, la idea de estar viviendo en La Palma se le había hecho cada vez más real. Había entrado incluso en la red para ambientarse un poco con la geografía –que para su vergüenza era pésima- y conocer un poco el lugar. Y tenía que decirlo, era grandioso. Tenía unas grandiosas playas. Y si no mal recordaba Tenerife había estado alguna vez en su lista de playas a visitar. ¿Qué mejor que una vivienda allá? 


No era asquerosamente rico, pero tampoco se estaba muriendo de hambre. Sus días como deportista habían acabado, y la idea de entrenar a chicos que lo sacarían de quicio no le atraía demasiado. Un bar allá quizás fuera una buena inversión. Es decir, ¿la gente tiene que despejarse después de tanto números y teorías, no? Los dedos de mano se convirtieron entonces en un abanico que se deslizó
con frustración sobre todo su rostro, restregándose por toda su extensión.


“Algunas decisiones no se pueden tomar a la ligera, Pedro”, susurró su siempre fiel voz de la conciencia. Pero otra voz interior habló y formuló la pregunta. “¿Podrías vivir sin Pau?”.


Unos suaves golpecillos contra la puerta lo pusieron en alerta, colocándose en posición recta.


Dio permiso de entrar y la rubia cabellera de Carrie se asomó detrás de la puerta con expresión prudente.


― Pedro… te busca un tal Elias Hansen.


El nombre siguió retumbando dentro de su cabeza por un par de segundos. El amigo de Paula. ¿Qué rayos hacía ahí?


Y entonces las palabras de Pau volvieron a su cabeza. Le había pedido que le diera una oportunidad a su amigo. No debía ganárselo, pero lo intentaría, solo por ella. Suspirando se levantó de su asiento mientras le daba la orden a Carrie.


― Hazlo pasar.


Ella sólo tuvo que abrir la puerta, porque el tal Elias ya estaba ahí, esperando. Y entendió el porqué del nerviosismo de su empleada. El hombre traía una cara de pocos amigos, la mandíbula recta, los labios estirados, todo en él irradiaba tensión. Pedro se vio a sí mismo con una larga charla por delante.


― Buenos días ― murmuró Elias, aunque en su tono dejaba ver que no era tan buenos como él quería.


Pedro regresó su mirada a Carrie quien estaba todavía parada en la puerta, con la mano apretando el picaporte.


― Gracias Carrie. Eso es todo. ― Ella salió de su ensueño y asintió levemente, saliendo luego de la habitación. Pedro contó hasta cinco y luego volvió la mirada hacia su invitado ― ¿No viene Paula contigo?


― No. Quería hablar contigo a solas ―. Eso y otras cosas más, pensó Elias. Observó a Pedro fruncir levemente las cejas, pero cambió su expresión rápidamente.


― Adelante. Ponte cómodo.


Elias avanzó hacia una de las sillas que estaban frente al escritorio de madera. Avanzó con ambas manos enterradas en los bolsos laterales de su pantalón oscuro, pensando seriamente si estaría haciendo lo correcto. Llevaba un saco café oscuro de bolsos interiores, y a pesar de no tocar el cuaderno, lo sintió no sólo porque estaba rozando contra su pecho sino porque su saco pesaba demasiado, como si en lugar de un par de hojas, llevara colgado un alma en pena. 


Se sentó, y cruzó una pierna sobre la otra, recargando un brazo contra el respaldo del asiento.


― ¿Te puedo ofrecer algo? ¿Una bebida, un café, desayuno? ― preguntó Pedro, desde su asiento, detrás del escritorio.


― No, gracias, estoy bien.


Se hizo un silencio tirante alrededor de ambos. Elias miraba fijamente a Pedro, mientras que éste trataba de averiguar la mejor manera de llevar el asunto. Al final, se dio por vencido y habló.


― Tú dirás.


― Paula me pidió que hablara contigo. Estoy cumpliendo esa parte del trato.


Pedro suspiró.


― Mira, creo entender tu posición respecto a todo esto. Paula, bueno, me explicó como estuvieron las cosas ― volvió a respirar. ― Yo tuve la culpa de todo. Mi orgullo, mis excesos, mis errores, mi honor, todo eso fue lo que me metió en problemas hace cuatro años. Pero ahora que Paula regresó no estoy dispuesto a dejarla ir.


Elias cerró con fuerza una mano.


― ¿Así que tú estás aceptando que ella se quede en California?


― Ese no es el punto. Así esté ella en la Antártida, la seguiré. No dejaré que se me escape dos veces. La primera vez que la dejé ir fui un tonto. Una segunda vez me hará un idiota.


― Paula no es cualquier chica. Ella tiene un futuro prominente en España. Si se viniese a California sólo lograría retroceder en su camino hacia el reconocimiento mundial.


Pedro estaba al tanto de eso. Era lo que había estado pensado minutos antes de que aquel monigote entrase en su oficina. Y aunque le podía decir que él no quería que ella se quedase en California, por las mismas razones que él le exponía, se sentía inclinado en rebelarse contra él.


― Estoy seguro de independiente de dónde esté ella, podrá seguir adelante en ese camino.


― El mundo de personas como nosotros es muy pequeño ― susurró Elias con la mirada perdida en algún lado de la mesa enfrente de él ―, y desgraciadamente hay mucho de cierto en el viejo dicho de pueblo chico, infierno grande.


Pedro sintió que había algo más escondido en las palabras de Elias.


― No te entiendo.


Elias alzó la mirada hacia Pedro, y él pudo ver algo que lo dejó sin palabras: una tristeza absoluta.


― Paula me habló acerca de tu accidente.


― Fue hace un par de años ― dijo Pedro asintiendo ―. Tengo el tendón de la pierna derecha frágil. Puedo caminar, pero no puedo jugar.


― Tuviste que dejar tu carrera por eso, ¿no es así?


― ¿Qué tiene que ver esto con Paula?


― ¿Tienes una cicatriz de ello?


El interrogatorio estaba poniendo cada vez más incómodo a Pedro. Su sexto sentido le decía que tenía que cambiar de tema, pues nada bueno iba a salir de aquello.


― ¿Acaso eres médico? ― preguntó con mordacidad, pero al ver una actitud insondable en el rostro de Elias, decidió contestar ―. Sí, tengo una enorme cicatriz que me recuerda lo estúpido que fui, y que jamás volveré a regresar a ser el mismo en el campo de juego.


Elias sólo asintió.


― Y si no hubiera sido por el accidente, ¿habrías renunciado?


― ¿Qué tiene…?


― Contéstame… por favor.


― No lo… ― ¿a quién quería engañar?, pensó Pedro. Sabía mejor que nadie la respuesta a eso ― No, no lo habría dejado.


Elias se levantó de su asiento, y caminó hacia la ventana que tenía su derecha. Caminaba erguido, pero cansado. 


Observó la suave marea de la había, lenta y fría y pensó en Pau. Luego miró su propio rostro en el reflejo del vidrio que tenía frente a sí.


― Si Pau se queda, tú serás su cicatriz. Te ama, y eso la ciega ― se dio la vuelta y lo miró a los ojos ―. Pero un día te mirará y le recordarás todo lo que dejó por ti. Si Paula se queda aquí lo hará sólo porque te quiere, pero tú sabrás que ella no es feliz por completo. Porque para Pau hay algo más que amor hacia ti. Está el amor por lo que hace. Si Pau se queda, tú serás la cicatriz en su vida. Quizás nunca te lo eche en cara, pero sabrás que ella habrá renunciado a todo, a todo por tu culpa, ¿quieres eso? Ella ya hizo ese sacrificio una vez y casi la perdemos.


En tres zancadas Pedro llegó hasta Elias y lo tomó de la solapa de su abrigo. Eran casi de la misma altura, aunque Pedro era mucho más corpulento, pero a Elias aquello no pareció intimidarlo.


Por el contrario, su rostro parecía carente de toda emoción.


― ¡¿De qué rayos estás hablando?!


Elias abrió la boca, pero fue interrumpido por el sonido de la puerta llamando. No esperó respuesta y la puerta se abrió


― Pedro, Paula te llama por teléfono… ― la voz de Jesy se cortó al ver la escena. Ninguno se movió de su lugar mientras eran inspeccionados por la oscura mirada de la mujer ―. Dice que urgente.


― Dile que me comunico con ella luego ― habló Pedro, sin soltar a Elias, sin cambiar la mirada asesina de su rostro. La misma de la que Jesy era testigo.


― Pedro


― ¡Luego, Jesy!


Jesy se quedó admirando el panorama unos segundos, sabiendo que no podía hacer nada. Ni siquiera su esposo. 


Supo entonces que la única persona que podía saber que estaba pasando y arreglar algo de eso, era la misma que tenía al teléfono. Dio media vuelta y cerró con fuerza la puerta, bajando las escaleras de dos en dos.


Los hombres ni se inmutaron de la salida de Jesy. Ambos sólo tenían atención el uno para el otro.


― Una vez más ― el tono de voz de Pedro rayaba en la tensión. Su mandíbula estaba tensa, como todo su cuerpo ―, ¿de qué rayos estás hablando? ¿A qué te refieres con que ella ya hizo ese sacrificio?


Las manos de Elias se izaron lentamente hasta llegar a las de Pedro y sin ningún esfuerzo, las tomó entre las suyas y lo hizo que lo soltase.


― En realidad no es algo que me corresponda decir a mí, pero Paula no me dejó ninguna alternativa ― metió la mano dentro del saco y sacó la vieja libreta gastada en cuero. La acarició con ambas manos, pensando en lo que iba a hacer, en lo que quizás perdería, pero con la firme idea de que el futuro de Paula no se podía definir hasta que todas las cartas estuviesen sobre la mesa. Le tendió la libreta a un confuso Pedro ―. Antes de tomar cualquier decisión, creo que debes leer esto.


― ¿Qué es? ― algo dentro de él gritaba porque no lo leyera, porque lo tirase al piso, que lo devolviese… pero se vio a si mismo tomándolo entre sus manos con demasiada fragilidad, como si se tratase de un fino vidrio que se pudiera romper con el soplo del viento.


― La verdad ― dijo mientras se daba la vuelta y caminaba hacia la puerta. Tomó el picaporte pero se detuvo y se volvió sobre su hombro ―. Quizás esto te ayude a entender porque la deberías dejar ir.


Pedro sólo lo observó marcharse en el más rotundo silencio. 


No se movió, sólo se quedó mirando la puerta y el vacío que Elias había dejado. Sus manos empezaron a cosquillearle,
comenzando desde la punta de los dedos hasta la palma y subiendo hasta los hombros. Miró el cuaderno gastado y las hojas un poco amarillentas. En la primera hoja había rayones y renglones trazados, entre ellos, el nombre de Paula se alcanzaba a apreciar. Era la letra de Pau. Miró hacia la puerta, donde no había nadie, y deseó poder ir en busca de Elias, pero la curiosidad era demasiado. Deseaba saber cuál era el misterio que esas hojas encerraban.


Pasó a la siguiente hoja y comenzó a leer.
21 de febrero
Hasta ahora me había negado a escribir en estas hojas porque me sentía obligada:
Doc., Elias, Tamara… todos tratando de hacer algo conmigo. Hoy pude escaparme y obtener
un poco de tranquilidad. El destino quiso que tú estuvieras dentro de mi bolso, y aquí
estoy escuchando por fin, una voz que pensé se había perdido dentro mí: yo.
Las personas solemos olvidar demasiado… demasiadas cosas, demasiado rápido,
demasiado todo. Pero si prestásemos atención recordaríamos que no hay dolor más intenso
que el que se lleva por dentro, ni hay peor sufrimiento que el de haber vivido un amor
trágico. Me ha tocado vivir ambas cosas, y ahora que sólo hay dolor y pena en mi corazón,
me pregunto, ¿vale la pena seguir viviendo? Sólo puedo escribir que me siento
avergonzada de haber llegado a pensar que no valía la pena, sobre todo cuando me enteré
de que no estaba embarazada.



Pedro se dejó caer en el sillón, prosiguiendo con la lectura y con la certeza de que su corazón sangraría cuando terminase de leerlo.







CAPITULO 53




La mañana de Navidad resultó como cualquier día después de una gran fiesta en casa de los Chaves: tranquila y apagada. Los integrantes de la familia tenían por costumbre levantarse después de las diez de la mañana, sin embargo para Paula la tradición había sido interrumpida por una pesadilla.


Acostada en la bañera reposando como un cetáceo varado, Paula no se había movido por casi una hora, luego de que aquel mal sueño la hubiese despertado en medio la madrugada.


Durante los últimos años Navidad significaba para Paula recuerdos nada felices, mismos que recurrían a ella en pesadillas; sin embargo, desde que había llegado a casa de sus padres, sólo había tenido esa pesadilla una sola vez. El sueño era casi el mismo: Pedro diciéndole que la amaba,
Pedro apareciendo con Amelia, Amelia diciéndole que estaba embarazada, ella despidiéndose de Pedro, y luego… los mortales meses que habían venido en Puerto Rico. Pero el sueño de la noche anterior había sido distinto. En un primer plano se parecía a los demás, pero no era como los
demás. Porque no había sido Pedro hiriéndola. No. Había sido ella hiriendo a Pedro. ¿Por qué rayos había tenido un sueño como ése?


Tomó una bocanada de aire y se hundió en el agua ya templada por el tiempo. Cerró los ojos y se dejó ir por unos segundos. Tenía tantas cosas que hacer. No sólo hablar con Elias de Pedrosino pedirle que no le dijese nada a Pedro del resultado de su depresión en los meses que siguieron a su regreso a Puerto Rico.


“No hay bebé, Pau”.


Sus ojos se abrieron dentro del agua, oyendo retumbar en sus oídos la voz de Elias. Paula salió a la superficie como un torpedo y tomó aire como una desposeída. La voz de Elias retumbaba dentro de su cabeza como un eco distante. No había bebé. En realidad, nunca hubo ninguno.


Se levantó con pesadez de la bañera, sintiendo el frío contacto del aire contra su cuerpo húmedo. Tomó una toalla y se secó con fuerza, pasándose el paño por todos lados. 


Entro en la habitación y buscó ropa, quedándose entre lo poco que podía seleccionar, con un par de pantalones café oscuro, una blusa beige de mangas largas y una chalina café claro. Se calzó con unos mocasines también cafés y se sentó frente al espejo, peinándose.


Mientras se pasaba el peine, recordó las palabras de Elias aquella noche. Nunca hubo un bebé. Dejó el cepillo con delicadeza sobre de la mesa, observándolo fijamente. 


Alguna vez había oído decir un viejo refrán acerca de que todos, sin importar qué o cómo, tenían un secreto inconfesable. El de Paula era aquel. Sólo Elias y Tamara la habían acompañado en la etapa más oscura y vergonzosa de su vida, misma que Pau no quería volver a recordar. Y aquello era algo que tenía que discutir con Elias. 


Sin perder el tiempo, se levantó del asiento y se fue hacia la
puerta. La abrió lentamente y asomó la cabeza para oír, pero sólo obtuvo un silencio en respuesta.


Esperando que Elias estuviera despierto tratando de pelear contra el cambio de horario, se encaminó dos puertas después de la suya y tocó.


― ¿Elias? ― murmuró Paula, tan bajo que dudó que lo hubiera escuchado.


Volvió a tocar un poco más fuerte esta vez, pero la respuesta fue la misma: nada. Dos toques después, Paula se cansó y dado que Elias era un buen y viejo amigo, decidió abrir la puerta y asomar la cabeza. Pero cuál fue su sorpresa al ver la cama hecha, y ni rastro de Elias.


― ¿Elias? ― entró en la habitación y cerró con cuidado. Miró alrededor y se encaminó al baño ― Elias, ¿en dónde te habrás metido? ― pronunció su nombre esperando así
una respuesta rápida. Abrió la puerta y tampoco vio a Elias.


Paula sintió un leve hormigueo en las manos y sobre la base de su cuello. Miró alrededor con la sensación de que algo se le pasaba por alto. Se frotó detrás de la nuca mientras buscaba en su mente algún lugar donde podría estar Elias. 


No conoce la ciudad y a nadie más que ella. Iba a salir cuando una ráfaga de aire entro por la habitación alborotando las cortinas de algodón de Penelope. Corrió hacia ella, cerrándola de un solo golpe y suspirando. Y entonces lo vio.


La vieja caja de zapato estaba debajo de la cama, del lado donde no se podía ver a menos que se cruzara toda la habitación. Era una caja vieja café sin ningún adorno, donde habían venido sus viejos tenis. Pero no eran tenis los que había dentro de esa caja. Paula empezó a sentir verdadero
pánico subir desde la punta de sus pies y subir a velocidad vertiginosa hacia arriba.


― ¡No, no, no! ― repetía religiosamente Paula.


Un ruido del piso inferior alertó a Pau, y salió corriendo de la habitación hacia la cocina, pero fue a Pascual a quien Paula encontró, mirándola con los ojos abiertos. Pascual fue a abrir la boca y preguntarle si estaba bien, pues estaba más blanca que la nieve, pero ella le ganó la oportunidad.


― Papá, ¿has visto a Elias?


― No cariño, me acabo de levantar. ¿Se robó algo? ― preguntó, pues por el color de Paula sabía que su amigo no había hecho algo bueno, pero Paula sólo pasó de él hacia el teléfono de la cocina. Pascual sólo podía observarla consternada y Paula no ayudaba mucho con su silencio.


Tomó el teléfono y marcó al número de la Taberna. 


Contestaron al segundo toque.


― ¿Diga? ― contestó una voz cantarina.


Paula aferró el teléfono con fuerza.


― Jesy, ¿está Pedro ahí?


― Hola Pau. Feliz navidad para ti también.


El sarcasmo de Jesy sólo sirvió para crispar los nervios de Pau.


― Jesy, te juro que no tengo tiempo para saludos. ¿Está Pedro ahí?


― Deja pregunto ― luego se perdió un par de segundos, segundos que Paula sintió se hacían una eternidad. Al fin se oyó ruido del otro lado del teléfono ―. Sí, pero está con alguien y pidió que no se le moleste. A lo mejor es uno de los constructores, para el nuevo local.


No, no era nadie de esos constructores, pensó Pau.


― Jesy, por favor, pásame a Pedro.


― ¿Estás bien? ― pregunto la rubia con cierta preocupación.


― ¡Jesy!


― Vale, déjame ver.


Jesy volvió a desaparecer del teléfono, mientras que Paula sólo podía esperar. Sentía la mirada en silencio de su padre y agradeció que no se acercase a preguntarle si estaba bien, porque no, no lo estaba.


¿Cómo había podido Elias hacerle algo tan vil? El mejor que nadie sabía lo que había en esa libreta y estaba casi segura de que él era la visita que estaba con Pedro. Se colocó el auricular del teléfono contra la frente, rezando a Dios que todavía tuviera tiempo. Que sólo fuera su imaginación, que Elias jamás le haría algo como lo que su mente estaba pensando.


― Dios, por favor, detenlo ― dijo con voz baja, en un susurro que salía directo de su pecho.


Pasaron segundos que se convirtieron en minutos. Paula ya estaba a punto de colgar cuando oyó que alguien tomaba el teléfono al otro lado. Jesy con voz agitada habló:
― No sé qué rayos está pasando, pero en estos momentos Pedro y su invitado, un rubio macizo, están a punto de agarrarse a golpes. Así que si tú tienes algo que ver, te sugiero que vengas lo más rápido posible.


Paula no se despidió. Colgó el teléfono y empezó a dar vueltas por la cocina.


― ¡Maldición!


― Pau… ― interrumpió Pascual arriesgándose a hablar por primera vez.


Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas, peleando por no dejarlas caer.


― Oh papá, soy una tonta. Una reverenda tonta. Debí haberle dicho antes toda la verdad.


― Cariño, todo está bien.


― ¡¡No!! No estoy bien, nada está bien. Y esta vez es mi culpa, por mi estúpido orgullo. Tengo que ir a ver a Pedro, antes de que lea. Necesito un auto, necesito… ― lo miró y la luz se hizo. Le tomó ambas manos entre las suyas y las apretó con fuerza ― Papá, dame las llaves de Cadi.


Si le hubieran dicho que le había salido un tercer ojo, Pascual no podría haber estado más sorprendido. Y aterrorizado.


― Yo... en tu estado cariño no creo que…


― ¡Papá! ― gritó Paula mientras lo tomaba de los hombros con firmeza ―, ahora mismo es cuestión de vida o muerte. O yo mato a Elias, o él lo hará conmigo.


― No entiendo nada, pero toma ― sacó las llaves del auto de su bolsillo, con cierta pesadez y se las dio a Paula con resistencia ―. Sólo, por favor, recuerda que tu viejo padre adora ese auto.


Paula no perdió ni un segundo más. Salió al porche y sacó el auto. Le costó prenderlo y sacarlo, pero así fuera irse en primera, Paula iba a llegar hasta Pedro.


Sólo esperaba que no fuera muy tarde.