Natalia Trujillo
viernes, 9 de diciembre de 2016
CAPITULO 23
Paula despertó por segunda noche consecutiva presa de sus viejas pesadillas. Se pasó la mano por las mejillas y las sintió empañadas. Genial. Al parecer se estaba volviendo una
costumbre amanecer con lágrimas en las mejillas esas vacaciones. Se limpió el rostro con el dorso de la mano derecha y se sentó en la orilla de la cama. Aun llevaba puesta la ropa de la noche anterior solo que ahora llena de arrugada. Tenía la falda encogida en su muslo y su saco abierto, dejando ver su sujetador. Vio el teléfono a un lado de la cama y se preguntó a qué hora habría colgado. Trató de recordar lo sucedido la noche anterior, después de llamar a Elias pero lo único que se le venía a la cabeza era que no había parado de llorar junto a la dulce y paternal voz de su
mejor amigo, calmándola.
Sentándose en la cama, se apoyó y miró hacia todos lados.
Sintió los ojos un poco irritados y sus labios hinchados. Se terminó de quitar el saco y caminó hacia el baño, desabrochándose la falda en el camino. Ya en la ducha quedó apoyada contra la loseta. Estaba cansada, emocionalmente exhausta. A pesar del agua caliente, se tuvo que abrazar por el escalofrío que recorrió su espina.
¿Por qué había tenido que recordar todo eso?
El momento en que había abierto la puerta de su casa, y había salido la rubia de Playboy, le había acompañado durante meses. Y las palabras de Pedro parecían sonar en altavoces en cada pesadilla. El agua caliente de la ducha hizo a Paula sentir más humana que la noche anterior.
Pero no del todo
Salió y buscó algo que le diera la hora. Fue por su móvil y vio la hora. Suspiró aliviada.
Gracias al cielo no era pasado del medio día, odiaba levantarse tarde, y para su segundo día en casa, no quería dar la impresión de estar volviéndose una floja. Fue al armario y no se sorprendió en ver que su ropa ya estaba desempacada. Su madre ya había tocado su maleta y había
acomodado su ropa en ganchos, cajones y estantes. Volvió a su ropa cotidiana, de vaqueros y blusas de algodón.
Después caminó hacia su neceser y sacó un frasquito de gotas para los ojos.
Como siempre terminaba con los ojos irritados después de trabajar horas frente a la computadora, aquellas gotas se habían convertido en sus mejores amigas. Con un trabajo como el suyo de desvelos continuos, las ojeras y ojos rojos eran casi parte de su vida cotidiana. Esperó unos segundos acostada en la cama, esperando a que las gotas hicieran efecto. Luego, se miró en el espejo y sonrió al ver que se le había quitado la hinchazón. Aliviada, bajó a la cocina, y encontró a su madre, de espaldas, limpiando la encimera.
― Bueno días má.
Penelope se volteó sobre su izquierda y la miró un poco preocupada. Caminó hacia ella y le acarició la mejilla.
― Cariño, ¿te sientes bien? Nos dejaste preocupados anoche, cuando Pedro nos dijo que tuviste que salir, pensé que te había pasado algo.
Paula tomó su mano entre las suyas y le dio una leve sonrisa, mientras asentía.
― Yo tuve que venir, cosas de trabajo de última hora. Cuando llegue el recibo de teléfono, avísame porque vendrá una buena factura de llamadas a España ― comentó tratando de sonar en broma, pero sí que sería cierto. Elias sería su único apoyo en California.
Dejó a su madre y se acercó a la cafetera, sirviéndose una taza humeante. Se dio la vuelta y se recargó contra la tabla, sorbiendo el líquido. Su madre se acercó a la mesa, y empezó a rozarla y jugar con la madera.
― Paloma me dijo que habló contigo.
La sonrisa se evaporó justo como el agua de su café.
― Oh má…
La mirada de Penelope se volvió nublada y Paula vio en ella las ganas de llorar. Las mismas que ella sentía por remordimiento.
― No te preocupes por las palabras de Paloma, cariño. Es sólo que, una madre jamás deja de preocuparse de sus hijos. Siempre me pregunto si comes bien, si no estarás en enferma, si eres feliz. Pero contigo en el otro lado del mundo, no sé si en verdad estás bien.
Paula dejó la taza de café en la encimera y caminó hacia su madre, se hincó a su lado y la tomó de las manos.
― Má, las palabras de Paloma son ciertas. Estuvo mal que no viniera por años. Pero te prometo que no lo haré más. Buscaremos un equilibrio entre mi trabajo y la familia, má. Lo prometo.
― Pero, ¿eres feliz cariño?
Las caricias de Paula continuaron largo rato y sonrió con dulzura a la mujer que le dio la vida, que la vio crecer, que sabía cada pelo y seña de ella.
Paula no contestó.
Penelope no necesitó respuesta.
Cuando Pascual entró en la cocina, las encontró en la misma posición. Las observó unos segundos, estudiándolas, preguntándose qué había pasado. Pero en sus años de casado, había aprendido que había un momento para que las cosas salieran a la luz. Carraspeó y caminó hacia ellas, colocando el periódico debajo de su brazo.
― Bueno, bueno, cenicienta, al fin has despertado. Pesamos que tendríamos que buscarte un príncipe azul para despertarte.
Paula alzó sus ojos y sonrió, levantándose y dándole un beso en la mejilla a su padre y se quedó a su lado, con su brazo alrededor de su hombro.
― Esa es la Bella Durmiente papá, y si sólo despertara por un beso de un príncipe, creo que estaría en estado comatoso de por vida.
La mano de Pascual se acercó a la cintura delgada de Paula y la miró con curiosidad.
― Oh vamos cariño, habrá un chico por ahí, ¿verdad? Una lindura como tú…
― Tu opinión es objetiva. Cuando estaba gorda también era una “lindura” ― Paula pretendió decir una broma, pero ninguno de sus padres la tomó como tal.
Pascual la soltó sólo para plantarse directamente frente a ella y mirarla a la cara, tomándola entre sus manos.
― Cariño, tú eres la única que se menosprecia. Para mí, eres más hermosa que cualquiera de esas modelos frívolas que salen las portadas, y quien crea lo contrario es un verdadero tonto.
Con las palabras escapando de su garganta, Paula sólo pudo sonreír desde el fondo de su corazón y abrazar a su padre. Penelope se levantó y le dio palmadas a ambos.
― Bueno vamos a dejar ese tema a parte, que hay que hacer limpieza y prepararnos. Los niños llegan a las seis ― agregó esto último por si los otros lo habían olvidado.
Padre e hija sonrieron entre ellos y se pusieron manos a la obra
CAPITULO 22
Las personas suelen olvidar demasiadas cosas, pero si prestaran atención a lo que el viento lleva, recordarían que hay no hay dolor más intenso que el que se lleva por dentro, ni hay peor sufrimiento que el de haber vivido un amor trágico.
Rezando porque nadie contestara, Paula suspiró aliviada al oír la contestadora. Apretó con fuerza el auricular y esperó el sonido.
― Mamá, papá, tuve que salir de improviso por cuestiones de trabajo, pero llego en dos días. No se preocupes… por cierto, ¡¡Feliz navidad!!
Después de colgar, se quedó mirando el auricular del teléfono de la mesita de hotel y sonrió.
¿Cuestiones de trabajo? ¿Qué rayos podría ser cuestiones de trabajo para un astrónomo? Vale que si tenía, pero desde luego no era como para salvar al mundo. Pablo usaba mucho esa frase, y ahora entendía que quería decir cuando él y Ale tenían “cuestiones de trabajo”. Par de pillos.
Se dio la vuelta mientras se mantenía cubierta por las sábanas, y no pudo evitar suspirar.
Pedro estaba plácidamente dormido boca abajo, con la cara mirando hacia ella. Sus pestañas largas y quebradas volaban hacia el cielo, admiró luego su pelo revuelto y finalmente su cuerpo gloriosamente desnudo. El cuerpo de Pedro estaba bien trabajado, pero no podía esperar menos de su bateador favorito. Aun en Puerto Rico, Japón, Rusia, Canadá o España, o en donde sea que hubiese estado, Paula no se había perdido ninguna noticia de Pedro así como sus partidos. Y la cámara no le había hecho justicia en esos años. Con pena, observó que quizás tenía un mejor trasero que el de ella, pero bueno, que se lo podría hacer.
― ¿Te gusta lo que ves?
La voz de Pedro salida en un ronco susurro le dio un susto que le provocó un brinco. Ser cachada en in fraganti no era agradable para nadie, y menos cuando segundos atrás uno había estado haciendo una detallada investigación anatómica de esa persona. Buscó un poco de temple y esperó que su voz sonara inalterada.
― Bueno, he visto mejores, pero ¿qué se le puede hacer? ― se encogió los hombros ―. Una chica no puede ser exigente.
Pedro abrió los ojos y se recargó sobre sus codos.
― ¿Mejores? Señorita se está metiendo en aguas peligrosas.
Sin saber de dónde salió el valor, la pierna de Paula salió de entre las sábanas y empezó a rozar la sólida pantorrilla de Pedro.
― Bueno, bateador, creo que puedes castigarme por ello.
La mirada de Pedro brilló de deseo, deslizando su mirada por todo su cuerpo. Paula sintió que veía a través de la sábana y se apretó el pedazo de tela contra sí. Pedro no pasó por alto el gesto y fingió enojarse.
― Oye, ¿por qué rayos tienes toda la sábana? Eso es injusto. Tendremos que arreglarlo.
Saltó sobre ella, provocando un grito en Paula. Entre risas y jaloneos, Pedro se preguntó cuándo se había reído así con una mujer en la cama. Era toda una nueva experiencia para él, y le estaba empezando a gustar. Paula era… no podía describirla. Su risa, era un sol en la mañana que iluminaba todo a su derredor, como si todo estuviera oscuro y con sólo sonreír un destello apareciera de la nada. Y su pelo ondulado, revuelto al despertar, le daba el aspecto de diosa salida de los relatos de Homero, con la sábana tapando sus hermosas curvas…
― Vaya, jamás me habían comparado con un sol en la mañana y desde luego nunca con una diosa.
Pedro la miró sorprendido. Pasó de la sorpresa al bochorno.
― ¿Hable en voz alta?
Paula no podía dejar de sonreír.
― Claro y alto, bateador. Creo que tu globito de pensamiento no salió. Pero no te preocupes tu secreto está a salvo conmigo. ¿Qué vamos a hacer hoy?
Antes de dormirse, a altas horas de la madrugada, Pedro le había pedido que pasaran el fin de semana juntos, solo para ellos dos y la salvaje Paula Chaves había aceptado. No habían hablado de las palabras que ella había soltado en el calor del éxtasis, pero el que Pedro le pidiese que se quedara la hizo sentir importante.
Las manos de Pedro viajaban por todos lados y sus besos eran cada vez más exigentes, pero Pau tenía otras cosas en mente. Se separó de sus labios y colocó sus manos sobre su pecho para alejarlo.
― Vale, tenemos que hacer algo más que eso, bateador. Tengo hambre.
― Pediremos comida ― declaró, mordiendo su hombro, pero Pau le dio un golpe y se deslizó fuera del cuerpo de Pedro
― A pesar que me gustaría mucho pasarla aquí contigo, todo el día, tengo otras necesidades.
Salió corriendo desnuda hacia el baño y Pedro le oyó poner cerrojo a la puerta. Se dio la vuelta y quedó boca arriba en la cama, suspirando. ¿Qué rayos había pasado? Había roto tres reglas fundamentales que le habían servido toda su vida: jamás acortarse con la hermana de tu mejor amigo –aunque había salido con Paloma, jamás habían llegado a ese punto–, jamás quedarse al día después de mañana con una misma mujer, y desde luego, jamás pedirle a una de ellas, pasar más tiempo de lo que en verdad querría.
Oyó la regadera abrirse y oyó a Paula canturrear una canción.
Y ahí estaba, con la hermana de Pablo, su hermanita, que aunque tenía casi treinta años, seguía siendo su hermana pequeña. Jesús, él había crecido con ella, y podía recordar el año en que le habían comprado su primer sujetador, ya que Pablo y él le habían tomado el pelo durante todo un mes. Y no sólo le había agradado la sensación de su cuerpo a su lado y el despertar con ella siendo lo primero que sus ojos habían captado al abrirse esa mañana sino que además, le había pedido pasar todo un fin de semana juntos.
No podía, no quería que ese día terminara jamás.
― Tengo que ir a comprar ropa, la de ayer está llena de arena — gritó Paula desde la regadera, amortiguando el ruido del agua caer.
― No creo que la necesites ― contestó Pedro, con una sonrisa de autosuficiencia.
Paula apareció unos minutos después, con el pelo mojado, revuelto y una pequeña toalla blanca alrededor de sus pechos, que no la cubría del todo, y una grieta en su pierna izquierda.
― Claro, entonces ¿cómo les explicaré a mis padres el hecho que lleve la misma ropa que hace tres días cuando regrese?
Pedro se levantó y se sentó en la cama, recostándose contra el cabezal de la cama, y utilizando la sábana para cubrir puntos estratégicos. Se rascó la cabeza, y después el nacimiento de su barba y le dio una mirada llena de lujuria.
― ¿Exceso de trabajo?
― Gracioso.
― Vale, podemos…
Paula chasqueó sus dedos y corrió hacia él, sin importarle que la toalla mostrara más de lo que quería.
― Tengo una idea mejor. Seremos turistas.
― ¡¿Qué?!
Se habían criado en esa ciudad. San Francisco los había visto crecer pero con el paso de los años, ellos no habían visto crecer a su ciudad. Montados en Indi, fueron a la primera plaza que encontraron y se compraron vaqueros, blusas, camisas y sudaderas para pasear. Después, Paula
insistió en visitar el centro y buscar un mercado de “pulgas”, de los que ellos ya conocían, entre ellos, acabaron en la Calle Divisadero, donde vendían ropas de antaño. Paula acabó con una boina al estilo de los ochentas y unas arracadas de plata tamaño gigante. Pedro le gastó bromas con ella, pero si divirtió. Bajaron al Mercado Alemán, en el Boulevard Alemán. Iban de puesto en puesto, probando y comprobando, riendo y disfrutando el momento.
El frío invierno no les permitió tirarse en la hierba, y con un simple “Tenemos que calentarnos, hace mucho frío”, regresaron al hotel y se calentaron el uno al otro. Así se pasaron los días, hasta que último día del idilio amoroso llegó.
Paula tenía una pierna encima de los cadera de Pedro, mientras que su cuerpo descansaba encima del suyo, y con una mano jugaba el vello de su pecho. Ninguno de los dos decía nada, pero ambos sabían que no podían quedarse para siempre encerrados en esa habitación, por mucho que
lo desearan. Tenían que regresar al mundo real, un mundo donde ella estaba en camino a convertirse en un gran astrónomo y él, en una figura más del rincón de la fama del deporte. Un mundo donde ella tendría que regresar a Puerto Rico, y él…
― Tengo que ir a Los Ángeles, ― soltó Pedro ―. Todo el equipo va a estar ahí, tenemos una sesión.
Ella asintió, pero Pedro pudo sentir la tensión en su cuerpo, pegado al suyo. Deslizó una mano sobre su espalda, calmándola. Cambiando las posiciones, se colocó encima de ella, mirándola directamente a los ojos.
En ese fin de semana se había dado cuenta de algo. Quizás de la primera cosa buena en su vida.
No la podía dejar ir.
― Pero regresaré a San Francisco, Pau, sólo por ti ― Vio la sorpresa en los ojos de Paula.
Su dulce mirada pasó por el brillo de la confusión hasta llegar al de la alegría. Y era para él ―. Y entonces veremos cómo resolveremos las cosas. No te vayas a Puerto Rico, Pau― Pedro se apresuró a callarla para evitar que le interrumpiera ―. Espérame hasta Noche Vieja, Pau. Por
favor.
Paula se alzó sobre sus codos, mirando como si fuera la primera vez que lo viera. Pedro le estaba pidiendo que lo esperara. Sonrió y asintió.
― Esperaré por ti, Pedro. Pero antes…
Fue por sus labios, y se despidieron como sólo dos amantes saben hacerlo.
Paula regresó a su casa con una renovada atmósfera de energía. Parecía flotar y se perdía en su mundo por unos segundos. Su madre y Patricio se reían de ella constantemente, pero nadie parecía sospechar. Paula sonreía, soñando cómo tomarían la noticia en su casa.
Desde luego, Pedro y ella causarían sensación.
Recordó las noches en que Paloma y Pedro salían durante el instituto, mientras que ella sólo los podía observar presa de los celos infantiles. Y ahora, el patito feo de la casa tendría una relación formal con su amor de la infancia. Se dejó caer en su cama y suspiró de felicidad.
Su mente ya había pensado en varias opciones para pedir su traslado a Estados Unidos.
Podía trabajar en la Universidad de California; le dolería dejar Puerto Rico, pero podría regresar después. Tenía muchos sueños por cumplir, pero tenía casi treinta años, y no se hacía joven.
Los días fueron pasando, pero no recibió ninguna llamada de Pedro. Tenía su número, él se lo había dado, pero no quería ser una de esas novias paranoicas u obsesivas que no dejaban a sol ni sombra a sus chicos. Aun así, en silencio, esperó esa llamada, la misma que jamás llegó.
Paula lo excusó por su trabajo, y siguió con sus cosas. Llegó el tan esperado día, y fue contando los minutos. Cuando las doce campanadas de la media noche anunciaron el inicio de un nuevo año,
Paula sintió el un nudo en su estómago y garganta formarse, yendo de sus pies hasta la punta de sus pelos. En contra de sus principios, y sólo porque ya no podía más, se acercó a los Alfonso para preguntar por Pedro, sólo para recibir la respuesta que más temía: no había dado señales en toda esa semana.
Lo primero que pasó por su cabeza fue un accidente.
Pedro no rompería jamás una promesa.
Jamás. Fue hacia la televisión y la prendió. No había noticias de un accidente. Se armó de valor y marcó el número de Pedro. La primera vez entró y sonó tantas veces que su corazón latía cada vez más rápido, pero nunca contestó.
Dejó un buzón de voz. Luego otro, y otro. Pedro no le regresó ninguno.
Llego Año Nuevo, y tres días después, nadie sabía nada de Pedro, pero sólo ella estaba preocupada. Al parecer sus ausencias no eran extrañas para sus padres, mientras que para Paula, el alma se le estaba despedazando a cada segundo que pasaba.
Las llamadas del trabajo de Elias, de su jefe, de todo Puerto Rico empezaron a ser constantes, exigiendo su fecha de regreso, pero Paula los evadía. No sabía qué hacer.
Entonces, sin más, Pedro apareció una semana después de Año Nuevo.
Paula oyó el timbre y salió corriendo para abrir la puerta. Y ahí estaba Pedro pero no venía solo.
Una rubia de cuerpo descomunal que parecía sacada de una revista de Playboy, entró con él, a su lado, tomados de la mano. Los padres de Pedro también venían con ellos, con una expresión de preocupación en su rostro. Los Alfonso entraron, y sus padres fueron a recibirlos. Paula se hizo a un lado, sin entender, no podía hablar, parecía más bien, una estatua de piedra, que sólo esperaba el momento en que la dejaran caer, para romperse en mil pedazos.
“Respira, sólo respira” se dijo a sí misma. Su mente vagó a la escena en el hotel, con Pedro encima de ella, besándola.
“Regresaré a San Francisco, Pau, sólo por ti”. Cada segundo que pasaba, la pequeña estatua se empezó a agrietar. Sus padres y sus hermanos, reunidos en la sala, con los niños, los miraron desconcertados.
Pedro fue el que dio las palabras de presentación. Sin
siquiera darle una mirada a Paula, habló.
― Yo… yo quisiera presentarles a Amelia, mi esposa.
CAPITULO 21
Oyes el susurro…
No, no es el viento.
Es lo que él trae.
Son las risas que una vez emitimos, es la sal de las lágrimas que una vez derramaos, son los recuerdos.
Cierra los ojos y óyelo.
Es el pasado tratando de entrar de nuevo en el presente.
Tratando de hacerse oír, tratando de curar los corazones heridos, tratando de crear nuevos momentos pero sin que jamás olvidemos los que vivimos, porque él sabe, tan anciano como la Tierra misma, que cada persona es un mundo, pero cuando dos almas gemelas se unen, crean su propio universo.
Aun en la oscuridad, podía verla. Era como si un sexto sentido se hubiera desarrollado esa noche, sólo para verla.
Se fue acercando a ella, cerró sus ojos y…
Y recibió un cabezazo en lugar de un beso.
― ¡Te engañé… dhuuu!
Paula sacó la lengua y volvió a salir disparada hacia el lado opuesto de Pedro, y se podía oír su risa fluyendo por la playa. Parecía una ninfa como las descritas en los libros antiguos. Saltando, riendo, tentando. Se tocó el golpe en la cabeza sonriendo. Desde luego, ninguna mujer lo había
tratado como ella. Y adoraba eso. Trató que su voz sonara severa y se echó a correr.
― Si te agarro estás muerta, Cleopatra.
Paula se detuvo, frunciendo el ceño, a pesar que estaba oscuro y sabía que Pedro no podía ver la expresión.
― ¡Oye, sabes que odio ese nombre! ― Todos sus hermanos odiaban sus segundos nombres.
Desde luego, a ninguno de sus hermanos le agradaba oír su segundo nombre. Sus padres se habían asegurado que sus hijos tuvieran que usar su primer nombre. El segundo estaba más que descartado.
Tan presa de sus propios pensamientos, Paula reaccionó tarde, y no pudo moverse. Pedro llegó hasta ella, y tirando de la chamarra, la jaló hacia sí, y por el impacto, ambos cayeron a la arena, riendo.
Los segundos fueron pasando mientras que la risa se fue apagando y Paula, yaciendo encima de Pedro, lo miró sin saber qué hacer. Sólo podía sentir su respiración subir y subir. Posó ambas manos a los costados de la cabeza de Pedro, levantando su tronco, haciendo un ademán de quitarse.
Las manos de Pedro se aferraron a su cintura. No la dejaron moverse de donde estaba.
― Te prometí que no pasaría nada que tú no desearas, Pau.
“Salvaje, Pau. ¿Recuerdas? Diviértete”.
“Oh dulce voz de la conciencia, a veces eres la peor consejera”, pensó Paula. Pero no se cerró, sino que se estiró para ir por sus labios. En el primer intento rozó su frente, errando el tiro, pero dándole una idea genial. Sonrió pícaramente.
― Creo que tenemos un problema, pero sé cómo resolverlo.
Aprovechando la oscuridad, Paula empezó a dejar caer besos, trazando un camino de besos y caricias por el puente de su nariz, pasando por sus ojos, rozando su mejilla contra la suya, absorbiendo como una aspiradora su aroma masculino, besando su mejilla y barbilla y finalmente, sus labios fuertes, que rápidamente tomaron el mando de la situación.
Dándole vuelta delicadamente, Pedro obligó a Paula a cambiar las posiciones tendiéndola sobre la fría arena mientras que él se inclinaba sobre ella, sin perder el contacto. Una de sus manos, fría, se metió dentro de su chamarra y su sudadera, y tocó su piel ardiente. La diferencia de temperaturas provocó que su cuerpo se tensara en un espasmo erótico y un gemido salió de su garganta. Sin embargo, su mismo cuerpo, necesitado de algo más, se arqueó para que Pedro pudiera seguir con la exploración. Su mano llegó a su seno, libre de cualquier prenda, y los dedos fríos rozaron su cima que rápidamente se convirtió en un guijarro, duro de deseo. El masaje siguió
de un lado a otro, caricias que fueron incrementando su calor, hasta que su mano estuvo a la misma temperatura que su cuerpo debajo de la cazadora: ardiendo.
Pedro le devolvió el juego a Paula, y no sólo devoró sus labios, sino que fue deslizando su boca por sus párpados cerrados, por su nariz, por la línea de su cuello y sellando el final, succionado su clavícula, causándole cosquillas. Eran dos adultos hechos y derechos pero en esos momentos parecían más bien dos adolescentes cachondos después de su baile de graduación.
La mezcla de sensaciones, junto con sus ideas, provocó risillas en Paula que pronto se convirtieron en carcajadas.
Sintió a Pedro deteniendo su cascada de besos y alzar la cabeza para mirarla.
― ¿Qué sucede?
― Es que pensé… ― pero se calló, soltando más carcajadas.
― ¿Qué?
La voz grave de Pedro la hizo perder la risa, y carraspear. A lo mejor pensó que se estaba burlando de él. Tenía que aclarar las cosas.
― Es que parecemos dos chicos que acaban de salir de su baile de graduación y bueno, ya sabes, como las películas… ― hizo una pausa y buscó una en la mente y sonrió ― “American Pie” por ejemplo.
― He de confesar que yo mismo tuve… ― Pedro enmudeció al segundo de soltar esa frase, y casi pudo sentirse sonrojándose ― Pensándolo bien, no creo que sea un buen momento para confesar nada.
― Claro que no bateador. Mucho menos con tu mano en el lugar donde está.
Al oír la afirmación de Paula, sus dedos se movieron por instinto, tomando “ese lugar”, y jugando con él; tratando de rescatar la poca cordura que le quedaba y evitar que fueran detenidos por indecencia pública, se acercó y le preguntó:
― ¿Y tú? ¿No tuviste tu noche de película en la graduación?
Paula soltó una exclamación de sorpresa.
― ¿Acaso no lo recuerdas? ― Pedro soltó a su presa y fue bajando su mano hasta su ombligo con el que jugó unos segundos. Trató de recordar, pero no, la verdad era que no tenía idea. Le dijo eso a Paula y ella asintió en la oscuridad ―. No tuve fiesta de graduación. Por mi carrera, no éramos ni somos como otras facultades y hermandades que tiene cena de gala y alfombra roja. Simplemente tu papel y listo. Papá insistió en llevarnos a cenar. Tú fuiste con nosotros a última hora, Pedro.
― Ah, ya me acordé ―. Y sí, los recuerdos empezaron a llegar. Una cena con los P’s, Paula sonriendo, Paula platicando, Paula bostezando, Paula… ¿Por qué de repente sólo tenía recuerdos de Paula? Trató de recordar más cosas, pero su mente estaba en blanco ―. ¿Entonces no tuviste tu baile de graduación? Eso es imperdonable.
Pedro le dio un beso en el cuello y retiró la mano de debajo de la cazadora.
― No me interesaban esas cosas, ― confesó Paula, alzando los hombros y sintiendo a Pedro levantarse ―. Además, no se me da bien eso de la bailada en pareja, según Patricio y Pablo, nací con dos pies izqui… ― Pedro tomó su mano izquierda y de un golpe la levantó de la arena ― ¿Pero qué estás haciendo?
― Cambiando tus recuerdos.
La llevó corriendo hacia donde habían estacionado la moto.
Paula gritaba que se detuviera pero Pedro parecía poseído, y ella sólo podía seguirlo. Cuando llegaron a donde Indi, Paula se dejó caer en la arena, con la respiración agitada por el pequeño maratón, mientras que Pedro iba hacia su pequeña y encendía las luces de la moto, apuntando a donde estaba ella.
― Luces por favor ― Paula se tapó la cara con una mano para evitar toda la luz ― Y ahora, música.
De su bolsillo del pantalón, Pedro sacó su celular, uno modelo nuevo, de esos de última tecnología que eran la novedad, con cámara y música. Pedro buscó una estación de radio, y las primeras tres tenían solamente canciones de villancicos, hasta que al fin “Tell me lies” de Fletwood Mac empezó a sonar de su móvil. Bueno, era mejor que “Noche de Paz”. Corrió hacia Paula, hizo una reverencia y le extendió su mano.
― ¿Me permite?
Paula sabía que debía de estar en un estado de pena, con el pelo revuelto por el viento rebelde, y la arena pegada a su cabello y ropas, pero ahí estaba él, mirándola como si nada de eso importase. Tomó su mano y se acercó a él.
― Que conste que te avisé de los pies izquierdos ― comentó sonrojada, sabiendo que ahora, con la luz de la moto, él podía verla.
Aun parados, sin moverse, Pedro le acarició la mejilla.
― Sólo déjate llevar ― inclinó su cabeza y Paula sintió su corazón acelerar, pero Pedro le devolvió la broma y le dio una vuelta en su propio eje.
Al ritmo de Duran Duran, Air Supply, Klymaxx, Areosmith, Chicago, y tantos más, Paula bailó, haciendo nuevos recuerdos. Fue un momento mágico, de risas, con cada vuelta no podía parar de reír, mientras tarareaban la letras de las canciones o simplemente la tonada. Bailando al estilo de los setentas, como Travolta en sus mejores tiempos. Ni Paula ni Pedro podían recordar la última vez que habían reído tanto, o con una persona tan especial.
De repente, empezó a sonar “Conga” de Miami Sound Machine, y Paula se separó de Pedro, decidida.
― Observa bien, bateador.
Alejándose de él lo suficiente como para que tuviera una vista panorámica de ella, empezó con suaves movimientos de cadera, que fueron aumentando de velocidad. Gracias al cielo por las fiestas en la costa de la playa, pensó Pau.
― Oye, veo que tu estancia por las playas de Puerto Rico te hicieron bien. Mira que movimientos. ¿No que no sabías bailar? ― preguntó Pedro, admirado por todo, aunque lo escondió detrás de su ceño fruncido.
― En pareja, bateador, soy pésima. Sola, soy dinamita.
Siguió danzando al ritmo de la música, cada vez más rápido, dando vueltas alrededor de Pedro, mientras que éste, la observaba sin perderla de vista un solo segundo. Pedro la tomó después entre sus brazos, bailando y dándole vueltas.
Cuando la música terminó, acabaron abrazados, riendo a todo pulmón. La siguiente canción, fue una balada más suave. Pedro no soltó a Paula, sino que la fue acercando más y más hacia él. Moría por un beso de ella, y moría por más que un beso, pero, ¿Paula querría más?
― Pau.
Ella terminó de cerrar la distancia, envolviendo sus manos detrás de su cabeza, y rozando sus labios con los suyos.
― Vámonos de aquí Pedro, hace frío, y yo quiero que me calientes.
Esas palabras fueron la mejor música de la noche para Pedro.
El cómo llegaron al hotelito cercano a la costa, Paula no podía recordarlo. Sólo que estaba en una especio de trance en la que sólo veía a Pedro y nada más.
Después de una ducha necesaria por la arena de la playa, y de varios tropiezos en la noche, que provocaron la risa de ambos, la noche culminó con la unión de dos cuerpos en el más viejo ritual entre hombre y mujer.
― Te amo, Pedro, siempre lo he hecho, y siempre lo haré ― exclamó en el clímax, completamente extasiada.
Pedro no dijo nada, sólo la observó, y guardó cada gesto, cada movimiento como a un tesoro invaluable. No pudo contestar con palabras, pero la siguiente vez que le hizo el amor, fue suave y amoroso.
Las lágrimas pendían de los ojos de Paula, viendo realizadas las fantasías de sus sueños infantiles, mientras que para Pedro era la promesa de un sueño que estaba por empezar.
Ninguno de los imaginó que sería el final de sus sueños y el comienzo de sus pesadillas.
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