Natalia Trujillo

viernes, 9 de diciembre de 2016

CAPITULO 22





Las personas suelen olvidar demasiadas cosas, pero si prestaran atención a lo que el viento lleva, recordarían que hay no hay dolor más intenso que el que se lleva por dentro, ni hay peor sufrimiento que el de haber vivido un amor trágico.





Rezando porque nadie contestara, Paula suspiró aliviada al oír la contestadora. Apretó con fuerza el auricular y esperó el sonido.
― Mamá, papá, tuve que salir de improviso por cuestiones de trabajo, pero llego en dos días. No se preocupes… por cierto, ¡¡Feliz navidad!!


Después de colgar, se quedó mirando el auricular del teléfono de la mesita de hotel y sonrió.


¿Cuestiones de trabajo? ¿Qué rayos podría ser cuestiones de trabajo para un astrónomo? Vale que si tenía, pero desde luego no era como para salvar al mundo. Pablo usaba mucho esa frase, y ahora entendía que quería decir cuando él y Ale tenían “cuestiones de trabajo”. Par de pillos.


Se dio la vuelta mientras se mantenía cubierta por las sábanas, y no pudo evitar suspirar.


Pedro estaba plácidamente dormido boca abajo, con la cara mirando hacia ella. Sus pestañas largas y quebradas volaban hacia el cielo, admiró luego su pelo revuelto y finalmente su cuerpo gloriosamente desnudo. El cuerpo de Pedro estaba bien trabajado, pero no podía esperar menos de su bateador favorito. Aun en Puerto Rico, Japón, Rusia, Canadá o España, o en donde sea que hubiese estado, Paula no se había perdido ninguna noticia de Pedro así como sus partidos. Y la cámara no le había hecho justicia en esos años. Con pena, observó que quizás tenía un mejor trasero que el de ella, pero bueno, que se lo podría hacer.


― ¿Te gusta lo que ves?


La voz de Pedro salida en un ronco susurro le dio un susto que le provocó un brinco. Ser cachada en in fraganti no era agradable para nadie, y menos cuando segundos atrás uno había estado haciendo una detallada investigación anatómica de esa persona. Buscó un poco de temple y esperó que su voz sonara inalterada.


― Bueno, he visto mejores, pero ¿qué se le puede hacer? ― se encogió los hombros ―. Una chica no puede ser exigente.


Pedro abrió los ojos y se recargó sobre sus codos.


― ¿Mejores? Señorita se está metiendo en aguas peligrosas.


Sin saber de dónde salió el valor, la pierna de Paula salió de entre las sábanas y empezó a rozar la sólida pantorrilla de Pedro.


― Bueno, bateador, creo que puedes castigarme por ello.


La mirada de Pedro brilló de deseo, deslizando su mirada por todo su cuerpo. Paula sintió que veía a través de la sábana y se apretó el pedazo de tela contra sí. Pedro no pasó por alto el gesto y fingió enojarse.


― Oye, ¿por qué rayos tienes toda la sábana? Eso es injusto. Tendremos que arreglarlo.


Saltó sobre ella, provocando un grito en Paula. Entre risas y jaloneos, Pedro se preguntó cuándo se había reído así con una mujer en la cama. Era toda una nueva experiencia para él, y le estaba empezando a gustar. Paula era… no podía describirla. Su risa, era un sol en la mañana que iluminaba todo a su derredor, como si todo estuviera oscuro y con sólo sonreír un destello apareciera de la nada. Y su pelo ondulado, revuelto al despertar, le daba el aspecto de diosa salida de los relatos de Homero, con la sábana tapando sus hermosas curvas…


― Vaya, jamás me habían comparado con un sol en la mañana y desde luego nunca con una diosa.


Pedro la miró sorprendido. Pasó de la sorpresa al bochorno.


― ¿Hable en voz alta?


Paula no podía dejar de sonreír.


― Claro y alto, bateador. Creo que tu globito de pensamiento no salió. Pero no te preocupes tu secreto está a salvo conmigo. ¿Qué vamos a hacer hoy?


Antes de dormirse, a altas horas de la madrugada, Pedro le había pedido que pasaran el fin de semana juntos, solo para ellos dos y la salvaje Paula Chaves había aceptado. No habían hablado de las palabras que ella había soltado en el calor del éxtasis, pero el que Pedro le pidiese que se quedara la hizo sentir importante.


Las manos de Pedro viajaban por todos lados y sus besos eran cada vez más exigentes, pero Pau tenía otras cosas en mente. Se separó de sus labios y colocó sus manos sobre su pecho para alejarlo.


― Vale, tenemos que hacer algo más que eso, bateador. Tengo hambre.


― Pediremos comida ― declaró, mordiendo su hombro, pero Pau le dio un golpe y se deslizó fuera del cuerpo de Pedro


― A pesar que me gustaría mucho pasarla aquí contigo, todo el día, tengo otras necesidades.


Salió corriendo desnuda hacia el baño y Pedro le oyó poner cerrojo a la puerta. Se dio la vuelta y quedó boca arriba en la cama, suspirando. ¿Qué rayos había pasado? Había roto tres reglas fundamentales que le habían servido toda su vida: jamás acortarse con la hermana de tu mejor amigo –aunque había salido con Paloma, jamás habían llegado a ese punto–, jamás quedarse al día después de mañana con una misma mujer, y desde luego, jamás pedirle a una de ellas, pasar más tiempo de lo que en verdad querría.


Oyó la regadera abrirse y oyó a Paula canturrear una canción.


Y ahí estaba, con la hermana de Pablo, su hermanita, que aunque tenía casi treinta años, seguía siendo su hermana pequeña. Jesús, él había crecido con ella, y podía recordar el año en que le habían comprado su primer sujetador, ya que Pablo y él le habían tomado el pelo durante todo un mes. Y no sólo le había agradado la sensación de su cuerpo a su lado y el despertar con ella siendo lo primero que sus ojos habían captado al abrirse esa mañana sino que además, le había pedido pasar todo un fin de semana juntos. 


No podía, no quería que ese día terminara jamás.


― Tengo que ir a comprar ropa, la de ayer está llena de arena — gritó Paula desde la regadera, amortiguando el ruido del agua caer.


― No creo que la necesites ― contestó Pedro, con una sonrisa de autosuficiencia.


Paula apareció unos minutos después, con el pelo mojado, revuelto y una pequeña toalla blanca alrededor de sus pechos, que no la cubría del todo, y una grieta en su pierna izquierda.


― Claro, entonces ¿cómo les explicaré a mis padres el hecho que lleve la misma ropa que hace tres días cuando regrese?


Pedro se levantó y se sentó en la cama, recostándose contra el cabezal de la cama, y utilizando la sábana para cubrir puntos estratégicos. Se rascó la cabeza, y después el nacimiento de su barba y le dio una mirada llena de lujuria.


― ¿Exceso de trabajo?


― Gracioso.


― Vale, podemos…


Paula chasqueó sus dedos y corrió hacia él, sin importarle que la toalla mostrara más de lo que quería.


― Tengo una idea mejor. Seremos turistas.


― ¡¿Qué?!


Se habían criado en esa ciudad. San Francisco los había visto crecer pero con el paso de los años, ellos no habían visto crecer a su ciudad. Montados en Indi, fueron a la primera plaza que encontraron y se compraron vaqueros, blusas, camisas y sudaderas para pasear. Después, Paula
insistió en visitar el centro y buscar un mercado de “pulgas”, de los que ellos ya conocían, entre ellos, acabaron en la Calle Divisadero, donde vendían ropas de antaño. Paula acabó con una boina al estilo de los ochentas y unas arracadas de plata tamaño gigante. Pedro le gastó bromas con ella, pero si divirtió. Bajaron al Mercado Alemán, en el Boulevard Alemán. Iban de puesto en puesto, probando y comprobando, riendo y disfrutando el momento.


El frío invierno no les permitió tirarse en la hierba, y con un simple “Tenemos que calentarnos, hace mucho frío”, regresaron al hotel y se calentaron el uno al otro. Así se pasaron los días, hasta que último día del idilio amoroso llegó.


Paula tenía una pierna encima de los cadera de Pedro, mientras que su cuerpo descansaba encima del suyo, y con una mano jugaba el vello de su pecho. Ninguno de los dos decía nada, pero ambos sabían que no podían quedarse para siempre encerrados en esa habitación, por mucho que
lo desearan. Tenían que regresar al mundo real, un mundo donde ella estaba en camino a convertirse en un gran astrónomo y él, en una figura más del rincón de la fama del deporte. Un mundo donde ella tendría que regresar a Puerto Rico, y él…


― Tengo que ir a Los Ángeles, ― soltó Pedro ―. Todo el equipo va a estar ahí, tenemos una sesión.


Ella asintió, pero Pedro pudo sentir la tensión en su cuerpo, pegado al suyo. Deslizó una mano sobre su espalda, calmándola. Cambiando las posiciones, se colocó encima de ella, mirándola directamente a los ojos.


En ese fin de semana se había dado cuenta de algo. Quizás de la primera cosa buena en su vida.


No la podía dejar ir.


― Pero regresaré a San Francisco, Pau, sólo por ti ― Vio la sorpresa en los ojos de Paula.
Su dulce mirada pasó por el brillo de la confusión hasta llegar al de la alegría. Y era para él ―. Y entonces veremos cómo resolveremos las cosas. No te vayas a Puerto Rico, Pau― Pedro se apresuró a callarla para evitar que le interrumpiera ―. Espérame hasta Noche Vieja, Pau. Por
favor.


Paula se alzó sobre sus codos, mirando como si fuera la primera vez que lo viera. Pedro le estaba pidiendo que lo esperara. Sonrió y asintió.


― Esperaré por ti, Pedro. Pero antes…


Fue por sus labios, y se despidieron como sólo dos amantes saben hacerlo.


Paula regresó a su casa con una renovada atmósfera de energía. Parecía flotar y se perdía en su mundo por unos segundos. Su madre y Patricio se reían de ella constantemente, pero nadie parecía sospechar. Paula sonreía, soñando cómo tomarían la noticia en su casa.


Desde luego, Pedro y ella causarían sensación.


Recordó las noches en que Paloma y Pedro salían durante el instituto, mientras que ella sólo los podía observar presa de los celos infantiles. Y ahora, el patito feo de la casa tendría una relación formal con su amor de la infancia. Se dejó caer en su cama y suspiró de felicidad.


Su mente ya había pensado en varias opciones para pedir su traslado a Estados Unidos.


Podía trabajar en la Universidad de California; le dolería dejar Puerto Rico, pero podría regresar después. Tenía muchos sueños por cumplir, pero tenía casi treinta años, y no se hacía joven.


Los días fueron pasando, pero no recibió ninguna llamada de Pedro. Tenía su número, él se lo había dado, pero no quería ser una de esas novias paranoicas u obsesivas que no dejaban a sol ni sombra a sus chicos. Aun así, en silencio, esperó esa llamada, la misma que jamás llegó. 


Paula lo excusó por su trabajo, y siguió con sus cosas. Llegó el tan esperado día, y fue contando los minutos. Cuando las doce campanadas de la media noche anunciaron el inicio de un nuevo año,


Paula sintió el un nudo en su estómago y garganta formarse, yendo de sus pies hasta la punta de sus pelos. En contra de sus principios, y sólo porque ya no podía más, se acercó a los Alfonso para preguntar por Pedro, sólo para recibir la respuesta que más temía: no había dado señales en toda esa semana.


Lo primero que pasó por su cabeza fue un accidente. 


Pedro no rompería jamás una promesa.


Jamás. Fue hacia la televisión y la prendió. No había noticias de un accidente. Se armó de valor y marcó el número de Pedro. La primera vez entró y sonó tantas veces que su corazón latía cada vez más rápido, pero nunca contestó. 


Dejó un buzón de voz. Luego otro, y otro. Pedro no le regresó ninguno.


Llego Año Nuevo, y tres días después, nadie sabía nada de Pedro, pero sólo ella estaba preocupada. Al parecer sus ausencias no eran extrañas para sus padres, mientras que para Paula, el alma se le estaba despedazando a cada segundo que pasaba.


Las llamadas del trabajo de Elias, de su jefe, de todo Puerto Rico empezaron a ser constantes, exigiendo su fecha de regreso, pero Paula los evadía. No sabía qué hacer.


Entonces, sin más, Pedro apareció una semana después de Año Nuevo.


Paula oyó el timbre y salió corriendo para abrir la puerta. Y ahí estaba Pedro pero no venía solo.


Una rubia de cuerpo descomunal que parecía sacada de una revista de Playboy, entró con él, a su lado, tomados de la mano. Los padres de Pedro también venían con ellos, con una expresión de preocupación en su rostro. Los Alfonso entraron, y sus padres fueron a recibirlos. Paula se hizo a un lado, sin entender, no podía hablar, parecía más bien, una estatua de piedra, que sólo esperaba el momento en que la dejaran caer, para romperse en mil pedazos.


“Respira, sólo respira” se dijo a sí misma. Su mente vagó a la escena en el hotel, con Pedro encima de ella, besándola. 


“Regresaré a San Francisco, Pau, sólo por ti”. Cada segundo que pasaba, la pequeña estatua se empezó a agrietar. Sus padres y sus hermanos, reunidos en la sala, con los niños, los miraron desconcertados.


Pedro fue el que dio las palabras de presentación. Sin 
siquiera darle una mirada a Paula, habló.


― Yo… yo quisiera presentarles a Amelia, mi esposa.



No hay comentarios:

Publicar un comentario