Natalia Trujillo
jueves, 15 de diciembre de 2016
CAPITULO 41
El pedazo de tela brillaba intensamente, desplegando tonalidades plateadas y tornasoles que iluminaban la sala como si fuera un pedazo de cristal. Paula lo alzó y miró a contra luz admirándolo desde distintos ángulos. Se lo colocó encimado de su ropa, una blusa azul marino estampada y se giró hacia Pedro con una sonrisa llena de malicia.
― Creo que Paloma se verá linda con este.
Pedro alzó una ceja y miró el pedazo de tela y sintió pena por su amiga.
― Claro, toda una Madona.
Ella le respondió con una sonrisa y se fue por una peluca estilo de los ochentas, lista para salir a la disco. Se veía un poco polvorienta y Pedro dudaba siquiera en tocarla, seguro que tendría algún insecto escondida entre la selva de cabello sintético. Gracias al cielo, Paula no trató de probársela y sólo se la mostró.
― ¿Te imaginas a Pablo con una peluca como ésta?
― Déjalo en paz ―. A pesar de ser un grano en el trasero, en su trasero, Pablo no se merecía tanta maldad.
― Nop ― se dio la vuelta y metió la peluca y el pedazo de tela en la cesta ―. Se lo merecen por andar con el ceño fruncido cuando nos vieron esta mañana.
Bueno, a Pedro tampoco le había hecho gracia tener a Pablo respirando sobre su nuca. Pascual lo había salvado de caer en el interrogatorio varias veces. Demasiadas a decir verdad.
Llegaron con el dueño del bazar y Paula le extendió los billetes y las compras. El top y la peluca fueron metidos en una bolsa de plástico verde y después de recoger el cambio, salieron del mercadillo. Llevaban paseando ya un par de horas, haciendo las compras para el día de navidad que estaba a dos semanas y unos días de distancia.
― Es decir que tus sobrinos merecen los mejores regalos, pero tus hermanos merecen… ¿eso?
― Y señaló con horror el contenido de la bolsa que ella llevaba ―. Al menos Santa Claus es más misericordioso y deja carbón.
― Gracioso ― Paula lo abrazó de la cintura, riendo y le dio un golpe con la bolsa en el pecho. Pedro la envolvió entre sus brazos y se mezclaron con el gentío que atiborraba la calle ―.Vamos, quiero ver más cosas antes de regresar a casa.
Se adentraron en las calles de Union Square, en uno de los mercadillos más famosos de San Francisco. La gente iba y venía con bolsas llenas de baratijas o prendas de ropas de uso. A pesar de estar comenzado la segunda semana de diciembre, las nevadas no habían empezado, incluso tenían
un buen clima, no caluroso, pero si soleada y templado.
Se detuvieron al oír una música pegajosa y ver el aglomerado de la gente reunidos frente a un grupo de músicos. Pedro le preguntó si era salsa, pero Paula negó.
Aquél ritmo era música cubana. Vio los tres tambores de duelas ubicados en un medio círculo, y frente a ellos, otro hombre tocando los claves, o como dijera Pedro, los palitos ruidosos. Dos bailarinas se movían al ritmo de la música, moviendo las caderas de manera majestuosa, que hasta parecían hermanas de Shakira.
Varias parejas se animaron a bailar y cuando Paula miró a Pedro, éste negó súbitamente, pero después que Paula le susurrara algo al oído, elevó los ojos al cielo y la acompañó en el baile, que podía decir, se le daba muy bien.
Paula no paraba de reír, entre vueltas y vueltas, moviendo el pareo que tenía atado a su cintura al compás de sus caderas. Desde que lo había visto en la tienda de ropa jamaiquina, se enamoró de él. Tenía unas flores rojas con los centros blancos, dispersas por toda la tela, de color negra.
Se lo había colocado encima de los vaqueros y no se lo había vuelto a quitar.
Pedro la observó fascinado, viendo salir tanta vitalidad de su rostro. Dejó que las dos mujeres morenas se la llevaran a la pista y no quitó el ojo de sus movimientos. Recordó la “mañana después”, como suelen decir, y sintió su corazón palpitar. Había temido que se arrinconara de nuevo, o que lo dejara solo en la cama. Sip, así de sentimental se había vuelto. Pero ella no sólo se quedó, sino que accedió a bañarse con él y dejó que le preparase el desayuno. La había visto sonrojarse, pero en ningún momento había bajado la mirada. Y a partir de ese momento, según las palabras de su amigo Eric, parecía un cachorrito perdido.
Dio un hondo y largo suspiro. Ahora parecía la chica de la relación, la que quiere amor, abrazos, cariño y todo esa sarta de cosas cursis.
Había que ver como caían los grandes.
El único detalle de todo el affaire con Paula eran Pablo y Paloma.
Los habían visto apenas ese día, y desde que los vieron juntos, Pedro supo que estaba condenado. No lo habían dejado a sol ni sombra en la casa, siempre detrás de él.
Habían pasado los días en medio de una nube de ensueño que habían olvidado que sus hermanos iban a comer ese
día.
El ruido de los aplausos lo volvió a la realidad. Paula regresó a su lado, agitada y con una tenue película de sudor en su frente. Ella sacó el pañuelo de su bolso pero Pedro se lo quitó de las manos y empezó a limpiarle la piel con presiones delicadas, como si tuviera miedo que se fuera a
romper. Ella le arrebató el trozo de tela segundos después y regresaron a su Tour yendo de tienda en tienda. Paula compró varios artículos hasta juntar cinco bolsas.
Regresaron a la camioneta y dejaron las bolsas en el asiento trasero. Paula subió primero y cuando Pedro estaba cerrando su puerta, ella ya se estaba abrochando su cinturón de seguridad.
― Listo ― exclamó y dejó salir un largo y cansado suspiro.
Pedro prendió el motor del auto y salió del estacionamiento
― ¿Por qué dicen que salir con una mujer de compras es tan malo? No lo sentí así.
Paula se inclinó sobre el asiento y le asestó un húmedo beso al que Pedro respondió efusivamente. Lamentablemente, terminó mucho antes de lo que él hubiera querido. Ella volvió a su asiento y se acomodó el pareo, a pesar de tener los vaqueros debajo quería tenerlo en orden.
― Fácil. Yo no soy Paloma o mi madre, y a ti te gusta ir de compras ― lo último le llegó a Pedro con una nota de reproche.
― Genial, me vengo a enamorar de la única mujer a la que no le gusta ir de compras ― dijo.
Pensó entonces en lo que cada uno hacía y sí, definitivamente, en esa relación él se estaba convirtiendo en la chica.
Se detuvieron en un semáforo y ella se giró hacia él.
― No dije que no me gustara ir de comprar. Sólo que no desperdicio tanto tiempo en ellas Cambiando de tema, ¿a dónde vamos a ir esta noche?
El día anterior, Pedro le había anunciado que cancelara cualquier cita con sus hermanos, padres o sobrinos para esa noche, ya que tenía una sorpresa para ella. Una que Paula había tratado de resolver, pero Pedro era duro de roer.
― Es una sorpresa.
― Vale, al menos dime, ¿me va a gustar?
― Creo que sí.
Llegaron a la casa y desempacaron los regalos y para evitar que sus sobrinos encontraran los regalos, Paula decidió dejarlos en casa de Pedro. Se entretuvieron más de la cuenta, pero fue Pedro quien, pese a sus más fervientes deseos, puso fin a los besos y caricias y acompañó a Paula a su casa, recordándole que pasaría por ella. Se encontraron a Penelope y Pascual en la cocina, y estuvieron un platicando un rato con ellos. Luego de unos minutos, Pedro se despidió y Paula subió a su habitación para refrescarse un poco.
Desde la ventana de la cocina, Penelope observó a Pedro caminar y desaparecer en su casa. Se recargó contra el lavabo y exhaló hondamente.
― Creo que hacen una hermosa pareja.
― ¿Quiénes?
Alzando los ojos al cielo, Penelope se giró y le lazó el trapo de la cocina a su esposo, que cayó encima de su periódico.
― Pues Pedro y Paula, ¿de quién más podría ser?
Pascual enrolló su periódico, y miró a su esposa fijamente.
― Amor… ― canturreó con tono de advertencia. Se calló al verla alzar las manos y volverse hacia la casa de los Alfonso.
― No he hecho nada. Sólo dije que hacen linda pareja, eso es todo.
― Deja a los chicos vivir su vida.
Como un remolino, Penelope se dio la vuelta y caminó hasta quedar a dos pies de su marido y susurró:
― ¿Chicos? ¡Si casi tienen cuarenta! A su edad ya estaba criando cuatro hijos.
Pascual le tomó de la mano y la acercó hasta sentarla en sus piernas.
― Cariño, no todos tienen la suerte que nosotros tenemos ― dijo, dándole un beso en la mejilla ―. A algunos les lleva más tiempo saber a dónde pertenece su corazón.
Penelope asintió y descansó su cabeza en el pecho de Pascual con la familiaridad que se obtiene después de cuarenta años.
― Sé que puedo sonar paranoica, Pascual, pero no estaremos para siempre. Y sólo quiero que antes que algo nos pase, Dios no quiera, ver a mi hija feliz. ¿Me entiendes verdad?
― Claro que sí. Pero tienes que entender que eso no está en nuestras manos.
Ella asintió y se quedaron así unos momentos, cada quién perdido en sus propios pensamientos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario