Natalia Trujillo

viernes, 16 de diciembre de 2016

CAPITULO 46





― Nos vemos en la cena Pau.


Paula bajó del auto y se colocó en la puerta de copiloto, sonriendo a Patricio y Cristina.


Habían pasado las últimas dos horas sin parar de reír, no sólo en la pista de hielo, sino en el restaurante, donde Jesy los había consentido a todos y cada uno de ellos, en especial a Patricio, llevándole sólo a él, un pedazo de pastel de nata y fresas frescas. A Cristina pareció divertirle mientras que Pedro y Eric se pasaron el resto de la noche tomándole el pelo. Claro que Patricio se vengaba recordándole a Paula que él no era el que tendría un moretón de tamaño de Chicago en su trasero al día siguiente. Y era cierto. No sólo tendría un moretón, sino que le habían vendado la mano derecha y le habían dado un par de analgésicos en el puesto de primeros auxilios. A pesar de
sus protestas, Pedro le había dado de comer como a un bebita. Ale, quien parecía vivir en un mundo de ensueño, sólo canturreaba una y otra vez lo romántico que era.


Minutos después de las diez de la noche el éxtasis de los niños empezó a decaer y mostraron signos de cansancio, así que decidieron que era hora de dejarlos a sus respectivas casas. Pedro había llevado primero a la bella durmiente de Alejandra a la camioneta de Cristina, luego a una somnolienta Cata que quería aparentar una resistencia de la que carecía. A Patricio le había tocado transportar a se-ve-ligero-pero-pesa-una-tonelada-Charlie y había provocado risas entre los presentes cuando había murmurado que estaría convaleciente por meses luego de cargar a su pequeño sobrino.


Pedro se había quedado en el restaurante. En medio de los paseos con su novia, como Eric lo había hecho saber a medio mundo, se le había olvidado que tenía una visita de inversionistas al día siguiente. Pedro les soltó el secreto que estaba a punto de abrir dos sucursales un poco más pequeñas, pero con la misma calidad de servicio y comida de su taberna en el norte y suroeste de la ciudad. Y mañana y los próximos días estaría un poco ocupado, eso último lo dijo Eric mirando únicamente a la novia en cuestión. 


Paula intervino diciendo que pasaba menos tiempo en su
trabajo por su culpa, así que luego de una pequeña discusión, se despidieron con un beso de envidia, que si Ale hubiese estado despierta, todos estaban seguros que habría dado un gran suspiro y luego habría dicho algo como:
― Es tannnnn romántico.


La mano vendada había sido también noticia. Ya fuera alguno de sus hermanos o cuñados quienes fueran a recoger a sus tiernos retoños, parecían tener un radar de “busquemos las siete diferencias que tiene Paula ahora con la Paula antes de ir a la pista de hielo” y ¡bingo!… veían
ese pedazo de tela blanca adornando su muñeca a lo que ella sólo alzaba la mano y respondía con un tajante:
― No preguntes.


Luego de casi una cuarenta y cinco minutos de viaje, repartiendo niños por toda la ciudad, al fin Patricio y su “amiga” la pasaban a dejar a la puerta de su casa.


Extendió la mano derecha por inercia, para despedirse de Cris, pero luego la cambio por la izquierda y recibió un gran apretón de manos de la que tenía el presentimiento sería su futura cuñada.


― Hasta luego. Y mucho gusto Cris.


La rubia le dio una amplia sonrisa, por cortesía y afecta.


― Igualmente Pau. Y espero poder escuchar todas esas historias que tienes pendiente acerca de este chico ― agregó cabeceando hacia Patricio ―. Veremos si me conviene después de todo. Eso de no saber que su segundo nombre era Hércules me deja muy dudosa al respecto.


Paula abrió la boca en una gran O, y luego ambas mujeres se echaron a reír, compartiendo una complicidad femenina.


― Será un placer.


― Sí, sí, adiós Cleopatra ― despidió Patricio a su hermana con prontitud provocando más risas femeninas. Luego, Paula se quedó parada afuera de su casa, observándolos desaparecer en el horizonte. La chica le había caído bien después de todo.


Una ráfaga de viento helado le llegó de algún lado y su cuerpo se estremeció. Caminó hacia la casa, y entonces se dio cuenta que no había sacado llave de la casa. Podía tocar la puerta pero no veía luces prendidas, así que seguramente sus padres ya estarían descansando. Decidió dar la vuelta a la casa, y probar suerte con la puerta trasera. Vivían en un barrio seguro y si la puerta tenía seguro, de esa sí sabía dónde estaba la copia de seguridad. Rodeó la casa y caminó
disfrutando del silencio hasta que el olor a cigarro impregnó sus fosas. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa y se encontró a su padre sentado en las escalinatas.


― Papá, ¿qué haces aquí solo? ¿Dónde está mamá?


Pascual empezó a toser del susto que le había dado Paula y ella corrió a ayudarlo, dándole pequeños golpes en la espalda. Su respiración era agitada y en el alboroto había soltado el cigarrillo, del cual solo se podía ver la colilla brillar y empezar a apagarse. Con la mano en el pecho Pascual miró a Paula.


― Pau, no le des estos sustos a tu padre, por favor.


Ella le respondió con un ligero cabeceo y se sentó en las escalinatas, a su lado. Miró hacia la oscuridad interna de su hogar y después a su padre, con el ceño fruncido.


― ¿Dónde está mamá?


― Está durmiendo. Creo que le va a dar gripa o algo así. La mandé a dormir temprano.


Paula resopló y dejó salir una risa de incredulidad.


― Querrás decir que le habrás puesto algún somnífero en la bebida y entonces, se fue a dormir.


Su padre sonrió y la abrazó fuertemente.


― Ya sabes que no le gusta tomarse nada.


― No sé cómo sigue cayendo en la misma treta después de tantos años


― No cae. Simplemente es su forma de aceptar tomar un medicamento sin que se los tengamos que inyectar u obligarla a abrir la boca ― miró hacia la mano vendada de Pau y sonrió


―. Veo que hoy no te escapaste de tu mala suerte. ¿Debo preguntar?


Paula bajó la vista y exhaló, acariciando su mano.


― No, por favor. Sólo te puedo decir que parece ser que me sigue a todos lados. La mala suerte ― agregó para aclarar el punto.


― Ese es el mayor eufemismo que he escuchado en días ― dijo entre risas y luego miró hacia el camino por donde ella había aparecido ―. ¿Y ese milagro que no veo a Pedro pegado a tus ― miró su atuendo y se corrigió ― pantalones?


― Papá.


Pascual le dio un abrazo gentil mientras dejaba salir un largo y profundo suspiro, como si con ese suspiro estuviera recordando toda una vida.


― Es curioso, como se invierten los papeles. Hace años eras tú la que andaba detrás de él, y ahora, míralos ― la miró fijamente y le susurró contra las sienes ―. Lo tienes comiendo de la mano, querida.


Pau suspiró y cabeceó lentamente. Observó las luces encendidas en casa de los A. Seguro estarían cocinando o viendo televisión, Aun despiertos por el desajuste de horarios. Pensó en la hermosa vida hogareña que ellos tenían, la que sus padres tenían y… bajó la cabeza con la mirada triste.


― ¿Qué te pasa Pau?


Por unos instantes se había olvidado por completo que su padre se encontraba a su lado, con ella bajo el escrutinio de su mirada.


― ¿Por qué crees que me pasa algo?


― Cariño, a mi triste edad a este pobre viejo no se le escapa nada. Y menos contigo.


Aquello era verdad. A su padre no se le escapaba nada. Ni el más sutil murmullo o la más leve señal en lo que respectaba a ella. Siempre había sido un libro abierto para su padre, y al parecer, a pesar de los años ausentes, lo seguía siendo. Se encogió los hombros y suspiró.


― No lo sé, pá. Es…


Pascual asintió y esperó unos segundos, a ver si Paula agregaba algo más. Entonces él fue el que habló, dejando caer la idea en general.


― ¿Es sobre Pedro?


Algunas veces no se necesita un título en ciencias para saber que la mujer que estaba frente a sí, estaba en un dilema. Le dio un suave beso en la coronilla y le frotó la espalda, como cuando niña.


― Suéltalo Pau.


Ella lo miró y sintió su corazón estremecer. Con Pascual Chaves no se andaba uno por las ramas. Tomó la mano que le rodeaba su hombro y la colocó sobre su regazo, envolviéndola entre las de ellas.


― Vine a casa por un permiso de vacaciones. Un permiso que dentro de dieciocho días y ― miró el reloj de pulsera de su padre y agregó con cierto dramatismo en su voz ―… dieciocho horas expirará y tendré que regresar a mi otra vida. Una vida lejos de aquí. El tiempo se me está agotando y no sólo con lo referente a las vacaciones ― cerró los ojos y se tranquilizó ―. Sé que tú me dijiste que la vida no es más que papeles y trabajo, y durante la última semana no he dejado de pensar en ello. Pero abandonar lo que siempre he soñado, mi trabajo por… ― suspiro mortalmente abatida. No lo dijo, pero sabía que su padre entendería las palabras faltantes. Abandonar por Pedro. Sentía que algo apretaba su pecho y la dejaba con una sensación de vértigo en la piel, más allá de las palabras. Lo miró y le hizo la pregunta que llevaba haciéndose a sí misma por varios días ― ¿Qué debo hacer papá? No quiero ser la chica que se mudó a Omaha por un chico y terminó con sus sueños.


Pascual sonrió. Sólo Paula podía encontrar una metáfora en la película que habían visto días atrás. Pero entendía el punto. O al menos eso creía.


― Mira cariño, no sé qué decirte. Siento que esas son cosas de mujeres y que deberías de hablarlo con tu madre ― oyó el gemido de Pau y agregó ―. Sin embargo, lo que yo te puedo decir es que al final es tu decisión. Yo no puedo tomarla por ti cariño. Nadie puede, ni siquiera Pedro. Pueden platicarlo, ya sabes, tú y Pedro, y dile exactamente lo mismo que me dijiste a mí. Si te ama, te entenderá y llegarán a algún acuerdo. A mí, y estoy seguro que a tu madre también, nos daría un enorme gusto que te quedaras en San Francisco, pero entiendo lo que dices. Tú madre siempre ha dicho que los hijos han nacido para volar. Tú ya volaste hace mucho cariño ― ella bajó la mirada y esbozó una leve sonrisa. Sí, había volado hacía mucho, y no quería que ese viaje llegara a su fin por al menos unas tres décadas más. Pascual siguió hablando ―. Quizás te estás ahogando en
un vaso de agua ― la tomó de la barbilla, y se la acarició lentamente ―. Quizás tú ya sabes la respuesta, pero Aun no te has dado cuenta.


Paula estaba sin aliento. Las palabras de su padre retumbaban en sus oídos. Quizás tenía razón y se estaba ahogando en un vaso de agua. Tomó su mano suavemente y le dio un apretón que decía más que mil palabras.


― Pá, ¿te he dicho que eres un hombre sabio?


Pascual soltó un bufido y le dio un beso en la frente.


― No, pero me gusta oírlo. Y más viniendo de una científica loca como tú.


Ambos se echaron a reír, pero se callaron al segundo, al oír que los perros del vecindario armaban tanto alboroto por sus risas. Entraron a la casa minutos después, sin volver a tocar el tema de Pedro y el reloj biológico. Pascual sólo le dio un beso de buenas noches y se despidió.


Ya en su habitación, cambiada y luciendo una cómoda camisa de franela y unos pantalones de la misma textura, Paula se tumbó en su cama, esperando a que el sueño se adueñase de ella.


Se dejó caer sobre su espalda y miró al techo. Recordó la plática con su padre y concluyó, como excelente investigadora que era, que sólo tenía dos opciones y para su dolor de cabeza, quería ambas. En realidad, era egoísta, quería todo sin dar nada a cambio, cuando sabía muy bien que todo en esa vida tenía un costo.


Podía quedarse en San Francisco, con Pedro, buscar un trabajo en alguna preparatoria o universidad de los alrededores, cerca de su familia, y bueno, sin su hermoso telescopio óptico de diez metros y con Pedro. Ese era el punto, ¿no? Además, estaba a punto de iniciar una nueva faceta en su carrera comercial. No podía simplemente decirle “Cariño, nos vamos a España”, y que lo dejase todo por ella. ¿O sí? Se enderezó de golpe y se quedó sentada, apretando entre sus manos la sábana de poliéster amarilla.


¿A quién quería engañar? Ella no podía vivir sin ese maldito telescopio. En realidad no era el telescopio. Era lo que representaba.


Empezó a caminar de un punto a otro en su habitación, cruzando sus brazos sobre su pecho.


En Puerto Rico había perdido muchas cosas, la confianza en ella fue una, y el amor por su trabajo otra. Lo que le había dicho a Pedro era sólo una mínima parte muy resumida y maquillada de lo que en verdad había pasado. Había omitido al psicólogo, la cirugía, y el hecho que había perdido su trabajo y las ganas de vivir. Recuperar todo eso le había tomado tiempo, y además, no quería que Pedro cargase con ello. Sus brazos se aferraron a su cuerpo con fuerza, calmando los pequeños temblores que recorrieron su espina.


Ambos habían superado sus asuntos del pasado. Ninguno era el joven, metafóricamente hablando, que había sido cuatro años atrás.


Pero eso entraba en contradicción. Si ella no era la muchacha de cuatro años atrás, eso quería decir que no dejaría su trabajo así como así. Primero tenía que estar completamente segura de las cosas. Si las cosas no salían bien con Pedro, al menos querría estar segura que tendría un lugar al cual ir y lamerse las heridas. Se detuvo de golpe y miró su reflejo en el espejo.


¿Si las cosas no salían bien? ¿En verdad estaba pensando eso?


Bajó la mirada hacia el piso y aunque miraba sus pies envueltos en calcetas de color gris con adornos rosas, en realidad veía el rostro de Pedro. Sí, lo estaba pensando. Y lo peor es que sabía el porqué de su dubitación.


Él no le había dicho que la amaba.


Sí, le hacía el amor con ternura y pasión. Sí, la trataba como toda mujer sueña ser tratada, y sí, la miraba como si ella fuera el sol de su día y la luna de sus noches, pero esas palabras, esas tres malditas sílabas no escapaban de los labios de Pedro. Aunque si estaba haciendo un análisis, ella
tampoco las había dicho. Pero ella tenía una razón muy importante.


Cuatro años atrás, las había dicho a la primera ocasión, y había obtenido una patada en el trasero, un dolor de cabeza, una casi muerte espiritual y física, un desempleo y la lista seguía y seguía. Esta vez, quería estar segura.


Se volvió a dejar caer en la cama.


Todo esto era tan complicado. Y parte de “esto” era que no tenía con quien hablarlo. Se volvió a levantar y corrió hacia su bolso y conectó la computadora. Esperó a que cargase y cada segundo le pareció eterno. Su pie derecho era una representación solista de un baile de tap.


Cuando por fin cargó y se conectó con su dispositivo a la red, abrió su correo y empezó a escribir.


Una hora después, el dedo índice derecho apretaba el botón de “Enviar” al correo. Cuando vio la respuesta del servidor, tuvo el loco deseo de meter las manos en la red y recobrar ese correo.


Pero lo hecho, hecho estaba.


Cansada, y con la espalda tiesa, Paula se tiró en la cama, por fin, a descansar.




CAPITULO 45





― Vamos tía Pauly, corre, quiero patinar ya.


El entusiasmo de Alejandra era contagioso. Incluso la siempre apacible Cata estaba a punto de arrancarle el brazo a Paula para que se apresurara a llegar a la pista de hielo.


El pronóstico de la chica del canal cuatro había sido malditamente correcto durante toda una semana, no sólo tenían una capa de veinte centímetros de nieve sino que el agua de los estanques y lagos en la ciudad ahora eran las pistas de hielo más concurridas por la ciudadanía. Además, desde la última semana de noviembre habían empezado a abrir las pistas de hielo artificial, y ellos habían decido ir por seguridad a una de ellas. Después de mucho discutir, habían optado por ir a la pista en El Embarcadero, así podrían pasar a cenar a la Taberna. Benja había sido el de la idea, y a pesar de haber estado pensando con el estómago en vez de con la cabeza, había tenido una gran idea.


Dejó a las niñas y miró al trío que venía detrás de él. Charlie se quería hacer el mayor, observó Pedro, caminando lentamente al lado de su tío Patricio y Cristina, la “amiga” de Patricio.


Pedro tuvo que concederle al pequeño Benja su oportunismo para presentar a la chica. Paula y él ya no podrían seguir aguantado más los comentarios de sus padres. Gracias al cielo, no habían visto a Pablo después del fiasco intento de Paula por salir de su casa acaecido hacía una semana
o sería hombre muerto. Era notable ver como el pequeño Charlie empezaba a despertar sus dotes de Casanova. La conversación con Cristina era fluida a pesar de ser temas como videojuegos y caricaturas. Observó a la amiga de Patricio, y le calculó unos veintitantos, tenía además una melena rubia que parecía de portada y si bien a primera instancia uno creería que ella sería la tonta de esa relación, por la mirada que le lanzaba Patricio, no había duda de quién estaba enganchado. Se lo había tenido muy bien guardado. Volvió la atención a la chica y sí, tenía que reconocer, la chica tenía un buen cuerpo, y sí, según los estándares de la belleza, era realmente guapa.


Sin embargo su mirada dejó a la descomunal rubia para pasar a su Pau. Vestía unos vaqueros desgastados, unas botas negras largas, un suéter café demasiado suave al tacto que le provocaba ganas de no soltarla nunca más, una bufanda de tonos oscuros y unos guantes sintéticos negros. 


Llevaba un escaso maquillaje y su cabello alzado en una coleta por donde sus rizos caían.


Sus gafas de montura gruesa adornaban su bello rostro dándole ese aire de intelectual que siempre le acompañaba. 


Esa, pensó, era la clase de mujer que él quería para sí. 


Además, disfrutaba pasar el tiempo con Pau. Claro que adoraba hacer el amor con ella, pero no quería basar lo que tenían sólo en eso. Le gustaba platicar con ella, oírla hablar de su trabajo, o cuando llegaba a la cocina de su restaurante y se quedaba horas platicando con Jesy, o en ese momento, en que sus sobrinas la tiraban de un lado a otro para que se apresurar en llegar a la pista de hielo.


La única ocasión en la había visto sin palabras fue el día siguiente en que sus padres arribaran a San Francisco, luego que él le contase que su plan de escape había fallado y que su padre la había visto bajar por las enredaderas de su casa. Paula se había negado a hablar con él en todo el día. No por enojo, sino para evitar la vergüenza que ciertamente no pudo esconder. La pobre, ambos padres, los suyos y los de ella, no habían parado de reír en todo un día. Luego de
armarse de valor, Pau les había hecho cara, y había salido de la habitación. Dios, solo de recordar su cara roja, realmente roja sin comparación alguna, pero con la frente en alto, comiendo con toda la familia, los Alfonso y sus padres, lo hacía sentir tan condenadamente orgulloso.


Los chillidos de las niñas y el grito de Pau lo volvieron a realidad, arrancándole una carcajada. La mirada de auxilio que le lanzó Pau derritió su corazón, pero se negó a ayudarla. Era más divertido ver como sus sobrinas acababan con ella.


― ¿No la vas a ayudar? ― pregunto Patricio ―. Las niñas parecen querer arrancarle un brazo cada una.


Cata y Ale parecieron oír a Patricio y jalaron a Paula con tanta fuerza que casi la hace tropezar.


― No, ella lo está manejando muy bien.


― Sí, claro. Piensa en eso cuando te cierre la puerta esta noche sin tu beso de buenas noches.


Oyó la risa de Cristina y Charlie, quien buen señor, pareció entender la broma. Pero Pedro no se preocupaba por ello. Paula no le haría eso, estaba seguro.


Por fin llegaron a la cerca blanca, que delimitaba la alfombra verdusca artificial de la pista de hielo, y a pesar de ser temprano, el lugar estaba muy concurrido. Se oían los filos de los patines deslizarse por el hielo, las risas de los niños y adultos, música al fondo y mucha conversación flotando de todos lados. Ale pareció cansarse de su tía Paula y lo atrapó entre sus pequeños dedos.


― Tío Pedro, no dejes que Charlie me empuje ― dijo mientras señalaba a su hermano mayor, retándolo a decir algo.


― Llorona ― murmuró Charlie y se dio la vuelta. Los adultos lo oyeron pero se aguantaron la risa.


Pedro tosió un par de veces para sofocar la risa.


― Nadie va a empujar a nadie, ¿entendido?


Charlie asintió de mala gana.


― ¿Podríamos apurarnos? ― dijo Cata con voz muy alta, mientras sus manos acampaban en su cintura ―. Quiero patinar ya. Estas mallas me pican pero si patino no pensaré en eso.


Era de todos sabido que Cata odiaba la ropa de niña mientras que su madre parecía insistir en vestirla como una muñequita de porcelana. Ese día Paloma la había vestido con unas mallas rosadas con flores de múltiples colores y su gorro de estambre tenía una enorme flor morada. Sí, la verdad era que había que sentir pena por Cata.


Paula se inclinó para acomodarle unas hebras de cabello a Cata y sonrió.


― Tu mamá a veces no tiene sentido de la moda.


― Es lo mismo que le dije, tía. Y mira con lo que acabé.


Todos sonrieron ante la vivacidad con la que Cata respondía.


Benja, Cristina y Charlie fueron por los patines mientras que Cata y Ale se sentaban en unas de las bancas y empezaban a quitarse los zapatos. Paula llegó al lado de Pedro, con sus brazos en jarras y una ceja alzada.


― Gracias por la ayuda.


Pedro se acarició la barbilla, pretendiendo no saber que hablaba pero cuando la ceja de Pau se alzó Aun más, sonrió y dejó caer la mano.


― Te veías encantadora ― se acercó y la tomó entre sus brazos, que parecían saber cómo acomodarla sin mucho esfuerzo.


― Sí claro. Esto te va a costar.


La risa de Pedro se extendió.


― Creo que puedo negociar. Ven aquí.


Se inclinó y le dio un beso. Adoraba besarla y deleitarse con su sabor. Su intención había sido un simple beso, pero por Dios, no podía obtener demasiado de ella. Las manos de Pau fueron detrás de su cuello y…


― Uf, por favor, no aquí.


La voz de Cata, en un tono entre sarcástico y broma los detuvo. Paula se separó y Pedro se vio a si mismo limpiándose parte del brillo labial, aunque transparente, lo sentía Aun en su boca.


Mientras que Cata, descalza y con sus mallas rosadas volando por el aire los miraba con repugnancia y muecas de arrojar en cualquier momento. Ale tenía las manos entrelazadas y escondidas debajo de su barbilla y sus ojos parecían brillar como dos perlas.


― Es tannnnn romántico.


Pedro la acarició la nariz a Ale y ella aleteó sus pestañas.


― Demasiado amor para ti por esta noche pequeña. Oh… Ahí viene el tío Patricio.


― ¡Patines! ― gritaron ambas niñas al mismo momento.


― ¡Tío Patricio, apúrate! ― Cata extendió sus manos y tomó rápidamente los patines verdes.


Ale le arrancó literalmente de las manos los rosados y Charlie se sentó al lado de las niñas para colocarse los suyos, unos negros con figuras plateadas. Dejaron a Cristina y Patricio sentarse y ponerse sus respectivos instrumentos. 


Patricio acabó rápidamente, se levantó presumiendo su
altura artificial y caminó hacia su hermana y Pedro, para después mirar hacia los niños.


― Juro que no sé de dónde sacan tanta energía estos niños. A su edad…


― Eras tres veces peor ― declaró Pau ―. ¿O ya olvidaste la vez en que te mordió el perro de la señora Leigh?


― Era un perro malo.


Pedro abrazó a Paula del hombro y ella mientras, le lanzó una mirada cargada de ironía a su hermano.


― ¿Y el que le hubieses jalado la cola no tuvo nada que ver?


Cristina se soltó a las risas y Patricio, para sorpresa de todos, se sonrojó.


― Te puedo dejar mal con Pedro, ¿sabes?


Los dedos de Pedro se entornaron con fuerza en el hombro de Paula y ambos soltaron una carcajada larga y llena de complicidad.


― No creo que sirva de mucho ― Pedro se inclinó para besar la cabellera de Pau ―. He estado presente en la mayoría de las viejas pequeñas meteduras de tu hermana. Y de las nuevas ― por este último comentario, Pedro se ganó un golpe en las costillas.


― Así que aquí la que te puede dejar mal soy yo hermanito.


Viendo Patricio que tenía la derrota asegurada, suspiró abatido. Cristina se levantó, ya con los patines puestos y sonrió hacia Paula.


― Paula, yo si estoy interesada en saber esas historias.


― Desde luego que no ― Patricio caminó torpemente hacia sus sobrinas y las tomó a cada una de la mano ― Vamos niños, antes que su tía arruine mi reputación de niño bueno.


Todos soltaron a reírse, y pese a las insistencias de Patricio, las niñas decidieron esperar a Pedro y Paula. Cuando finalmente todos estuvieron bien preparados, entraron a la pista en parejas. Pedro con Ale, Paula con Cata y Cristina con Charlie. Benja entró el ceño fruncido y mirando a su sobrino con recelo. Paula encontró encantador ver a su hermano menor enamorado. Luego observó a Pedro jugando con Ale, llevándole de un lado a otro con la mano agarrada. 


Cata pareció querer un poco del mimo de su tío Pedro también ya que le preguntó a su tía por qué no iban con el tío Pedro un rato. Al final Pedro acabó con las dos revoltosas, una en cada mano y llevándolo de un lado a otro. Cuando él le lanzó una mirada de auxilio, ella sólo se encogió de hombros y se mordió los labios para aguantar la risa.


Los observó perderse entre la multitud y comenzó a patinar disfrutando del momento. Sus pies se sentían un poco raros por los patines y le costaba poder dar las vueltas, moverse de un lado a otro y esquivar a uno que otro perdido igual que ella. Miró los círculos de colores en la pista y alzó la mirada hacia los focos multicolores. Al fondo de se podía ver el edificio del ferry marcando la hora de esa noche. Las siete con veintiocho minutos y cada segundo pasando.


Se detuvo en el borde de la pista y se recargó contra el muro de plástico, sin dejar de mirar las manecillas del reloj. Faltaba exactamente una semana para Navidad, y si los cálculos no le fallaban a Paula, le quedaban dieciocho días y veintitrés horas para que sus vacaciones tocaran fin. Y entonces tendría que regresar a casa, a su trabajo, a una vida que estaba a miles de kilómetros de San Francisco… y de Pedro. Llevaba ya dos días sin dormir bien, pensando solamente en que el tiempo se le estaba acabando.


Su mente era una revolución de ideas. Le llegaba la madrugada hasta que por fin el cansancio la vencía, para despertarse una o dos horas después. ¿Por qué se complicaba tanto la vida? ¿Por qué no podía simplemente tomar una decisión y ya? Eso era lo malo de ella, y estaba seguro que de todas las mujeres del mundo. Que no paraban de pensar. Contrario a los hombres que sólo actuaban, y si metían la pata, pedían disculpas, las mujeres meditaban una y otra vez las decisiones que iban a tomar, no pensando en el hoy, sino en el mañana y en el después. Así eran casi todas, y para bien o para mal, así era ella. Quizás era el precio por ser inteligente. Cuando estaba con Pedro toda preocupación desaparecía, todo momento de angustia y de duda se esfumaba, pero como no estaba con el las veinticuatro horas del día, llegaban esos momentos en los que su mente se ponía a pensar. Y no sólo con respecto a Pedro, sino con toda su vida en general. Oyó risas infantiles a su lado y observó a dos niños pasar a su lado, uno detrás del otro. Apretó los labios e inhaló hondamente pensando en la gran decisión que tenía por delante. Miró al cielo y se entristeció al no ver ninguna estrella, así que distraída dio un paso hacia atrás y dio la vuelta para volver al ruedo de la pista, pero no se fijó en la otra persona que venía en su misma dirección.


Golpeó contra un pecho ancho y a pesar de la ayuda que el extraño quiso proporcionarle, ambos cayeron al piso chillando en el lapso. Paula metió la mano derecha que amortiguó un poco la caída, pero su cadera golpeó contra el hielo seco y la parte trasera de sus vaqueros empezó a absorber el líquido del hielo derretido. Gimió de dolor y después de tallarse la mano adolorida, abrió los ojos. Se encontró contra unos ojos azules clarísimos que la miraban con curiosidad. Se imaginó a sí misma la pinta que debía de tener tirada en el piso, y se sonrojó.


― Lo siento, no me fijé al dar la vuelta.


― No te preocupes belleza. ¿Estás bien?


¿Belleza? Paula no supo si reír o llorar. El pobre se debió de haber pegado con más fuerza de la que ella suponía.


― Lo siento, no estaba mirando.


― No importa, siempre es agradable ver lo que depara el día… o la noche. ¿Vienes sola?


Le dio una tímida sonrisa y observó que hombre era guapo, pero no su tipo, aunque sí tenía unos ojos muy lindos. La gente empezó a rodearlos y Paula comenzó a sentirse cada vez más tonta. El hombre se levantó rápidamente y le tendió la mano a Paula, pero cuando ella trató de estirarla, su brazo se entumeció, y gritó.


― Vaya, parece que te hiciste daño. ¿Quieres que te lleve a que te chequeen?


Paula se tocó la muñeca con la mano sana y sintió como si mil agujas se enterrasen en su muñeca. Apretó los ojos y se tragó el gemido.


― En realidad vengo…


― Pau, ¿estás bien? ― Pedro apareció de la nada, haciendo una maniobra digna de todo un profesional y se inclinó sobre ella ―. Te vimos caer y Dios, ¿estás bien?


Ella asintió y deseó desaparecer del lugar. Convertirse en un pequeño leptón y ser invisible al ojo humano. 


Desgraciadamente eso no sucedió.


― Es una tontería. Sólo ayúdame a levantarme ― miró detrás de él y no vio a quienes suponía debían estar ―. ¿Dónde están las niñas?


― Se quedaron con Patricio, del otro lado de la pista. ¿Estás bien?


El hombre se arrodillo y miró a Pau, luego a Pedro.


― Lo siento pero parece ser que su… ¿esposa? ― aventuró el tipo, pero no obtuvo respuesta y prosiguió ―, se lesionó la muñeca por la caída, además del golpe en su cadera.


Pedro la tomó de la mano herida suavemente y se inspeccionó con cuidado. Si alguien sabía de heridas de manos era él. Le dio la vuelta y la movió delicadamente, sintiendo las leves vibraciones que emitía su cuerpo ante la molestia.


― ¿Te duele mucho, nena? ― siguió inspeccionando y suspiró aliviado al sentir que no era ni fractura ni fisura, simplemente una hinchazón y el golpe.


Lo que a ella le dolía era otra cosa, así que asintió rápidamente, mientras se mordía el labio inferior.


― Sí, sí, sólo levántame y sácame de aquí.


― Hay un establecimiento de primeros auxilios en la entrada ― señaló el hombre y miró a Pedro―. Si quiere la puedo llevar hasta ahí mientras usted busca a las niñas.


Oh, eso sí que no. Poniéndose de pie, y haciendo acopio de los años de experiencia de su vida californiana y neoyorquina, levantó a Paula en brazos, como si no pasara nada. Sin embargo, el golpe en el trasero sí que dolía, pensó Paula.


― No lo creo chico ― contestó secamente Pedro.


― Gracias de todos modos ― gritó Paula al hombre por encima del hombro de Pedro. Era lindo verlo celoso para variar, aunque ella en realidad no había hecho nada para alentar al otro hombre. ―. Un gracias no habría sido de más, él estaba tratando de ser amable.


La expresión de Pedro era seria y su mandíbula mostraba la tensión acumulada en su cuerpo.


― Él estaba tratando de flirtear contigo.


Paula soltó una carcajada y se dejó envolver en los brazos de Pedro, sin embargo el movimiento provocó que su muñeca lastimada se moviera, y ella gimiera de dolor. Pedro se detuvo y la miró preocupado.


― Estoy bien. Es sólo un golpe. Y si él tipo está flirteando, yo no me fije. Estaba más o menos ocupada con el culo tendido el piso y una muñeca adolorida.


La sinceridad y el sentido de humor de Paula relajaron la tensión en Pedro. Llegaron a una de las salidas de la pista y casi chocaron con la manada de gente que venía hacia ellos. 


La primera en hablar, con su mirada brillando como dos estrellas, y sus manos colocadas debajo de su barbilla fue Ale.


― ¡Es tannnnn romántico! ― murmuró completamente enamorada de la imagen que estaba viendo. Su tía en los grandes brazos de su tío Pedro, como en los cuentos de hadas.


Cris, Patricio y Cata se acercaron y le preguntaron en unísono:
― ¿Estás bien?


― Sí, solo mi orgullo está herido.


― Mamá siempre me da un beso cuando me lastimo ― comentó Ale chica, compartiendo sus remedios caseros ―. Eso alivia un poco.


Cata, con una mano en la cintura y la otra acariciando la barbilla asintió afirmativamente.


― A mí mi mamá igual me da un besito, para curar ― luego, como si se hubiera dado cuenta de lo que había dicho, agregó rápidamente ―, pero un beso chiquito. No me gusta que me babee toda.


― Gracias por el consejo, ahora vayan a seguir jugando y no hagan lo mismo que su tonta tía.


Los cinco miembros acataron la orden, y regresaron a la pista. Pedro se quedó con ella y le ayudó a quitarse los patines. Cuando se los hubo quitado, le colocó las botas, mientras que Paula pensaba que ese simple acto, como quitarle y ponerle zapatos parecía un acto tan íntimo como
hacer el amor, y el hombre tenía ingenio para ambas cosas. 


La de poner y quitar zapatos obvio.


Luego se sentó a su lado y repitió el proceso. Paula trató de acomodarse en la banca pero la cadera y el coxis no la dejaron moverse más de un milímetro. Harta de su mala suerte, gimoteó.


― Sólo a mí me puede pasar estas cosas. Cocino como una diosa, pero me quemo como una vela. Quiero hacer mi truco de escapismo de tu casa y me pillan tus padres ― se inclinó hacia él y le susurró ―, ¡y sin bragas encima, por Dios bendito! ― luego señaló hacia la mano convaleciente


― Y ahora esto.


Pedro sabía que era hombre muerto si se reía, así que optó por seguir el consejo de su sobrina.


― ¿Un beso para que se cure?


Pau hizo una mueca y ruidos nada femeninos con la lengua. Aun así, Pedro tomó su mano herida y le dio un suave beso en la piel blanquecina. Paula sintió su piel arder. Un simple besito y ya estaba lista para la acción. Hay que ver lo que hace el buen sexo con una mujer de coeficiente intelectual de más de 180.


― ¿Qué te parece? ¿Mejor?


― Un poquito ― contestó tragando una burbuja de opresión.


― Bueno, habrá que mejorarlo


Pedro volvió a darle pequeños besos y sí, estaba mejor, casi ni sentía la mano, es más, ni siquiera sentía los huesos de todo el brazo. Luego subió hasta quedar rozando sus labios, pero sin darle el tan anhelado beso.


― Creo que también ese hermoso trasero ha de estar adolorido ― susurró contra sus labios.


― Oh sí, mucho ― respondió ella, mirando sus labios, buscando el beso, inclinándose para encontrar los labios de Pedro.


― Una lástima ― dijo al fin Pedro, alejándose de ella y sentándose recto ― Si le doy un beso para que se cure podrían detenernos por alterar el orden público.


Los ojos de Pau se abrieron cada vez más.


― Serás… ― sin pensarlo, le dio un golpe en el hombro… con la mano derecha―. ¡Auch! ¡Lo hiciste apropósito!


Las manos de Pedro envolvieron rápida pero suavemente su mano y se la acarició. Estaba seguro que no estaba fracturada pero la llevaría a checar por si las dudas. Le dio un besito, sólo para reconfortarla. Sí, lo había hecho a propósito, pero así, se le había olvidado un poco el dolor.


Aunque por la mirada de Paula, parecía que no se lo iba a perdonar fácilmente.


― Me vas a tener que recompensar esto con mucho, pero mucho…


Esa pausa hizo sudar a Pedro. Ya casi podía imaginar la escena. Ella desnuda y sus labios deslizándose por toda su espalda, bajando hasta esos firmes y deliciosos globos y… se movió incómodo por la erección que parecía despertar como girasol en primavera.


― ¿Sí, querida?


Pau le dio su mejor sonrisa.


― Chocolate. Casero. De Jesy.


La imagen de ensueño en la mente de Pedro explotó al oír el nombre de Jesy. Adoraba a su colega. Era una de sus mejores amigas, pero por Dios, cuando llegaba con Paula, Jesy la monopolizaba y el quedaba relegado a otra dimensión. La dimensión de Olvidemos-A-Pedro-Y-Platiquemos-Por-Horas.


― Eso no es justo ― comentó alzándola en brazos y llevándola hacia donde supuso estaban los de primeros auxilios.


Pau descansó una mano sobre su cuello y sonrió ampliamente.
― Tú empezaste.


Ninguno de los dos se dio cuenta del escrutinio de dos jóvenes pares de ojos. Un par con una mirada tan brillante como el fulgor de dos estrellas y el otro par mortalmente aburrido.


― ¡Es tannnnn romántico! ― murmuró una.


La otra solo soltó un bufido y regresó a patinar.