Natalia Trujillo

viernes, 16 de diciembre de 2016

CAPITULO 44





Sin previo aviso, las gotas de lluvia fueron reemplazadas por la primera nevada de diciembre. Primero un pequeño copo de nieve, luego otro y otro, y luego una lluvia lenta, tenue y
suave de nieve empezó a rodear la ciudad. La temperatura también cayó, grado a grado, y el rocío de la madrugada junto con el agua de lluvia que había caído horas antes habían creado una película delgada de hielo en todos lados. 


Regresaron a la casa en un silencio apacible, cómo si
compartieran toda una conversación sólo con sus respiraciones y miradas.


Yaciendo desnuda encima del cuerpo también desnudo de Pedro, Paula observaba fijamente como su dedo índice derecho se deslizaba sobre el cincelado perfil de Pedro. Veía las comisuras de sus labios curvarse y ella sonreía sólo porque sí. A pesar de la temperatura en el exterior, la vieja casa conservaba calor interno que parecía mantenerlos en un mundo aparte.


El viento silbó y se filtró en las orillas de la ventana. Paula dejó de jugar y dejó su mano sobre sus labios, para mirar hacia afuera. La nieve seguía cayendo y tal vez en una semana toda la ciudad tendría un hermoso manto blanco sobre ella. La mano de Pedro tomó la suya y empezó a
morderle lentamente la parte interna de su palma. Paula lo miró y los ojos grises de Pedro le devolvieron la mirada.


― Mañana le diré a Patricio que su chica del clima del canal cuatro no se equivocó.


Pedro detuvo las caricias y frunció las cejas.


― La chica del clima de ese canal jamás se equivoca.


― ¿Tú también?


Él tuvo de la decencia de sonreír.


― Me gusta estar informado.


― Sí claro. Tú informado ― le dio un golpe en el pecho con la mano que tenía libre.


De pronto se vio boca arriba, con el cuerpo de Pedro aprisionándola, y los fuertes músculos fijándola a la cama. Sus manos estaban ahora a un costado cada una de su cuerpo, prisioneras de las manos de Pedro.


― Es la verdad. Ahora mismo tengo un buen pronóstico ― escondió su cabeza en la curva de su cuello y le dio un pequeño beso, más un roce que una caricia como tal. Sonrió al oír su suspiro.


Adoraba el sonido que salía de sus labios cuando la tocaba, aunque sabía qué hacía trampa. El cuello y el vientre eran dos de sus zonas más sensibles y él le sacaba provecho a ello. Bajó de su cuello a uno de sus pechos y lo lamió como si fuera de chocolate ― Al parecer habrá calor los próximos quince minutos, que irá incrementando de temperatura por no sé… ¿diez minutos más?


― Oh sí, diez más ― susurró Pau, con la voz enronquecida


“¡Por Dios! Soy una ninfómana”, pensó Pau. No hacía mucho que acaban de terminar y ya quería repetir. Ya podía sentir la bola de fuego formarse en su vientre y bajar hacia sus partes
femeninas. Las manos callosas de Pedro no la soltaban pero sí bajaron de nivel junto con su dueño.


La boca de Pedro devoraba cada parte de su cuerpo y seguía bajando.


― Luego, el pronóstico dice que entraremos en un desierto ― susurró contra su vientre provocando espasmos por todo el cuerpo de Paula ―, y después… Hmmm… creo que quizás en una hora la humedad empezará a aumentar a pesar del calor.


― ¿Una hora? Oh no, no creo que pueda aguantar toda una hora.


Sintió los labios curvarse contra su cuerpo y deseó darle un buen golpe por su exceso de confianza, pero ahora mismo tenía otras cosas en la cabeza. Después, se dijo a sí misma. 


Después ella lo castigaría.


Los dedos masculinos entraron ahora en contacto con la parte superior de su monte de Venus y sólo entonces Paula se dio cuenta que ya no era una prisionera. Aun así quedó en la misma posición, dispuesta a soportar las atenciones de su amante. Podía oír rugir su corazón, y casi podía oír los latidos de su corazón en su oído. Su mente sólo murmuraba una y otra vez en silencio el nombre del causante de tanto placer. PedroPedroPedro


― Pedrito, ¿estás en casa?


La voz femenina proveniente del piso de abajo los dejó a ambos congelados por un segundo.


Sólo había una persona que después de casi cuarenta años le llamaba Pedrito al gran héroe del deporte, Pedro Alfonso.


Victoria Alfonso, mejor conocida como la madre de Pedro.


Paula aventó a Pedro al otro lado de la cama. Incluso la temperatura de la habitación pareció bajar, y el estado de desnudez de ambos era más un problema que una solución.


― Dios, son tus padres ― musitó Pau, mientras salía disparada de la cama, presa del pánico, olvidándose de todo pudor. Se tiró al piso extendiendo las manos y tanteando a su alrededor. Sin las gafas no veía. Punto. Oyó la risa ahogada de Pedro y se levantó, quedando de rodillas. ―. ¿De qué te ríes, pedazo de tonto? ¿Dónde están mis bragas?


Vio a Pedro acercarse. Mejor dicho, vio una mancha que supuso era Pedro acercarse a ella.


― Tranquila, Pau.


― Dios, ¿por qué me odias tanto? ― Oía los ruidos provenientes de la sala y pidió al Todopoderoso sólo unos minutos más.


― No sé cuál es el problema. Tus padres saben dónde estás ahora mismo. No creo que a los míos les importe.


Paula se tapó los oídos y cerró los ojos con fuerza. Sólo a ella le pasaban esas cosas. Se colocó las gafas y fue por el vestido rojo que estaba hecho un charco de tela en la entrada de la habitación. ¿Dónde rayos estaban sus bragas?


― Sí dices que estoy aquí ― susurró a gritos Pau mientras se pasaba los tirantes por los brazos y se colocaba el vestido ―, mis piernas se quedarán cerradas para ti y mis bragas se
quedarán justo donde están.


― ¿En algún lugar tiradas en mi piso? ― Paula no aguantó más y le aventó una almohada que había en el piso. El golpe fue leve, pero el ruido fue alto. Pedro se quitó la almohada de la cara y suspiró ―. Vale, ya entendí.


Observó a Pedro salir de la cama y como era su habitación, sólo tuvo que extender la mano para encontrar ropa interior, camisa y pantalones limpios. Irritada, Pau encontró sus sandalias y se colocó el abrigo encima del traje. Metió cada una de las sandalias dentro de los bolsillos de la gabardina y después de una rápida inspección a su atuendo exhaló mientras caminaba hacia la ventana de la habitación.


― Se supone que tú eres el que debe huir de la habitación, temiendo que mi padre nos encuentre en una situación comprometedora y tengamos que casarnos forzadamente. Buen Dios, a lo que hemos llegado en este siglo.


Abrió ventana y una ráfaga de viento frío, cortante entró en la habitación. Pedro chilló, atrapado con la camisa que se estaba colocando en ese momento. Paula sacó una pierna por la ventana y sólo entonces Pedro entendió sus intenciones.


― ¿A dónde crees que vas? ― preguntó horrorizado, sin importarle alzar la voz.


― ¡Que no ves! ― gimió desesperada Paula y luego sacó la cabeza ―. Tú entretenlos mientras me libro de esta.


Pedro sentía que su pecho iba a explotar en cualquier segundo. Caminó lentamente hacia ella, temeroso que alguna impresión le provocara que perdiera el equilibro y cayera. No estaban en el décimo piso precisamente, pero no quería pensar siquiera en el bello cuerpo de Paula siendo
herido. Se colocó a su lado y trató de tomarla de la mano, pero ella ya estaba buscando la forma de salir de ahí.


― Pau… esto es…


― Necesario ― interrumpió Paula―. Gracias al cielo no le temo a las alturas o estarías en un problema.


Viendo que no podría razonar con ella, sólo le dio un último beso de despedida y le acarició lentamente la barbilla.


― Esta bien, sólo trata de no romperte algo al bajar. Me gustas así como estás, para variar.


― Gracioso. Ahora sal y entretén a tus padres mientras yo busco una manera de salir decentemente de todo esto.


― Yo sigo diciendo… ― pero la mirada que Pau le echó lo calló ―. Nada, nos vemos, Einstein.


Pedro se dio la vuelta pero pudo escucharla susurrar:
― Sí claro. No creo que Einstein hubiera estado en un aprieto como este.


Salió de la habitación y bajó las escaleras hacia dónde había luces encendidas. Lo intentó primero en la sala pero sus padres no estaban por ahí, entonces oyó las voces de sus progenitores venir desde la cocina y caminó hacia allá.


Su madre vestía un abrigo café e iba vestida con más ropa de la necesaria dentro de una casa, pero sabiendo que acababa de llegar de unas largas vacaciones por las islas caribeñas, Pedro le concedió esa parte. Victoria se giró y exageró el estremecimiento que sentía recorrer su cuerpo.


― Por Dios, que frío hace. Se me había olvidado que estábamos en diciembre.


Pedro sonrió y caminó hacia ella, para darle un fuerte abrazo. Sus ojos parecían brillar y su tez estaba bronceada, producto de las largas horas en el sol.


― Hola mamá, ¿qué tal el viaje?


Los ojos grises de su madre, iguales a los suyos, o mejor dicho, por los cuáles había heredado los suyos se agrandaron y Pedro pensó que se iba a poner a llorar.


― Oh Pedrito, fue genial. La playa, Dios, y esos peces, y el color del mar, no lo puedes creer. Nada de ese azul grisáceo que hay aquí en la bahía. No es un solo tono de azul, son miles, incluso hay morados y la gente, maravillosa. Y la comida…


Pedro le dio unos leves golpecitos en la espalda y sonrió, mirando de un lado a otro.


― Tranquila, ma. Mañana me puedes contar, ¿y dónde está papá?


Victoria alzó los ojos al cielo, soltó a su hijo y caminó hacia la cafetera.


― Fue a la oficina. Quería llamar al despacho y dejar un aviso que ya había llegado. Ya sabes cómo es tu padre. ¿Y tú como estás cariño? ― Se sirvió la taza de café y miró detenidamente a su hijo. Se llevó la taza a los labios, pero se detuvo en el último segundo, mirando con más atención a
Pedro ―. ¿Qué te ha pasado? Te ves radiante. Dudo que sea el sol de San Francisco.


― Estoy bien mamá. Muy bien a decir verdad.


Sorbió la negra sustancia y dejó que calentara su sistema un segundo. Luego volvió a mirar a su hijo. Había algo más. Algo…


― Esa mirada. Yo la he visto antes ― dejó la taza en la tabla y caminó hacia Pedro ―. ¿Es que hay algo que me quieras decir?


Pedro pensó en Paula. Y sonrió. Por lo que Paula le había contado, había vetado a su madre para que ella hablase con Victoria y se pusieran a comprar juntas ropa de bebé. 


Aquello había producido risas entre ambos, pero a él lo había dejado pensativo. Ropa de bebé. Un bebé. Un bebé de Paula y él. Su pecho se ensanchó de un sentimiento de posesión masculina y sin dejar de sonreír, miró a su madre.


― En realidad sí, pero puede esperar a mañana.


Juan Alfonso entró en la cocina. Con su siempre mirada asesina, su padre no mataba ni a una mosca, más bien, era un dulce cachorrito como decía su madre. Pero eso sí, adicto al trabajo. Le había tomado semanas a Victoria conseguir que él por fin se diera un descanso y por la tez de su piel y los kilos que parecían sobrarle, parecía haber disfrutado. Se encontraron a medio camino y ambos hombres se dieron sonoras palmadas en la espalda como saludo.


― Viejo, ¿qué tal? ¿Ya extrañabas tu trabajo verdad?


― Bien hijo, sólo tengo una duda.


Pedro lo miró intrigado.


― Claro.


― ¿Me quieres decir que hacía Paula Chaves bajando por las enredaderas de nuestra casa y huyendo como una criminal hacia la suya?











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