Natalia Trujillo

viernes, 16 de diciembre de 2016

CAPITULO 46





― Nos vemos en la cena Pau.


Paula bajó del auto y se colocó en la puerta de copiloto, sonriendo a Patricio y Cristina.


Habían pasado las últimas dos horas sin parar de reír, no sólo en la pista de hielo, sino en el restaurante, donde Jesy los había consentido a todos y cada uno de ellos, en especial a Patricio, llevándole sólo a él, un pedazo de pastel de nata y fresas frescas. A Cristina pareció divertirle mientras que Pedro y Eric se pasaron el resto de la noche tomándole el pelo. Claro que Patricio se vengaba recordándole a Paula que él no era el que tendría un moretón de tamaño de Chicago en su trasero al día siguiente. Y era cierto. No sólo tendría un moretón, sino que le habían vendado la mano derecha y le habían dado un par de analgésicos en el puesto de primeros auxilios. A pesar de
sus protestas, Pedro le había dado de comer como a un bebita. Ale, quien parecía vivir en un mundo de ensueño, sólo canturreaba una y otra vez lo romántico que era.


Minutos después de las diez de la noche el éxtasis de los niños empezó a decaer y mostraron signos de cansancio, así que decidieron que era hora de dejarlos a sus respectivas casas. Pedro había llevado primero a la bella durmiente de Alejandra a la camioneta de Cristina, luego a una somnolienta Cata que quería aparentar una resistencia de la que carecía. A Patricio le había tocado transportar a se-ve-ligero-pero-pesa-una-tonelada-Charlie y había provocado risas entre los presentes cuando había murmurado que estaría convaleciente por meses luego de cargar a su pequeño sobrino.


Pedro se había quedado en el restaurante. En medio de los paseos con su novia, como Eric lo había hecho saber a medio mundo, se le había olvidado que tenía una visita de inversionistas al día siguiente. Pedro les soltó el secreto que estaba a punto de abrir dos sucursales un poco más pequeñas, pero con la misma calidad de servicio y comida de su taberna en el norte y suroeste de la ciudad. Y mañana y los próximos días estaría un poco ocupado, eso último lo dijo Eric mirando únicamente a la novia en cuestión. 


Paula intervino diciendo que pasaba menos tiempo en su
trabajo por su culpa, así que luego de una pequeña discusión, se despidieron con un beso de envidia, que si Ale hubiese estado despierta, todos estaban seguros que habría dado un gran suspiro y luego habría dicho algo como:
― Es tannnnn romántico.


La mano vendada había sido también noticia. Ya fuera alguno de sus hermanos o cuñados quienes fueran a recoger a sus tiernos retoños, parecían tener un radar de “busquemos las siete diferencias que tiene Paula ahora con la Paula antes de ir a la pista de hielo” y ¡bingo!… veían
ese pedazo de tela blanca adornando su muñeca a lo que ella sólo alzaba la mano y respondía con un tajante:
― No preguntes.


Luego de casi una cuarenta y cinco minutos de viaje, repartiendo niños por toda la ciudad, al fin Patricio y su “amiga” la pasaban a dejar a la puerta de su casa.


Extendió la mano derecha por inercia, para despedirse de Cris, pero luego la cambio por la izquierda y recibió un gran apretón de manos de la que tenía el presentimiento sería su futura cuñada.


― Hasta luego. Y mucho gusto Cris.


La rubia le dio una amplia sonrisa, por cortesía y afecta.


― Igualmente Pau. Y espero poder escuchar todas esas historias que tienes pendiente acerca de este chico ― agregó cabeceando hacia Patricio ―. Veremos si me conviene después de todo. Eso de no saber que su segundo nombre era Hércules me deja muy dudosa al respecto.


Paula abrió la boca en una gran O, y luego ambas mujeres se echaron a reír, compartiendo una complicidad femenina.


― Será un placer.


― Sí, sí, adiós Cleopatra ― despidió Patricio a su hermana con prontitud provocando más risas femeninas. Luego, Paula se quedó parada afuera de su casa, observándolos desaparecer en el horizonte. La chica le había caído bien después de todo.


Una ráfaga de viento helado le llegó de algún lado y su cuerpo se estremeció. Caminó hacia la casa, y entonces se dio cuenta que no había sacado llave de la casa. Podía tocar la puerta pero no veía luces prendidas, así que seguramente sus padres ya estarían descansando. Decidió dar la vuelta a la casa, y probar suerte con la puerta trasera. Vivían en un barrio seguro y si la puerta tenía seguro, de esa sí sabía dónde estaba la copia de seguridad. Rodeó la casa y caminó
disfrutando del silencio hasta que el olor a cigarro impregnó sus fosas. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa y se encontró a su padre sentado en las escalinatas.


― Papá, ¿qué haces aquí solo? ¿Dónde está mamá?


Pascual empezó a toser del susto que le había dado Paula y ella corrió a ayudarlo, dándole pequeños golpes en la espalda. Su respiración era agitada y en el alboroto había soltado el cigarrillo, del cual solo se podía ver la colilla brillar y empezar a apagarse. Con la mano en el pecho Pascual miró a Paula.


― Pau, no le des estos sustos a tu padre, por favor.


Ella le respondió con un ligero cabeceo y se sentó en las escalinatas, a su lado. Miró hacia la oscuridad interna de su hogar y después a su padre, con el ceño fruncido.


― ¿Dónde está mamá?


― Está durmiendo. Creo que le va a dar gripa o algo así. La mandé a dormir temprano.


Paula resopló y dejó salir una risa de incredulidad.


― Querrás decir que le habrás puesto algún somnífero en la bebida y entonces, se fue a dormir.


Su padre sonrió y la abrazó fuertemente.


― Ya sabes que no le gusta tomarse nada.


― No sé cómo sigue cayendo en la misma treta después de tantos años


― No cae. Simplemente es su forma de aceptar tomar un medicamento sin que se los tengamos que inyectar u obligarla a abrir la boca ― miró hacia la mano vendada de Pau y sonrió


―. Veo que hoy no te escapaste de tu mala suerte. ¿Debo preguntar?


Paula bajó la vista y exhaló, acariciando su mano.


― No, por favor. Sólo te puedo decir que parece ser que me sigue a todos lados. La mala suerte ― agregó para aclarar el punto.


― Ese es el mayor eufemismo que he escuchado en días ― dijo entre risas y luego miró hacia el camino por donde ella había aparecido ―. ¿Y ese milagro que no veo a Pedro pegado a tus ― miró su atuendo y se corrigió ― pantalones?


― Papá.


Pascual le dio un abrazo gentil mientras dejaba salir un largo y profundo suspiro, como si con ese suspiro estuviera recordando toda una vida.


― Es curioso, como se invierten los papeles. Hace años eras tú la que andaba detrás de él, y ahora, míralos ― la miró fijamente y le susurró contra las sienes ―. Lo tienes comiendo de la mano, querida.


Pau suspiró y cabeceó lentamente. Observó las luces encendidas en casa de los A. Seguro estarían cocinando o viendo televisión, Aun despiertos por el desajuste de horarios. Pensó en la hermosa vida hogareña que ellos tenían, la que sus padres tenían y… bajó la cabeza con la mirada triste.


― ¿Qué te pasa Pau?


Por unos instantes se había olvidado por completo que su padre se encontraba a su lado, con ella bajo el escrutinio de su mirada.


― ¿Por qué crees que me pasa algo?


― Cariño, a mi triste edad a este pobre viejo no se le escapa nada. Y menos contigo.


Aquello era verdad. A su padre no se le escapaba nada. Ni el más sutil murmullo o la más leve señal en lo que respectaba a ella. Siempre había sido un libro abierto para su padre, y al parecer, a pesar de los años ausentes, lo seguía siendo. Se encogió los hombros y suspiró.


― No lo sé, pá. Es…


Pascual asintió y esperó unos segundos, a ver si Paula agregaba algo más. Entonces él fue el que habló, dejando caer la idea en general.


― ¿Es sobre Pedro?


Algunas veces no se necesita un título en ciencias para saber que la mujer que estaba frente a sí, estaba en un dilema. Le dio un suave beso en la coronilla y le frotó la espalda, como cuando niña.


― Suéltalo Pau.


Ella lo miró y sintió su corazón estremecer. Con Pascual Chaves no se andaba uno por las ramas. Tomó la mano que le rodeaba su hombro y la colocó sobre su regazo, envolviéndola entre las de ellas.


― Vine a casa por un permiso de vacaciones. Un permiso que dentro de dieciocho días y ― miró el reloj de pulsera de su padre y agregó con cierto dramatismo en su voz ―… dieciocho horas expirará y tendré que regresar a mi otra vida. Una vida lejos de aquí. El tiempo se me está agotando y no sólo con lo referente a las vacaciones ― cerró los ojos y se tranquilizó ―. Sé que tú me dijiste que la vida no es más que papeles y trabajo, y durante la última semana no he dejado de pensar en ello. Pero abandonar lo que siempre he soñado, mi trabajo por… ― suspiro mortalmente abatida. No lo dijo, pero sabía que su padre entendería las palabras faltantes. Abandonar por Pedro. Sentía que algo apretaba su pecho y la dejaba con una sensación de vértigo en la piel, más allá de las palabras. Lo miró y le hizo la pregunta que llevaba haciéndose a sí misma por varios días ― ¿Qué debo hacer papá? No quiero ser la chica que se mudó a Omaha por un chico y terminó con sus sueños.


Pascual sonrió. Sólo Paula podía encontrar una metáfora en la película que habían visto días atrás. Pero entendía el punto. O al menos eso creía.


― Mira cariño, no sé qué decirte. Siento que esas son cosas de mujeres y que deberías de hablarlo con tu madre ― oyó el gemido de Pau y agregó ―. Sin embargo, lo que yo te puedo decir es que al final es tu decisión. Yo no puedo tomarla por ti cariño. Nadie puede, ni siquiera Pedro. Pueden platicarlo, ya sabes, tú y Pedro, y dile exactamente lo mismo que me dijiste a mí. Si te ama, te entenderá y llegarán a algún acuerdo. A mí, y estoy seguro que a tu madre también, nos daría un enorme gusto que te quedaras en San Francisco, pero entiendo lo que dices. Tú madre siempre ha dicho que los hijos han nacido para volar. Tú ya volaste hace mucho cariño ― ella bajó la mirada y esbozó una leve sonrisa. Sí, había volado hacía mucho, y no quería que ese viaje llegara a su fin por al menos unas tres décadas más. Pascual siguió hablando ―. Quizás te estás ahogando en
un vaso de agua ― la tomó de la barbilla, y se la acarició lentamente ―. Quizás tú ya sabes la respuesta, pero Aun no te has dado cuenta.


Paula estaba sin aliento. Las palabras de su padre retumbaban en sus oídos. Quizás tenía razón y se estaba ahogando en un vaso de agua. Tomó su mano suavemente y le dio un apretón que decía más que mil palabras.


― Pá, ¿te he dicho que eres un hombre sabio?


Pascual soltó un bufido y le dio un beso en la frente.


― No, pero me gusta oírlo. Y más viniendo de una científica loca como tú.


Ambos se echaron a reír, pero se callaron al segundo, al oír que los perros del vecindario armaban tanto alboroto por sus risas. Entraron a la casa minutos después, sin volver a tocar el tema de Pedro y el reloj biológico. Pascual sólo le dio un beso de buenas noches y se despidió.


Ya en su habitación, cambiada y luciendo una cómoda camisa de franela y unos pantalones de la misma textura, Paula se tumbó en su cama, esperando a que el sueño se adueñase de ella.


Se dejó caer sobre su espalda y miró al techo. Recordó la plática con su padre y concluyó, como excelente investigadora que era, que sólo tenía dos opciones y para su dolor de cabeza, quería ambas. En realidad, era egoísta, quería todo sin dar nada a cambio, cuando sabía muy bien que todo en esa vida tenía un costo.


Podía quedarse en San Francisco, con Pedro, buscar un trabajo en alguna preparatoria o universidad de los alrededores, cerca de su familia, y bueno, sin su hermoso telescopio óptico de diez metros y con Pedro. Ese era el punto, ¿no? Además, estaba a punto de iniciar una nueva faceta en su carrera comercial. No podía simplemente decirle “Cariño, nos vamos a España”, y que lo dejase todo por ella. ¿O sí? Se enderezó de golpe y se quedó sentada, apretando entre sus manos la sábana de poliéster amarilla.


¿A quién quería engañar? Ella no podía vivir sin ese maldito telescopio. En realidad no era el telescopio. Era lo que representaba.


Empezó a caminar de un punto a otro en su habitación, cruzando sus brazos sobre su pecho.


En Puerto Rico había perdido muchas cosas, la confianza en ella fue una, y el amor por su trabajo otra. Lo que le había dicho a Pedro era sólo una mínima parte muy resumida y maquillada de lo que en verdad había pasado. Había omitido al psicólogo, la cirugía, y el hecho que había perdido su trabajo y las ganas de vivir. Recuperar todo eso le había tomado tiempo, y además, no quería que Pedro cargase con ello. Sus brazos se aferraron a su cuerpo con fuerza, calmando los pequeños temblores que recorrieron su espina.


Ambos habían superado sus asuntos del pasado. Ninguno era el joven, metafóricamente hablando, que había sido cuatro años atrás.


Pero eso entraba en contradicción. Si ella no era la muchacha de cuatro años atrás, eso quería decir que no dejaría su trabajo así como así. Primero tenía que estar completamente segura de las cosas. Si las cosas no salían bien con Pedro, al menos querría estar segura que tendría un lugar al cual ir y lamerse las heridas. Se detuvo de golpe y miró su reflejo en el espejo.


¿Si las cosas no salían bien? ¿En verdad estaba pensando eso?


Bajó la mirada hacia el piso y aunque miraba sus pies envueltos en calcetas de color gris con adornos rosas, en realidad veía el rostro de Pedro. Sí, lo estaba pensando. Y lo peor es que sabía el porqué de su dubitación.


Él no le había dicho que la amaba.


Sí, le hacía el amor con ternura y pasión. Sí, la trataba como toda mujer sueña ser tratada, y sí, la miraba como si ella fuera el sol de su día y la luna de sus noches, pero esas palabras, esas tres malditas sílabas no escapaban de los labios de Pedro. Aunque si estaba haciendo un análisis, ella
tampoco las había dicho. Pero ella tenía una razón muy importante.


Cuatro años atrás, las había dicho a la primera ocasión, y había obtenido una patada en el trasero, un dolor de cabeza, una casi muerte espiritual y física, un desempleo y la lista seguía y seguía. Esta vez, quería estar segura.


Se volvió a dejar caer en la cama.


Todo esto era tan complicado. Y parte de “esto” era que no tenía con quien hablarlo. Se volvió a levantar y corrió hacia su bolso y conectó la computadora. Esperó a que cargase y cada segundo le pareció eterno. Su pie derecho era una representación solista de un baile de tap.


Cuando por fin cargó y se conectó con su dispositivo a la red, abrió su correo y empezó a escribir.


Una hora después, el dedo índice derecho apretaba el botón de “Enviar” al correo. Cuando vio la respuesta del servidor, tuvo el loco deseo de meter las manos en la red y recobrar ese correo.


Pero lo hecho, hecho estaba.


Cansada, y con la espalda tiesa, Paula se tiró en la cama, por fin, a descansar.




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