Natalia Trujillo

martes, 13 de diciembre de 2016

CAPITULO 35



La temperatura había bajado unos grados más, y el vidrio de la camioneta se empañaba entre ratos. Pedro sentía escalofríos en toda la espalda pero el calefactor del auto estaba encendido, así que no tenía sentido. Le echó un vistazo a Pau, quien iba sentada a su lado, y se veía tan relajada, mirando por su ventana. Pedro se sentía nervioso, más que nervioso, muerto de miedo.


― Pau ― esperó hasta que ello lo miró y continuó ―, ¿estás segura de ir ahí?


Paula solo le dio una breve sonrisa y volvió su mirada a la carretera, viendo las luces pasar.


― Calla y conduce, Pedro.


Pedro se calló, pero estaba seguro que volvería a preguntarle si estaba segura de ir a donde se dirigían dentro de dos minutos, cómo lo estaba haciendo desde hacía media hora. Cuando ella le dijo que tomara la carretera hacía Baker Beach se había quedado sorprendido. Tomó el volante con
una sola mano y con la otra se masajeó el cuello. Era raro, no estaba esa tensión en el aire que otras veces había sentido con Paula su alrededor, ella parecía tan tranquilla, tan cómoda, mientras que él estaba tan tieso como un poste de concreto.


― Pau…


Oyó un suspiro y casi podía apostar que había puesto los ojos blancos antes de voltearlo a mirar.


― Pedro, te voy a poner una cinta en la boca. Sí, estoy segura… ― se calló y sus ojos se iluminaron. Alzó su mano y señaló hacia su lado ―. Mira, ya casi llegamos.


Efectivamente, estaban llegando. Podía ver las olas en la oscuridad con el reflejo de la noche brillando sobre ella, y a pesar que las ventanas estaban hasta arriba, podía oír el rugir de las olas.


Sus manos, pies y cuerpo trabajaron automáticamente buscando un lugar para estacionarse. El mismo donde lo había hecho años atrás. Se sabía el lugar exacto de memoria.


Apagó el motor de la camioneta y estuvieron solo unos segundos en silencio. El lugar estaba desierto. Sin autos, sin personas, tal y como la última vez. Pero bueno, ¿quién estaría en la playa en vísperas de Navidad a casi cero grados centígrados?


― Pau…


Paula ya estaba saliendo del auto y caminando hacia la playa. La observó solo unos instantes, con el vapor del frío saliendo de su boca, colocando sus manos debajo de sus axilas, y el frío viento alborotando sus tirabuzones.


Se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del auto tranquilamente. Hacía un frío calador, pero no del tipo que sentías tus músculos congelarse. Al menos por ahora. 


Caminó hasta ella y se quedó parado a su lado.


Paula se frotaba sus manos una contra la otra y se soplaba para darse calor.


― Hace años que no vengo por aquí, ¿y tú?


Pedro lo pensó unos segundos. Podía mentir, pero no quería hacerlo. No a ella.


― Vengo de vez en vez ― gracias a la luna y las luces lejanas del Golden, podía ver su propio vapor salir. Ella lo miró y Pedro sonrió. A Paula no se le escapaba nada ―. En realidad me doy una escapada de la cena de Navidad y vengo aquí.


― Ya veo.


Pedro suspiró y se quitó la cazadora que llevaba encima. El abrigo de Paula era grueso, pero no para una noche así. Además, algo dentro de sí se sentía feliz que su ropa la cubriese. Era como si él la estuviera abrazando. Se la colocó en los hombros provocándole un brinco, pero luego le dio una sonrisa y se la colocó, metiendo los brazos en las enormes mangas y cerrando el cierre solo hasta la mitad. 


Sus manos heladas buscaron cobijo en los bolsillos de la chamarra y Pedro ya no aguantó más.


― Hace mucho frío, Pau. Te va a dar una hipotermia. Yo estoy acostumbrado al clima, pero tú parece que te vas poner azul en cualquier momento.


Ella se giró hacia él.


― No puedes ver de qué color me estoy poniendo.


Pedro suspiró, tratando de razonar con ella.


― ¿Por qué no regresamos a, restaurante, o a otro lugar más acogedor y caliente?


Ella volvió la mirada hacia el mar y luego hacia el cielo.


― Me gusta la noche. ¿Son hermosas, verdad?


Pedro sabía que se refería a las estrellas. Pero no sabía que tenía que ver eso con lo demás.


Miró el cielo unos segundos y asintió.


― Sí, lo son.


Paula murmuró algo y comenzó caminar hacia la playa. Pedro se quedó parado en su lugar, observándola deslizarse en la noche, y luego de unos segundos ella se percató de que él no la seguía. Se detuvo y se dio la vuelta, mirándolo. No dijo nada pero Pedro entendió que era una
invitación silenciosa para que la acompañase. Pedro alzó la mirada al cielo y pidió ayuda divina, porque tenía miedo de lo que ella iba a decir esa noche. Bajó con cuidado en la oscuridad y llegó hasta ella. Paula lo esperó y empezaron a caminar hacia el sur.


La mente de Paula trabajaba sin parar, preguntándose qué haría a continuación. Tenía que hablar con Pedro. De alguna manera, tenía que aclarar sus sentimientos y tenía el presentimiento que sólo lo haría liberando un poco de sus cadenas emocionales. Las olas seguían golpeando y el
viento jugaba con sus cabellos llevándolos de un lado a otro. 


Se colocó unos mechones detrás de la oreja y con la mirada pegada al suelo, murmuró:
― Siento como si fuera ayer cuando estuvimos aquí.


Al principio pensó que Pedro no la había oído, hasta que oyó la honda respiración de Pedro y luego contestó:
― Te entiendo. Siento lo mismo. Traías puesta esa sudadera enorme de UCLA.


Paula no pudo evitar sonreír con cierta nostalgia.


― ¿Te acuerdas?


― Claro. Es la misma que usabas orgullosamente cada vez que venías. La chica graduada de UCLA. Era mona.


Paula enterró sus manos en los bolsillos de la cazadora. La brisa se sentía cada vez más fría, y con cada paso que daba, el aire los golpeaba sin clemencia. A pesar de ello, siguieron caminando.


― No me diste tiempo de arreglarme.


― Y venías en tenis.


Se balanceó y le dio un golpe de hombro a hombro a Pedro.


― Claro, Cenicienta no podía olvidar sus zapatillas. Aunque fueran deportivas.


― Te acabas de bañar. Tu pelo venía húmedo.


― Veo que te acuerdas muy bien. Tú traías la cazadora y me la diste para no congelarme. Justo como ahora.


Pedro trató de aguantar tanto como podía, pero la paciencia desgraciadamente no era una de sus virtudes. Tomó el codo de Paula y la detuvo.


― Pau…. ¿de qué va todo esto?


Ella se quedó observándolo, tratando de imaginar sus rasgos a pesar de la oscuridad, donde sólo veía líneas y pequeños destellos de su mirada y labios.


― Tú me preguntantes ― comenzó con un susurro ―, qué me había animado a cambiar de opinión respecto a ti.


― Así es.


Paula se soltó suavemente de su agarre y para asombro de Pedro, pasó sus manos por su brazo derecho y lo abrazó con fuerza, comenzando a caminar y forzándolo a seguirle el paso.


― Entonces camina y escucha ― ella necesitaba sentir el viento, caminar. Quedarse quieta la pondría más nerviosa en vez de ayudar. Pedro se mantenía en silencio y ella dio un último suspiro, reorganizando sus locos pensamientos de esa noche ―. Todo mi ser está dividido. Tengo a dos personas viviendo en mí, lo cual es muy confuso y agotador. Primero, tengo a una Paula que está herida, resentida y bueno… llena de dolor ― el brazo y todo el cuerpo de Pedro se tensó pero siguió caminando y Paula agradeció que no le interrumpiera ―. Esta Paula recuerda constantemente el pasado, recuerda que regresó a Puerto Rico con el corazón roto ― se vio a sí misma en un estado
irreconocible pero no hablaría a detalle. Había cosas que no estaba preparada para decir y que presentía, no tenían sentido nombrarlas ―. Recuerda que perdió muchas cosas en el camino. Recuerda que estuvo a punto de perder su trabajo porque el hoyo en el que estaba sumida hacía que no tuviera ganas de salir de la cama. Recuerda cómo su mejor amigo tuvo que sacarla a gritos y regaños de la cama y recuerda que el hombre al que una vez amó y le prometió regresar por ella, lo hizo, con una esposa embarazada. Pero sobre todo, esta Pau odia a la otra Pau, porque fue ésta la que la metió en problemas.


Ella se detuvo y se plantó delante de él, soltándolo suavemente, haciendo una pequeña pausa para continuar. Pedro estiró su mano y acarició su mejilla con dulzura. Dios, oír todo lo que Paula le estaba contando. Al bajar del auto había tenido miedo de una cosa.


Que efectivamente ella lo perdonara.


Pero que jamás le daría una segunda oportunidad.


Y por lo que había escuchado, le dolería como el infierno, pero sabía que se lo merecía. Aun así, quería sentir su tersa piel unos segundos más, antes que todo acabara, pero ella lo detuvo tomando su mano entre la suya y la bajó lentamente.


― Y luego está esa otra Pau ― su voz bajó varias notas, en un murmullo ronco ―. Es alocada, ― su voz se cargó de un tono alegre ― incluso se podría decir, que salvaje. Es optimista, reflexiva, aprende de la vida y de los errores porque sabe que todo cometemos errores, que quiere creer en las segundas oportunidades, que recuerda aquel fin de semana como lo mejor de sus experiencias íntimas, aunque no hay mucho que comparar, pero bueno eso va para otra historia ― trató de hablar con humor peor no le salió muy bien ―. La misma Pau que perdona, que tiene sentido del humor y ríe de la vida y con ella, que quiere aventuras y se llena de valor, que quiere tomar el riesgo y… sólo vivir sin recordar a la otra Paula.


Y aquí venía la pregunta de oro. Pedro tragó con saliva y suspiró abatido.


― ¿Y cuál ha ganado?


Se quedó sin respiración. Paula seguía callada, sin moverse, y él quería tomarla en brazos y jamás soltarla. Así de canalla era, pensando en él, antes que en ella, después de todo lo que le había contado.


Por fin oyó su respiración elevarse y exhalar por largo tiempo, y después… dio un paso hacia atrás. Pedro sintió que sus esperanzas se hacían añicos, pero se había dicho que lo aceptaría. Ella se iría, y bueno, él se quedaría, y tendría su vida, sin ella, pero era lo que se merecía después del infierno que le había hecho pasar. Quizás la justicia divina existía y él sería…


― Después de mucho pensarlo, ambas.


Los pensamientos de Pedro se estrellaron contra los muros de su cabeza. ¿Qué había dicho?


― ¿Qué?... Yo no entiendo.


Y Paula dio un pequeño paso hacia él. Luego otro, y otro más hasta que sintió su respiración contra su nariz y su cara casi rozar a la suya. Se mojó los labios y tomando un poco de valor, alzó su mano y la envolvió en la de Pedro. Los dedos masculinos, grandes y fuertes se aferraron a ella con fuerza.


― No puedo olvidar, Pedro. No puedo borrar de mi mente todo lo que pasó y decir que no pasó, porque sí sucedió. Y sí dolió. Pero creo en las segundas oportunidades ― la mano que tenía entre las suyas la alzó y la colocó en su cintura, acercándose un poco más a él. Podía sentir su aroma, y a pesar del frío, podía sentir su calor atravesar el cuero y polietileno llegar a su cuerpo. El no tardó en captar el mensaje y su otra mano siguió el camino gemelo del lado izquierdo. Ella en cambio alzó las manos hacia arriba dejando una sobre su pecho y la otra viajando hasta su cuello ― Te lo dije en restaurante, Pedro. No somos los mismos. Todos cometemos errores. Cada día, en cada segundo, cometemos algún error, pero lo maravilloso de ello es que podemos aprender de ellos, y pese a que no puedo olvidar, no quiero seguir aferrada al pasado.


Pedro se quedó sin palabras. Había esperado que lo mandara a volar. Que le gritara, que le echara en cara muchas cosas, pero ¿esto? Había querido una oportunidad con todo su ser, pero inconscientemente se había estado preparando para lo peor. Y ahí estaba, con Paula entre sus
brazos, justo y como había deseado solo segundos atrás, con sus menudos brazos sobre su cuerpo, calentándolo.


― Y aquí es la parte donde el cuento de hadas dice que debes besarme, tonto.


― Pau…


― Sé cómo me llamo ― sonrió, divertida al ver la confusión del hombre que tenía frente a sí ― Pedro, algunas veces eres demasiado tímido para mi propio bien, porque entonces haces que yo tenga que tomar la iniciativa.


― ¿Iniciativa?


La mano que descasaba sobre su pecho se aferró a la tela de su camisa y la que estaba en su cuello lo jaló con fuerza.


Labios femeninos chocharon contra labios masculinos. Pedro pareció salir de su trance al sentir el dulce calor y sabor de los labios de Paula. Sus manos que sólo estaban posando con cuidado sobre el cuerpo de Paula volvieron a la vida y se sintieron llenas por primera vez en
años. Jalaron a Paula contra su pecho y una de ellas dejó su cintura para ir por su esbelta nuca y acércala más contra su boca.


No podía respirar, no quería respirar, porque eso significaba soltar a Paula y Dios, después de tanto tiempo, aquello era volver a la vida. Su lengua invadió la boca de Paula y gimió al degustar su sabor, al reconocer su esencia de mujer. Y lo que más lo hacía sentir vivo era la entrega de Paula. No había dudas ni vacilaciones. Se estaba entregando por completo a ese beso y aquello, era lo que Pedro más agradecía. El saber que pese a que tenía a todas esas Paulas con la cuales lidiar, ella le estaba dando su segunda oportunidad y se la estaba dando con todo su ser.


En algún momento, cuando sus cerebros fueron quedando fritos por la falta de aire, redujeron la velocidad del beso, hasta que eran roces y besos inocentes. Su cabeza se  movía de un lado a otro, buscando un nuevo ángulo para besarla y conocerla de todos los modos posibles.


Sentía el invernal aire colarse entre sus cuerpos, y el frío aliento salir de sus bocas, pero sus sentidos sólo estaban alerta para sus roces, sus besos, su terso cabello contra sus dedos, y su cuerpo contra el suyo. Podía saborear las pequeñas gotas de agua salada que brincaban y viajaban con el viento habilidoso, pero no mitigaban el sabor de Paula. Oía el choque de las olas, y ese susurro que hacía cuando llegaban a tierra firme y se quedaba la espuma en la arena, pero era solo un sonido distante, porque sus oídos estaban solo atentos a los suspiros que salían de la garganta de Paula. El olor a tierra mojada, a mar, a ciudad estaba impregnado en el aire que respiraba, pero cuando sus pulmones tragaban con ferocidad aire, sólo podía oler el aroma de Paula. Y podría tener una estupenda vista de San Francisco, con su playa, su hermoso puente dorado, y un cielo estrellado, pero cuando sus ojos se encontraron contra las dos aureolas brillantes en el rostro de Paula, supo que sólo la vería a ella.


Al igual que los padres de Paula, los padres de Pedro eran creyentes que había una persona que encendería su alma sólo con un beso, y que lo haría palpitar con locura, que le robaría el aliento, le haría perder la cabeza y el corazón y le haría sentir que su vida al fin tenía sentido.


Y esa persona había, por fin, regresado a sus brazos.









CAPITULO 34





Efectivamente, Paula encontró a Pedro con la frente arrugada, señal que estaba enojado, pero gracias al cielo, no tenía ni cuernos ni tridente. Era raro encontrarlo sentado en su despacho.


Para Paula, la imagen que siempre había tenido de Pedro sin importar los años transcurridos era con sus mallas apretadas de beisbolista, su gorra a juego y con una pelota en mano. Ahora, detrás de un viejo, pero elegante escritorio de madera, veía a un nuevo Pedro, escondido entre papeles. Y la oficina, bueno, era acogedora, un poco desordenada, pero distaba del campo de juego.


Alzó los nudillos y sólo por cortesía tocó la puerta dos veces.


Pedro alzó la cabeza hacia la puerta y soltó el lapicero que tenía en la mano derecha, apretado con tanta fuerza que los dedos los tenía dormidos. Abrió y cerró la mano y le dio una sonrisa de alivio a Pau.


― Al fin la bruja de la cocina te soltó.


Pau caminó hasta su escritorio y se sentó en la silla que estaba enfrente de él, y tomó un pisa papeles en forma de béisbol. La cosa aparentaba no pesar pero cuando lo alzó, vaya que pesaba.


― No seas grosero. Yo fui la que accedí a quedarme con ella.


― No trates de defenderla.


― No la defiendo. Es la verdad. Es muy diferente ― Leyó la inscripción y lo miró intrigada. Volvió a leer la leyenda, ahora en voz alta ― “La vida es juego. Tiene sus reglas y sus trampas. Sólo se tiene que saber jugar”. Interesante.


― Me gustó la pelota.


Paula la volvió a colocar en su lugar.


― No te veo comprando esto en Shreve & Co., ― La exclusiva tienda de antigüedades en la Gran Avenida era conocida por todo San Francisco


― No lo compré en Shreve & Co., sino en uno de los mercadillos de Union Square ― tomó la pelota de acero macizo y la cargó ―. Jesy en cambio parece que nació con el don de la elegancia debajo del brazo… y la cartera de Eric del otro lado.


Se echaron a reír. Ahora que Paula conocía un poco más a la cocinera del restaurante de Pedro, entendía a qué se refería. Pedro la observó atento al color de sus mejillas de un rojo tentador, y la maraña de tirabuzones seductores, que la hacían parecer Aun con vaqueros y abrigo, elegante y romántica. Miró el reloj. Eran las ocho y cuarenta y tres minutos. Jesy le había robado casi dos horas de compañía con Paula. Bueno, no iba a perder más el tiempo.


― ¿Quieres cenar?


― ¿Te soy honesta?― preguntó frunciendo la nariz ―. Todo el día metida en la cocina preparando cosas… no creo que pueda ver un pedazo de salmón a la mostaza en las próximas horas.


― ¿Qué te parece un postre?


― Que sea una buena copa enorme de helado napolitano y es un hecho.


Pedro dejó la pelota y la miró con incredulidad.


― ¿Se te antoja helado a pesar que estemos a casi 8 grados?


― Afuera están a 8 grados ― asentó Pau ― Aquí estoy calientita, y sí, se me antoja.


Pedro sacudió lentamente su cabeza, y la alcanzó hasta donde estaba, dándole primero el paso y estirando una mano para que pasara.


― Vamos.


Como dueño de “La Taberna de Pedro” estaba en todo su derecho a escoger la mejor mesa del lugar, y ésa estaba en un rincón en el segundo piso donde se podía ver un panorama general del Golden Gate, la Bahía y el embarcadero. Las luces blancas eran un punto extra que Jesy había agregado al lugar. Según ella, los mejores restaurantes tenían el mismo decorado y quería decir una cosa: glamur. A Pedro, en cambio, quería decir: “Más luz, más dinero que pagar”, pero lo cierto era que esa noche, agradecía las luces. Y todo lo demás.


Como la música. Saludó a Jeb, un joven saxofonista que tocaba los viernes y sábados a quien Pedro había conocido en las calles del Union Square en una tarde deambulando por el centro de la ciudad. Lo había oído por dos días y se había maravillado de su música. Así que le había dado la
oportunidad y el chico la había aprovechado. Un año más tarde, su música se había hecho famosa por el embarcadero, y esa noche Pedro reconocía que se alegraba que estuviera ahí. Miguel y su banda de salsa no formaban parte de su cuadro para esa noche. En cambio, “Your Song”, de Elton John, sí que encuadraba en la velada.


Carrie los llevó a la mesa y tomó la orden de ellos, no sin antes darle una mirada rápida a Paula, quien estaba absorta con el paisaje. La pequeña pelirroja se retiró, suspirando.


― La vista es hermosa.


Pedro miró hacia donde ella, y sí, efectivamente, era hermosa. De perfil seguía siendo verdaderamente hermosa.


― Sí. El viejo Willie no quería vender porque tenía miedo que lo demolieran y que toda su legacía se fuera al caño.


― ¿Cómo lo convenciste?


Pedro le dio su mejor sonrisa.


― Barra libre cada vez que venga y veinte por ciento de descuento en su consumo.


― Eres todo un hombre de negocios.


Como eran postre y café, Carrie les llevó el pedido en un par de minutos y estuvieron así, en silencio. Paula mezcló el helado hasta crear una composta de helado raro, pero que sabía muy bien. Tomó la galleta que adornaba el plato y le dio una mordida.


― ¿Extrañas tu otra vida?


No sabía porque, pero necesitaba saberlo.


Pedro en cambio, le miró sorprendido. No había esperado esa pregunta. Endulzó su café y tomó un sorbo, pensando muy bien su respuesta. Todos daban por sentado que su carrera era su máximo, su vida, pero no era del todo cierto.


― En parte. Estar en el campo, jugar y medir al adversario, el clamor de la gente. Sí, a veces lo extrañas.


― ¿Pero? ― agregó Paula, sabiendo que ahí, había un pero escondido.


Y lo hubo.


― Pero no viviría eternamente de ella. Yo lo sabía. Tú lo sabías. Todos lo saben. Contrario a… ― buscó un ejemplo y entonces la miró fijamente ― A ti por ejemplo, que vivirás con tu carrera por lo menos los próximos cuarenta o cincuenta años, que pasado de los cuarenta estarás en la
cúspide de tus investigaciones y no sé, ganar un Nobel. En el béisbol es distinto. Tenemos un tiempo de vida muy corto. Más bien me duele la forma en que terminó. En como deje que terminara.


Paula recordó su conversación en el patio de su casa, acostados en las colchonetas y con los niños a su alrededor. Por la forma en la que Pedro había hablado aquella noche, el accidente había cobrado más que una pierna. Había cobrado su momento de gloria.


― Lo siento.


― No tienes por qué.


Paula no estuvo de acuerdo.


― Claro que sí. Si me viera privada de mis facultades para regresar al trabajo, bueno, no sé qué haría ― miró hacia afuera. La noche había caído y a pesar de no ver ninguna estrella, los autos del Golden y las luces de los edificios al otro lado de la ciudad le recordaban a las constelaciones que observaba de vez en vez ―. Alzo la mirada al cielo y cada vez me sorprendo más, me cuestiono si podré hacer alguna verdadera contribución a las ciencias. Si al fin podré tener mi
propio cometa con mi nombre en el cielo. O si alguien me escuchará del otro lado del Universo. Sé que todo mundo piensa que estoy loca por hacer lo que hago, pero lo amo. No sé qué haré cuando tenga que renunciar a él ― lo miró y sonrió dulcemente ―. Así que te entiendo.


De algún lugar recóndito en su mente llegó un viejo recuerdo, de la vez en que había visto a Paula como una mujer hecha y derecha, y en que había caído por fin rendido a sus pies. Le había hablado como nadie, y en unas simples palabras había descifrado al enigmático y excéntrico Pedro Alfonso. Si alguien alguna vez en verdad lo entendía, esa sería Paula.


― Gracias Pau.


Paula tomó una cucharada de helado y decidió cambiar de tema.


― ¿Así que tienes mi telescopio, eh?


Él alzó los hombros, como si aquello no fuera importante.


― Digamos que tengo un sentimiento ligado a ese viejo artefacto ― la verdad era que había deseado tener algo de ella. Como el mechón de una novia de la escuela, el telescopio era un símbolo que lo llevaba a Paula― Pasamos casi una semana armándolo, ¿te acuerdas?


Ella se echó a reír.


― Eso fue porque Pablo echó a perder una lente y Patricio destruyó una hoja del instructivo.


― Sí, recuerdo tu cara. Querías llorar, pero Dios, te aguantaste como ningún niño habría hecho.


― Oye, estaba muy enfadada ― el nudo se formó en el nacimiento de su pecho, al recordar aquellos momentos ―. Pero entonces subiste a mi cuarto con una lente de tus binoculares que usabas para ver tus partidos de béisbol, y con una copia impresa del manual que habías encontrado en Internet.


Estuvieron hablando, recordando viejos momentos de su infancia. A pesar de los cinco años de diferencia, Paula se vio hablando de varios sucesos en los que Pedro había estado presente.


Cuando quiso aprender a manejar, el día de su graduación, los cumpleaños de sus sobrinos, las viejas barbacoas de sus padres. Paula se acabó el helado y sonrió satisfecha. Pedro escuchó las primeras notas del saxo, se levantó del asiento y extendió la mano hacia Paula.


― ¿Quieres bailar?


Pau se quedó unos momentos, completamente desubicada. 


Un momento estaban platicando y riendo, y al siguiente Pedro estaba frente a ella, pidiéndole bailar. Miró fugazmente y vio a dos parejas bailar en la pequeña pista. 


No era que se sintiera incómoda con la gente, sino que la última vez que había bailado, si propiamente se podía llamar así, había sido con Pedro.


Miró su mano extendida y titubeó. Dejó su servilleta sobre la mesa y fue extendiendo su mano hacia Pedro. Entonces recordó su regreso a Puerto Rico y todo lo que había pasado. Se quedó inmóvil unos segundos.


“Ánimo, Pau. Hay que dejar las cosas a donde pertenecen. Pasado al pasado, presente al presente”, se dijo así misma.


Miró en los ojos de Pedro y vio que la misma guerra interior se estaba llevando a cabo en su mente. No había sido sólo ella. Tal vez los dos habían sido víctimas después de todo. 


Su mano tocó a la de Pedro y se alzó hasta quedar cara a cara.


― Bailemos.


Sintieron las miradas de los demás presentes, pero Paula alentó a sus sentidos a ignorarlos.


Consigo misma bastaba para ponerse nerviosa. La última vez que había estado en el restaurante de Pedro, se había negado a bailar con él, y ahora, sus manos estaban en su cuerpo. Una en su cintura y la otra, acariciando suave y discretamente su piel. Su cuerpo se amoldó a la perfección al suyo, su cabeza en su pecho, su cuerpo al suyo, sus pies siguiendo sus pasos. Eso era música.


Terminó una canción y todos aplaudieron. Después el saxofón empezó con la ya tan famosa melodía de la ciudad, con la que Jeb culminaba su presentación antes de su descanso. “I Left my hearth in San Francisco” era muy propia para la noche, pensó Pedro.


Él estaba seguro como el infierno, que había dejado su alma en San Francisco. Quizás, si las cosas hubieran sucedido de otra manera, ese momento que ahora compartía con Paula sería ahora algo tan normal como respirar. Sin embargo, las cosas no estaban del todo olvidadas. Había visto la sombra de la duda aparecer como velo sobre su mirada. ¿Alguna vez olvidarían lo sucedido?


― Pau…


Esperó hasta que ella lo miró para seguir.


― ¿Sí?


― Sé que no merezco siquiera preguntar lo que voy a hacer, ¿pero qué te animó a cambiar de opinión respecto… bueno a todo?


Paula lo observó durante unos segundos en silencio. Podía decirle que no quería hablar de ello, llevar la fiesta en paz, o darle otras respuestas evasivas pero no quería eso.


― No somos los mismos Pedro. Todos cometemos errores. Cada día, en cada segundo, cometemos algún error, pero lo maravilloso de ello es que podemos aprender de ellos. No sé que vaya a pasar de aquí en adelante, pero no quiero seguir aferrada a un suceso del pasado. No más ― se detuvo y se separó unos centímetros de él, pero no lo soltó, sino al contrario, se aferró a su mano con fuerza ―. Vámonos de aquí. Tenemos mucho que hablar.


― ¿A dónde?


Ella sonrió. Empezaba a adorar esa pícara sonrisa.


― Ya verás.