Natalia Trujillo

martes, 13 de diciembre de 2016

CAPITULO 34





Efectivamente, Paula encontró a Pedro con la frente arrugada, señal que estaba enojado, pero gracias al cielo, no tenía ni cuernos ni tridente. Era raro encontrarlo sentado en su despacho.


Para Paula, la imagen que siempre había tenido de Pedro sin importar los años transcurridos era con sus mallas apretadas de beisbolista, su gorra a juego y con una pelota en mano. Ahora, detrás de un viejo, pero elegante escritorio de madera, veía a un nuevo Pedro, escondido entre papeles. Y la oficina, bueno, era acogedora, un poco desordenada, pero distaba del campo de juego.


Alzó los nudillos y sólo por cortesía tocó la puerta dos veces.


Pedro alzó la cabeza hacia la puerta y soltó el lapicero que tenía en la mano derecha, apretado con tanta fuerza que los dedos los tenía dormidos. Abrió y cerró la mano y le dio una sonrisa de alivio a Pau.


― Al fin la bruja de la cocina te soltó.


Pau caminó hasta su escritorio y se sentó en la silla que estaba enfrente de él, y tomó un pisa papeles en forma de béisbol. La cosa aparentaba no pesar pero cuando lo alzó, vaya que pesaba.


― No seas grosero. Yo fui la que accedí a quedarme con ella.


― No trates de defenderla.


― No la defiendo. Es la verdad. Es muy diferente ― Leyó la inscripción y lo miró intrigada. Volvió a leer la leyenda, ahora en voz alta ― “La vida es juego. Tiene sus reglas y sus trampas. Sólo se tiene que saber jugar”. Interesante.


― Me gustó la pelota.


Paula la volvió a colocar en su lugar.


― No te veo comprando esto en Shreve & Co., ― La exclusiva tienda de antigüedades en la Gran Avenida era conocida por todo San Francisco


― No lo compré en Shreve & Co., sino en uno de los mercadillos de Union Square ― tomó la pelota de acero macizo y la cargó ―. Jesy en cambio parece que nació con el don de la elegancia debajo del brazo… y la cartera de Eric del otro lado.


Se echaron a reír. Ahora que Paula conocía un poco más a la cocinera del restaurante de Pedro, entendía a qué se refería. Pedro la observó atento al color de sus mejillas de un rojo tentador, y la maraña de tirabuzones seductores, que la hacían parecer Aun con vaqueros y abrigo, elegante y romántica. Miró el reloj. Eran las ocho y cuarenta y tres minutos. Jesy le había robado casi dos horas de compañía con Paula. Bueno, no iba a perder más el tiempo.


― ¿Quieres cenar?


― ¿Te soy honesta?― preguntó frunciendo la nariz ―. Todo el día metida en la cocina preparando cosas… no creo que pueda ver un pedazo de salmón a la mostaza en las próximas horas.


― ¿Qué te parece un postre?


― Que sea una buena copa enorme de helado napolitano y es un hecho.


Pedro dejó la pelota y la miró con incredulidad.


― ¿Se te antoja helado a pesar que estemos a casi 8 grados?


― Afuera están a 8 grados ― asentó Pau ― Aquí estoy calientita, y sí, se me antoja.


Pedro sacudió lentamente su cabeza, y la alcanzó hasta donde estaba, dándole primero el paso y estirando una mano para que pasara.


― Vamos.


Como dueño de “La Taberna de Pedro” estaba en todo su derecho a escoger la mejor mesa del lugar, y ésa estaba en un rincón en el segundo piso donde se podía ver un panorama general del Golden Gate, la Bahía y el embarcadero. Las luces blancas eran un punto extra que Jesy había agregado al lugar. Según ella, los mejores restaurantes tenían el mismo decorado y quería decir una cosa: glamur. A Pedro, en cambio, quería decir: “Más luz, más dinero que pagar”, pero lo cierto era que esa noche, agradecía las luces. Y todo lo demás.


Como la música. Saludó a Jeb, un joven saxofonista que tocaba los viernes y sábados a quien Pedro había conocido en las calles del Union Square en una tarde deambulando por el centro de la ciudad. Lo había oído por dos días y se había maravillado de su música. Así que le había dado la
oportunidad y el chico la había aprovechado. Un año más tarde, su música se había hecho famosa por el embarcadero, y esa noche Pedro reconocía que se alegraba que estuviera ahí. Miguel y su banda de salsa no formaban parte de su cuadro para esa noche. En cambio, “Your Song”, de Elton John, sí que encuadraba en la velada.


Carrie los llevó a la mesa y tomó la orden de ellos, no sin antes darle una mirada rápida a Paula, quien estaba absorta con el paisaje. La pequeña pelirroja se retiró, suspirando.


― La vista es hermosa.


Pedro miró hacia donde ella, y sí, efectivamente, era hermosa. De perfil seguía siendo verdaderamente hermosa.


― Sí. El viejo Willie no quería vender porque tenía miedo que lo demolieran y que toda su legacía se fuera al caño.


― ¿Cómo lo convenciste?


Pedro le dio su mejor sonrisa.


― Barra libre cada vez que venga y veinte por ciento de descuento en su consumo.


― Eres todo un hombre de negocios.


Como eran postre y café, Carrie les llevó el pedido en un par de minutos y estuvieron así, en silencio. Paula mezcló el helado hasta crear una composta de helado raro, pero que sabía muy bien. Tomó la galleta que adornaba el plato y le dio una mordida.


― ¿Extrañas tu otra vida?


No sabía porque, pero necesitaba saberlo.


Pedro en cambio, le miró sorprendido. No había esperado esa pregunta. Endulzó su café y tomó un sorbo, pensando muy bien su respuesta. Todos daban por sentado que su carrera era su máximo, su vida, pero no era del todo cierto.


― En parte. Estar en el campo, jugar y medir al adversario, el clamor de la gente. Sí, a veces lo extrañas.


― ¿Pero? ― agregó Paula, sabiendo que ahí, había un pero escondido.


Y lo hubo.


― Pero no viviría eternamente de ella. Yo lo sabía. Tú lo sabías. Todos lo saben. Contrario a… ― buscó un ejemplo y entonces la miró fijamente ― A ti por ejemplo, que vivirás con tu carrera por lo menos los próximos cuarenta o cincuenta años, que pasado de los cuarenta estarás en la
cúspide de tus investigaciones y no sé, ganar un Nobel. En el béisbol es distinto. Tenemos un tiempo de vida muy corto. Más bien me duele la forma en que terminó. En como deje que terminara.


Paula recordó su conversación en el patio de su casa, acostados en las colchonetas y con los niños a su alrededor. Por la forma en la que Pedro había hablado aquella noche, el accidente había cobrado más que una pierna. Había cobrado su momento de gloria.


― Lo siento.


― No tienes por qué.


Paula no estuvo de acuerdo.


― Claro que sí. Si me viera privada de mis facultades para regresar al trabajo, bueno, no sé qué haría ― miró hacia afuera. La noche había caído y a pesar de no ver ninguna estrella, los autos del Golden y las luces de los edificios al otro lado de la ciudad le recordaban a las constelaciones que observaba de vez en vez ―. Alzo la mirada al cielo y cada vez me sorprendo más, me cuestiono si podré hacer alguna verdadera contribución a las ciencias. Si al fin podré tener mi
propio cometa con mi nombre en el cielo. O si alguien me escuchará del otro lado del Universo. Sé que todo mundo piensa que estoy loca por hacer lo que hago, pero lo amo. No sé qué haré cuando tenga que renunciar a él ― lo miró y sonrió dulcemente ―. Así que te entiendo.


De algún lugar recóndito en su mente llegó un viejo recuerdo, de la vez en que había visto a Paula como una mujer hecha y derecha, y en que había caído por fin rendido a sus pies. Le había hablado como nadie, y en unas simples palabras había descifrado al enigmático y excéntrico Pedro Alfonso. Si alguien alguna vez en verdad lo entendía, esa sería Paula.


― Gracias Pau.


Paula tomó una cucharada de helado y decidió cambiar de tema.


― ¿Así que tienes mi telescopio, eh?


Él alzó los hombros, como si aquello no fuera importante.


― Digamos que tengo un sentimiento ligado a ese viejo artefacto ― la verdad era que había deseado tener algo de ella. Como el mechón de una novia de la escuela, el telescopio era un símbolo que lo llevaba a Paula― Pasamos casi una semana armándolo, ¿te acuerdas?


Ella se echó a reír.


― Eso fue porque Pablo echó a perder una lente y Patricio destruyó una hoja del instructivo.


― Sí, recuerdo tu cara. Querías llorar, pero Dios, te aguantaste como ningún niño habría hecho.


― Oye, estaba muy enfadada ― el nudo se formó en el nacimiento de su pecho, al recordar aquellos momentos ―. Pero entonces subiste a mi cuarto con una lente de tus binoculares que usabas para ver tus partidos de béisbol, y con una copia impresa del manual que habías encontrado en Internet.


Estuvieron hablando, recordando viejos momentos de su infancia. A pesar de los cinco años de diferencia, Paula se vio hablando de varios sucesos en los que Pedro había estado presente.


Cuando quiso aprender a manejar, el día de su graduación, los cumpleaños de sus sobrinos, las viejas barbacoas de sus padres. Paula se acabó el helado y sonrió satisfecha. Pedro escuchó las primeras notas del saxo, se levantó del asiento y extendió la mano hacia Paula.


― ¿Quieres bailar?


Pau se quedó unos momentos, completamente desubicada. 


Un momento estaban platicando y riendo, y al siguiente Pedro estaba frente a ella, pidiéndole bailar. Miró fugazmente y vio a dos parejas bailar en la pequeña pista. 


No era que se sintiera incómoda con la gente, sino que la última vez que había bailado, si propiamente se podía llamar así, había sido con Pedro.


Miró su mano extendida y titubeó. Dejó su servilleta sobre la mesa y fue extendiendo su mano hacia Pedro. Entonces recordó su regreso a Puerto Rico y todo lo que había pasado. Se quedó inmóvil unos segundos.


“Ánimo, Pau. Hay que dejar las cosas a donde pertenecen. Pasado al pasado, presente al presente”, se dijo así misma.


Miró en los ojos de Pedro y vio que la misma guerra interior se estaba llevando a cabo en su mente. No había sido sólo ella. Tal vez los dos habían sido víctimas después de todo. 


Su mano tocó a la de Pedro y se alzó hasta quedar cara a cara.


― Bailemos.


Sintieron las miradas de los demás presentes, pero Paula alentó a sus sentidos a ignorarlos.


Consigo misma bastaba para ponerse nerviosa. La última vez que había estado en el restaurante de Pedro, se había negado a bailar con él, y ahora, sus manos estaban en su cuerpo. Una en su cintura y la otra, acariciando suave y discretamente su piel. Su cuerpo se amoldó a la perfección al suyo, su cabeza en su pecho, su cuerpo al suyo, sus pies siguiendo sus pasos. Eso era música.


Terminó una canción y todos aplaudieron. Después el saxofón empezó con la ya tan famosa melodía de la ciudad, con la que Jeb culminaba su presentación antes de su descanso. “I Left my hearth in San Francisco” era muy propia para la noche, pensó Pedro.


Él estaba seguro como el infierno, que había dejado su alma en San Francisco. Quizás, si las cosas hubieran sucedido de otra manera, ese momento que ahora compartía con Paula sería ahora algo tan normal como respirar. Sin embargo, las cosas no estaban del todo olvidadas. Había visto la sombra de la duda aparecer como velo sobre su mirada. ¿Alguna vez olvidarían lo sucedido?


― Pau…


Esperó hasta que ella lo miró para seguir.


― ¿Sí?


― Sé que no merezco siquiera preguntar lo que voy a hacer, ¿pero qué te animó a cambiar de opinión respecto… bueno a todo?


Paula lo observó durante unos segundos en silencio. Podía decirle que no quería hablar de ello, llevar la fiesta en paz, o darle otras respuestas evasivas pero no quería eso.


― No somos los mismos Pedro. Todos cometemos errores. Cada día, en cada segundo, cometemos algún error, pero lo maravilloso de ello es que podemos aprender de ellos. No sé que vaya a pasar de aquí en adelante, pero no quiero seguir aferrada a un suceso del pasado. No más ― se detuvo y se separó unos centímetros de él, pero no lo soltó, sino al contrario, se aferró a su mano con fuerza ―. Vámonos de aquí. Tenemos mucho que hablar.


― ¿A dónde?


Ella sonrió. Empezaba a adorar esa pícara sonrisa.


― Ya verás.







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