Natalia Trujillo

jueves, 8 de diciembre de 2016

CAPITULO 18






San Francisco, Quizás en otra vida…


El viento susurraba nostalgia. Los silbidos parecían sollozos. Tan viejo como la tierra, el viento acarreó la oración de alguien. Quizás, de más de una persona.



“Algunas veces siento que sucedió en otra vida, cuando pasó sólo unos años atrás…”





Pedro estaba embobado. Pablo y Paloma hablaban de los viejos recuerdos del instituto, de su juego en los Mets, de su racha de buena suerte mientras que él simplemente asentía como un tonto.


Él, el grandioso Pedro Alfonso, mujeriego y carismático, beisbolista del año, dentro de los hombres solteros más deseados del año, estaba embobado y nada más y nada menos que de la peque P, la hermana de su mejor amigo, la hermana de su ex-novia, la hija de dos de las personas que más respetaba en ese mundo, de la niña que había visto crecer durante toda su vida.


Pero Paula Chaves no era más una niña. Su pelo caoba lleno de rizos brillaba por el efecto de las velas navideñas, llevándolo en una media cola con un broche plateado, que cubría su rostro dejando ver su medio perfil. Sonreía, y sintió una repentina envidia de no estar con ella para compartir ese momento de felicidad. Paula siempre había sido así, sonriente, a pesar de ser un poco tímida, con las personas que conocía, se abría y uno podía ver que era alegre, divertida, entusiasta, justo la clase de persona que a uno le agrada tener cerca. Pero mientras que eso seguía siendo tan típico de Paula, ¿dónde había quedado la niña regordeta de antaño? Y no es que él la hubiese despreciado por ello. Al contrario, había adorado a la pequeña P por su candor e
inocencia, por no ir detrás de él como todas las chicas del instituto, por su ágil mente. Pero ante sí tenía una belleza llena de curvas y más curvas. Aunque él prefería a las mujeres bien moldeadas, y sí, salidas de Vogue, las curvas de Paula le atraían de sobremanera.


Sentada en el viejo sofá, tenía las piernas cruzadas y el vestido negro con blanco se le quedaba atorado a medio muslo, revelando unas torneadas piernas, bronceadas, y tan largas que se preguntó dónde habían estado escondidas todos esos años. El escote del vestido era sencillo, en V,
sin adornos, pero igual no ayudaba mucho pues resaltaba su generoso busto. Sólo un saco negro de terciopelo salvaba su libido de ser delatado.


Estaba sentada en el otro extremo de la salita, platicando con la esposa de Pablo, An… Ale… algo así. Era una rubia simpática que tenía en brazos al niño más grande de ambos, mientras que Paula tenía a las hijas de Paloma y Pablo en sus piernas.


Se veía hermosa. No había más palabras. ¿Cuántos años tenía que no veía a Pablo? ¿Tres, cuatro, cinco? Pues lo que fueran habían hecho una hermosa mujer de ella. Uno de las niñas que tenía en sus manos empezó a sollozar y Paloma se disculpó para ir por la que Pedro supuso, era su hija. La tomó en brazos y la empezó a acurrucar, mientras que Pau se quedó sonriendo a la pequeña que tenían en brazos.


― Has estado muy callado, Pedro ― murmuró Pablo


― Lo siento, ya sabes, mi mente vuela demasiado en estos días.


― ¿Qué? ¿Arrepentido de pasar Navidad en casa, con tus mortales vecinos, en vez de pasarlo con la rubia de la semana en medio de una fiesta de cerveza y vinos, en algún lugar cálido?


Odiaba la fama de gigoló que Pablo ponía, pero odiaba Aun más, que fuera la verdad. Hasta ese día, Pedro jamás había tenido una novia seria, sin contar claro, a Paloma, pero incluso en ese entonces, Pedro no se había sentido completo.


― No, sólo pienso… ― “En tu hermana y yo, desnudos y calentándonos mudamente”. Eso sería casi como decirle a Pablo “Trae el cuchillo del pavo y mátame”, así que recuperando parte de su autocontrol contestó ―. En la próxima temporada. Jerry me está presionando mucho con el contrato.


Jerry Leacock era su agente; una paria, sí, desde luego, pero el mejor agente que cualquier deportista podía desear tener. Y Pedro lo tenía. Durante casi diez años había su única constante en su ascenso como deportista. Primero había llegado a los Gigantes de San Francisco, y la verdad era que había adorado a su equipo. Su familia y los Chaves habían estado presentes el día del Terremoto de la Serie Mundial del ’89, y Pedro había sentido que había sido su señal. Había logrado entrar con los Gigantes poco después y su carrera había ido en sólo rumbo: hacia arriba.


― Así que… ¿ya no estás con los Gigantes?


Se giró para encontrarse frente a frente a Paula, parada delante de él, con sus brazos detrás de su espalda y sonriéndole abiertamente. ¿Cuándo había llegado hasta él? 


Regresó la mirada al otro lado. ¿Y dónde estaba Pablo? 


Paula sonrió y como si hubiera leído su mente, agregó:
― Vaya, Pablo se sentirá muy ofendido que no le hayas prestado atención cuando dijo que tenía que ir a ayudar a Ale con los niños.


¿Cómo había sabido? No tenía idea. No pudo evitar sonreír.


― Estaba pensando en el terremoto.


Paula sonrió y le dio una palmada amistosa


― Oh cielos. ¿Te acuerdas de ese día? ― Paula suspiró y miró a los demás ―. Todos felices porque veríamos una Serie Mundial, aquí, en San Francisco. Y viene el terremoto. Si no mal recuerdo, dijiste que esa fue tu señal, ¿no es así? ¿Los Gigantes? Y ahora me entero que los has abandonado.


Pedro esbozó una sonrisa y tomó un poco más de ponche casero.


― Sí, me fui a los Mets.


Paula achicó sus ojos, quedando en dos delgadas líneas, y luego lo estudio cuidadosamente.


― Hmmm…


― ¿Qué pasa, Pauly?


Su boca se frunció al oír el mote de pequeña.


― Voy a entrar en los treintas, Pedro, así que Pauly puede pasar a otro punto — el oír que Paula dijera abiertamente su edad hizo sonreír a Pedro. Otro punto para Paula —. Es sólo que me llevó unos segundos entender tu decisión de los Mets, pero para alguien como tú, lo he captado.


Aquello llamó la atención de Pedro y se acercó a ella, dando pequeños pasos de bebé, pero Paula no parecía intimidada, ni nerviosa, como lo habría estado otra mujer en su posición.


Aunque bueno, ella tenía el arma de inmunidad a su favor, pues se habían criado juntos desde pequeños.


― ¿Alguien como yo?


Ella alzó los hombros y habló sin mirarlo.


― Ya sabes, el éxito, la gloria, lo mejor de lo mejor y toda esa letanía de cosas que los deportistas se gritan unos a otros.


― Me dejas sin palabra, Pau.


Entonces sus ojos arenosos se enfocaron en él. Sus enormes ojos escondidos detrás de esa cortina de pestañas quebradas. Su mirada se deslizó hacia sus labios, sin nada más que un brillo transparente, pero que olía a uvas y fresas. 


Vio sus labios moverse.


― Pero sé por qué lo hiciste ― contestó triunfalmente Pau, esbozando una perfecta sonrisa.


Pedro enarcó una ceja.


― ¿Ah así? Vaya, veamos, tengo curiosidad por saber.



― Pudiste ir a los Yankees, ¿cierto? Estoy segura que duplicaron tu suma, y te ofrecieron la luna y las estrellas, pero estoy completamente segura que no titubeaste un segundo ¿Cierto? ― Pedro se quedó sin palabras, sólo mirándola. ¿Cómo sabía…? Nadie podía habérselo dicho. Ni
siquiera Pablo lo sabía. Paula siguió con el análisis ―. Y es porque no querías. Así de simple. Siempre te has guiado por lo que quieres, no por lo que la gente dice o quiera por ti ― volvió a mecerse sobre su eje y canturreó ―. Lo que Pedro quiere, Pedro lo tiene. Es lo mismo que pasa con la motocicleta de afuera. Es un Indian ― no había pregunta en la oración. Era una afirmación ―. Todo mundo supondría que tendrías una Harley, pero Pedro quiere ser excéntrico con sus gustos.


Paula terminó su análisis con una enorme sonrisa de satisfacción.


Y Pedro cayó rendido.


― Salgamos.


No esperó su respuesta. Simplemente la tomó del codo y la llevó hacia el patio trasero de su casa, y de paso se llevó dos copas de champagne. Le dio una a Paula pero ninguno de los dos le dio un sorbo.


Paula se sentó en uno de los columpio, un poco incómoda ya que su trasero quedaba justo a la medida del columpio, pero que más daba. Observó a Pedro quedarse en el poste que sostenía en infantil balancín.


― ¿Y a ti como te va? ― preguntó Pedro.


Paula admiró su perfil. Parecía un adonis, parado, con las luces navideñas alumbrando la casa. Si algo llamaba la atención a Paula acerca de Pedro, no era su hermosura, que desde luego tenía, ni su carisma que tenía a rebosar, o su cuerpo, que dios podía ser testigo estaba mejor que nunca. 


Eran sus ojos, de un gris perlado que Paula en todos sus años de vida jamás había podido encontrar unos que le rivalizaran. Siempre los había comparado con estrellas, con el brillo de las estrellas plateadas. Sonrió ante la metáfora sentimentalista y suspiró.


― No me puedo quejar. Mira eso… ― alzó la mirada al cielo y sonrió. Millones de millones de estrellas estaban alzadas en el manto estelar ―. ¿Cómo no puedes emocionarte con eso? Cada vez que ponga un ojo en un telescopio y veo algo, lo que sea, me pierdo en su belleza. Ver que más allá de este plano, de esta tierra, hay algo, tan hermoso, lleno de polvo y gases, sí, pero cuando lo ves sólo piensas en cuentos de hada, en calor, en felicidad ― volvió a mirar a Pedro y sonrió apenada ― Suena tonto lo sé, pero es tan hermoso.


Pedro agitó su cabellera negativamente.


― No, para nada.


Daphne colocó la copa entre sus manos, sobre su regazo y sonrió más para sí que para él.


― Sabes, tú tienes la culpa de mi afición por la astronomía.


― ¿Yo?


Aquello sí que despertó su interés. Jamás había hablado de cosas de astronomía con Paula.


Joder, él ni siquiera sabía nada más que cosas para engatusar a las chicas del instituto. Paula sonrió, misteriosamente.


― Sí. Quizás algún día te lo cuente.


― Esperaré impaciente. Y, ¿te espera un guapo novio en Puerto Rico?


― No. ¿Por qué, interesado?


Oh, no tenía idea de cuánto, pensó Pedro.


Siguieron platicando por minutos, y luego por horas. ¿De dónde le había salido el valor para decir tales palabras a Pedro? Paula no tenía idea. Esa noche se sentía extraña. Atrevida. Sí, esa era la palabra. Se habían saludado como viejos amigos cuando él llegó a la casa para la cena, sin embargo, había sentido su mirada seguirla durante toda la velada. Y aquello había sido nuevo. Y emocionante.


El ruido de los cristales chocando, los saludos, las felicitaciones, los gritos, todos, festejando la dulce navidad que ese año había reunido a toda una gran familia. Podía llegar el olor a comida, sirviéndose en la mesa; el calor abrigador de la chimenea calentando la estancia, el vino
sirviéndose de copa en copa, la risa de los niños llegando de todos lados.


Pedro miró a Paula de reojo, enfundada en un vestido blanco con negro, sin ningún adorno más que su propia su sonrisa. Habían salido a charlar de los viejos tiempos al patio trasero de su casa, y la noche se les había alargado, al paso que había dado la medianoche y no habían estado con la familia.


― Parece que ya es navidad ― Dijo Pedro, por decir algo.


― Así es.


― Por la mejor navidad de nuestras vidas ― Sugirió Pedro, alzando su copa.


― Y por las que vendrán ― Contestó Paula, chocando su copa para después tomar un sorbo.


La puerta se abrió estruendosamente y Pablo se asomó con la puerta en la mano, sosteniéndola para que no se cerrara.


― Oigan ustedes dos, tórtolos, venga acá, mamá va a hacer una oración ― y desapareció en la negrura de su casa.


Paula sonrió pensando en que el bello momento al lado de su príncipe ya había terminado.


Pedro apareció frente a ella, extendiéndole su enorme mano.


― Permíteme.


Ella lo tomó, pero no había esperado que él la jalara contra su cuerpo, obligándola a alzar la mirada y contemplar sus ojos grisáceos.


― ¿Por qué nunca me había fijado en que tus ojos tienen pequeñas gotas de color verde?


― ¿Será porque no habías estado lo suficientemente borracho como para alucinarlas?


― No, ha estado ahí. Siempre ― Le soltó la mano, y le acarició la mejilla ― Solo hacía falta que alguien las vieras.


Paula sintió su piel erizarse y su corazón acelerar como si fuera a correr en el Gran Prix.


Trató de mantener la calma y le dio un golpecito en el pecho.


― Bueno bateador, vamos a enfriarnos un poco, que yo sólo vine a San Francisco por la cena de mi madre.


Trató de zafarse pero Pedro la tomó con más fuerza.


― Paula… la pequeña Paula…


Y entonces los sueños de infancia de la pequeña P se hicieron realidad. Pedro Alfonso la estaba besando con pasión arrolladora. Sus piernas habían empezado a bailar como si de gelatina se tratasen. Había oído a Paloma decir que Pedro daba los mejores besos de todo el instituto. Ella no había besado a muchos hombres, pero esa noche, vaya que Pedro los había superado.


― ¿Por dios, Paula, que estás haciendo conmigo? ― preguntó Pedro entre beso y beso, sin poder saciarse ― No puedo parar.


Paula devolvía el beso con una intensidad equivalente. Una mano de Pedro se enterró en su nuca, acercándola más hacía sí, mientras que la otra, se aferraba como un ancla en su cintura.


― Tenemos que ir a cenar… ― Paula no podía creer que aquella voz roca de excitación le pertenecía a ella ―…sino nos vendrán a buscar.


Tomó una bocanada de aire, pero siguió besando a Pedro


Sabía tan bien.


― Lo sé.


Pero Pedro no la soltó y en vez de eso, profundizó su beso, enterrando su lengua en su cueva, degustando su sabor, a ponche, a frutas y Paula. La acercó tanto, que casi podían ocupar el mismo espacio, cosa físicamente imposible.


― Pedro


― Sólo un beso más. Sólo…


Paula sentía que se estaba quedando sin aire. En verdad, pero los labios de Pedro no la soltaban,… y ella no quería soltarlo tampoco. Cuando la mano libre que no sostenía la copa lo tomó del cuello de su camisa, Pedro la soltó al fin. 


Ambos respiraban agitadamente, como si hubieran
corrido un maratón.


Pedro dio un paso atrás, alejándose de ella.


― Ok, ve tú adelante. Yo trataré de calmar… ― colocó su mano en su cinturón y se dio la vuelta ―…todo mi yo un rato.


Paula se quedó quieta sin saber qué hacer. ¿Por qué rayos se portaba tan frío ahora, cuando casi se la tragaba segundos atrás?


― Pedro… ― dio un paso hacia él y extendió la mano.


― Paula, por todos los santos, entra a la casa, antes que acabe haciéndote el amor en el patio de tu casa.


Vale, con aquello Paula no necesitó más, y entró corriendo a la casa, a degustar la cena de Navidad.



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