Natalia Trujillo
miércoles, 7 de diciembre de 2016
CAPITULO 17
Pedro se pasó la mano por su alborotado cabello. En lo que respectaba a Paula Chaves, Pedro acaba haciendo las cosas más estúpidas, como bailar en la playa a medianoche o esto, encerrarla en el baño de hombres, para que lo escuchara.
― Paula, las cosas que pasaron… hace cuatro años, en realidad no fueron…
― Pedro, ¿porque quieres revivirlo? ¡Ya terminó! ― gritó Paula presa del pánico.
Él se acercó hasta ella, haciéndole retroceder hasta que el espacio se le acabó y su trasero golpeó contra el lavabo. Pedro la encerró entre sus manos, sin tocarla.
― Si fuera pasado, no huirías cada vez que hablo de ello. Si fuera pasado no me pedirías que lo dejase en paz. Si fuera pasado no estarías tan tensa cada vez que te toco o estoy en el mismo lugar que tú. Lo siento Pau, pero no, no es pasado. Necesito que me escuches.
La furia y el dolor se mezclaron en la garganta de Paula. ¿Dejar bien? ¿Qué cosa podía quedar bien?
― ¿Y qué hay que dejar bien Pedro? Te acostaste conmigo. No, espera, te revolcaste con la pequeña P, la hermanita de tu mejor amigo.
Pedro casi pierde la razón al oírla hablar así. ¿Eso es lo que había pensado?
― ¡No fue un maldito revolcón Paula! ― respondió con la voz alzada.
― ¿No? ¡Espera! Claro, no fue uno. Fue todo un jodido fin de semana de sexo — la ira iba creciendo, elevándose como una flama dentro de Paula. Ambos estaban gritando y ni siquiera se habían percatado de ello —. ¿Te parece mejor? ¡Te acostaste conmigo, y la siguiente vez que te veo,
estabas casado, tú estúpido idiota!
Pedro trató de tomarle de las manos, pero Paula se zafaba constantemente.
― Iba a volver por ti, Pau, lo juro.
― No me interesa oír tus falsas promesas Pedro. Yo sé mejor que nadie que las cosas no se pueden cambiar. ¡Porque para mí fue una maldita noche que jamás debió pasar!
― Paula…
― Maldición Pedro, déjalo ― y entonces, un sollozo salió de su garganta. Se tapó la boca con una mano, tratando de amortiguar el llanto y le dio la espalda a Pedro.
Nadie, nadie la veía llorar.
Pedro se quedó lívido sin saber qué hacer. Había esperado gritos, y los había tenido. Había esperado golpes que sabía los merecía, pero ver a Paula llorar, verla tratando de ser fuerte, Dios, aquello dolía más que una paliza con diez Sam Bats juntos. Se acercó a ella rápidamente pero no sabía qué hacer. Tomarla en brazos, dejarla llorar sin más.
― Oh por lo que más quieras, Pau no llores, no puedo… golpéame, grítame, pero no llores.
Paula negó con la cabeza, y con la cartera trató de aminorar los sollozos, tratando de recuperar la compostura.
― No quiero… no puedo… no… — Paula no podía terminar una frase. El aliento se le escapaba cada vez que abría la boca.
― ¿Pau?
― Lo siento, tengo que… ― sintió la mano de Pedro y se congeló, brincando y yendo al otro extremo del lugar ― No, no por favor. Déjame ir Pedro. No puedo…
Entendiendo que la conversación había terminado, Pedro le quitó el pestillo a la puerta y la abrió, sacando primero la cabeza y agradeciendo que nadie estuviera a fuera.
Daphne caminó apresuradamente hacia la puerta, pero Pedro la detuvo unos segundos.
― Lo siento mucho Pau. Si pudiera, daría todo lo que tengo para cambiar el pasado.
Paula cerró los ojos y se lamió los labios, secos y marchitos.
― Diles a mis padres que me tuve que ir, que me salió una llamada de emergencia o lo que sea. Adiós, Pedro.
Salió, sintiendo las miradas de los demás comensales, pero le importó. Una vez afuera respiró, inundando sus pulmones con fiereza. Corrió hacia Jefferson y detuvo un taxi, al que se
subió y le dio su dirección. Se sentía tan vacía y fría.
Necesitaba dejar salir todo ese dolor, pero no podía, todavía no. Sobornando al taxista, quince minutos después estaba en su casa, y el gentil amigo, con un billete de Benjamín Franklin en la cartera.
Tomó el teléfono inalámbrico de la sala y se lo llevó a su cuarto. Entró y le puso seguro, por si sus padres llegaban, no quería que la encontraran en ese estado. Marcó los números sin hacer antes el desfasamiento de horas. Solo marcó porque tenía que hacerlo.
― ¿Paula? Son las siete de la madrugada. Me tocó guardia y salí a las cinco de la mañana…
― Eli… Elias― trató que su voz sonora firme, de soltar en una sola palabra, pero no pudo.
Se dejó caer en el piso, apoyando su espalda contra la cama.
― Nena, ¿estás bien?
― Yo sólo… necesita oírte.
― Cariño, respira, sólo respira.
Y entonces se soltó. Como una tormenta de agosto, sin aviso, sin siquiera notarlo, que sólo aparece y se queda por horas. Así fueron las lágrimas de Paula. Lágrimas agridulces mezcladas con el sudor que corría por su frente. Sollozos ahogados junto con gritos que jamás serán emitidos.
Así era como Paula lloraba. Se privaba, pero no dejaba salir nunca sollozos quejumbrosos. Su garganta no dejaba salir ningún sonido, pero Elias pensó que no había peor llanto que aquél que no salía por completo.
― Tranquila Pau, tranquila.
Paula trató de agarrar aire, pero las bocanadas se le iban. Era como ahogarse en su propia miseria.
― Tenía… tengo que quedarme Elias. Necesito… hacerlo, ¿lo entiendes verdad? Necesitaba… decir que dolió. Que… ― pero no podía seguir hablando. Cada sollozo era más
fuerte que el anterior.
Elias apretó los puños con fuerza, enfadado porque ella estuviera sola, y con ganas asesinas contra aquel hombre.
Sin embargo, sólo podía brindarle consuelo a través del frío aparato. Aun así, lo intentó.
― Shuuu pequeña. Sólo déjalo ir.
Y durante una hora, oyó una sinfonía de tristeza y llanto
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Ayyyyyyyyyy, qué dolida está Pau. Ojalá no se vaya y se arreglen pronto.
ResponderEliminar