Natalia Trujillo
sábado, 17 de diciembre de 2016
CAPITULO 49
Pedro se fue a los pocos minutos, para cerrar temprano el negocio y desearles a todos sus empleados una feliz navidad. Ella, en cambio, se instaló en su cuarto y se puso a revisar correos y agilizar un poco del trabajo que tenía abandonado. Actualizó algunas notas y se internó en un artículo acerca de los estudios de cúmulos globulares abiertos que tenía un vínculo hacia otra página y luego a otra y a otra… sólo cuando sintió una mano sobre su hombro, despegó los ojos de la computadora. Lo primero que vio fue el rostro de su hermana, con una ceja arqueada y su mano
derecha sobre su cadera.
— ¿Ya son las ocho? — preguntó alarmada mientras miraba hacia la esquina de la computadora. Eran las seis y media.
—No — contestó Paloma mientras cerraba la pantalla del ordenador —, pero me imaginé que como siempre, perderías la noción del tiempo y no estarías lista a tiempo. Por eso tu súper hermana vino a tu rescate.
Luego, la gran Paloma caminó hacia la cama y dejó caer los bolsos que llevaba y empezó a sacar una plancha para alaciar el cabello, rulos y espirales, maquillaje, más maquillaje y mucho más maquillaje. Se dio la vuelta satisfecha consigo misma y le dio una sonrisa a la pequeña P, que ésta tembló de miedo.
—Te dejaré tan hermosa ésta noche, que si Pedro no se te declara es hombre muerto.
Pau sonrió y se levantó de la silla.
— Vamos Paloma, déjalo en paz. Todavía somos unos niños.
Paloma resopló.
— Claro, y como Brad Pitt en esa película, van rejuveneciendo en vez de envejecer — la inspeccionó unos segundos y luego le tendió una toalla —. Y ahora a bañarte señorita.
— Si mamá.
Veinte minutos después Paula estaba sentada en la orilla de su cama, con su pelo ya seco y envuelta en una bata rosada, vestida solo con su ropa interior. Paloma había terminado de aplicarle una cosa pastosa en el cabello asegurándole que quedaría brillante y sedoso; ahora se encontraba con una parte delicada de su anotomía cuando…
— ¡Auch!
— Deja de quejarte, pareces una niñita. Sólo te estoy depilando las cejas, no torturándote con un mazo.
— Pues parece ser lo mismo — sentenció Paula mientras se tallaba las cejas, que le ardían y picaban. Pero Paloma volvió a su labor y le echó la cabeza hacia atrás y siguió.
—No sabes lo feliz que estoy que estés en casa Pau.
—Ya claro, una niñera gratis siempre es bien recibida… ¡Ouch! ¡Cuidado Paloma!
— Cuida tus palabras niña. Tengo un depilador de cejas y no dudaré en utilizarlo — dijo y al ver que Paula iba a decir algo le dio otro tirón y agregó —, y ya deja de hablar, a partir de este momento tienes prohibido hablar porque voy a empezar a maquillarte.
Paula cerró los ojos por instinto, y olió aquella esencia amarga y sintética del cosmético.
Sintió una esponja sobre sus pómulos y los dedos de Paloma sobre su rostro colocándole alguna crema o base. Pasaron unos tranquilos segundos, donde ninguna de las dos dijo nada, simplemente disfrutaban de la compañía silenciosa de la otra.
— Siempre deseé poder hacer esto.
— ¿Torturarme? — preguntó en un susurro sin abrir los ojos.
— Pasar más tiempo con mi hermanita. Pero nuestros gustos nunca fueron los mismos, ¿verdad?
Se oía una nota de melancolía en la voz de Paloma. Paula pensó en la gran diferencia entre ambas, mejor dicho, entre todos sus hermanos. No pudo evitar suspirar.
— Lo sé, soy la rara de la familia. Pauly, la patito fea.
Las manos de Paloma se detuvieron y Paloma sintió la mirada de su hermana sobre ella como hierro caliente, así que se arriesgó y abrió lentamente los ojos y se encontró a Paloma conteniendo las ganas de llorar.
— Oh Pau, aquellas fueron bromas, pero por lo visto tú no las tomabas como tal — dejó la esponja y un estuche sobre el tocador y le tomó ambas manos —. Es cierto que eres un poco rara. Dios, ¿a quién en su sano juicio le pueden gustar las matemáticas, la física… los números? — Paula sonrió —. Pero muy en el fondo, siempre, siempre hemos estado orgullosos de ti, Pau.
— ¿En serio?
— ¡Pues claro tonta! — dijo Paloma mientras se limpiaba el rostro por culpa de una solitaria lágrima —. No sabes cómo presumo a mi hermanita científica que observa esas cosas del cielo y sabe tantas cosas. En realidad siempre que nos reunimos hablamos de ti, y de lo felices que estamos que hayas salido adelante. Mírate, haz viajo a más lugares que toda la familia junta, y haz hecho algo que quedará grabado por siempre Además, en secreto siempre estuve celosa de ti.
— Oh sí, claro — murmuró Paula entre dientes apretados con un alto grado de sarcasmo.
— Es la verdad. Yo sólo tenía una cara bonita que sabía no duraría para siempre. En cambio, tú eras inteligente, independiente, y fuerte. Nunca llorabas frente a nadie, a pesar que las lágrimas amenazaban por salir. Eras buena con todos, y siempre te ganabas el afecto de todos. A mí me
costaba más, porque nadie esperaba eso de mí. Sólo esperaban que fuera linda y punto.
— Eso no es cierto, Paloma.
— Tal vez tú no lo vieras así, pero mucha gente sí. Sé que todo mundo se pregunta qué rayos vi en Guille cuando me casé con él.
Paula siempre se lo había preguntado.
— En realidad me casé por lo que él ve en mí. Él ve la mujer que hay aquí Pau — dijo llevándose la mano al corazón —, y la conoce mejor que nadie y cuando me mira me siento la mujer más importante de este mundo. Creo que tú sabes qué es eso.
— Sí, creo tener el ligero presentimiento de cómo es aquello —. Ambas hermanas se observaron sin saber que más agregar, cada una sonriendo como tonta, limpiándose las lágrimas.
— Vaya, sí que nos pusimos sentimentales — dijo Paloma al cabo de unos segundos, ya más calmada. — Vamos, cierra los ojos que te voy a tener que retocar de nuevo.
Paula así lo hizo y dejó a Paloma trabajar en lo suyo. Estuvo una hora trabajando con ella, y a pesar de las quejas de Paula, tenía que reconocer, ya viéndose en el espejo, que su hermana tenía un verdadero don. Su piel brillaba como nunca, se sentía tersa y suave. Había colocado un tono café en sus párpados y encima un dorado que realzaba su mirada. Había delineado sus ojos de un modo que los hacía ver más grandes y profundos, como una mirada tipo Liz Taylor. Y la había rematado marcándole un lunar falso sobre el cachete izquierdo.
― ¡Paloma! ― exclamó sin saber que más decir.
― Lo sé, lo sé. Soy un genio, ¿verdad?
Se giró hacia ella y sin previo aviso la tomó entre sus brazos, fundiéndose en un largo abrazo.
Al principio Paloma se quedó en verdad sorprendida, Pau no era de abrazos de ese estilo, pero al cabo de unos segundos el desconcierto desapareció y le devolvió el abrazo.
― Gracias Paloma, eres la mejor hermana del mundo ― susurró Paula contra su pelo, sintiendo las lágrimas florecer como azucenas en primavera.
― Oye ― Paloma se apartó y la miró con un enfado fingido ―, no me pasé todo la tarde convirtiéndote en Marilyn Monroe para que lo eches a perder en unos segundos.
Ambas sonrieron, compartiendo por primera vez en muchos años, aquella sensación de complicidad fraternal. Pau asintió, se limpió con suavidad y buscó su vestido. Su hermana salió a cambiarse a la otra habitación y la dejó sola, con la condición que no fuera a echar a perder su obra maestra.
Sin poder quitarse la sonrisa de encima, Pau comenzó a vestirse, pasando con mucho cuidado el vestido sobre su cabeza y metiendo los brazos por sus respectivos tirantes.
Era un vestido liso de un color…bueno, indescriptible. Tenía destellos en colores ámbar, bronce y dorado que se mezclaban de tal forma que parecía estar observando un atardecer en la playa. Macy’s tenía buenos modelos cuando se buscaba con paciencia pensó Paula admirando su vestido, el cual no tenía frunces, ni escotes exagerados ni bisutería exótica. Era sencillo y a la vez, elegante. Venía
acompañado con una chalina de un tono más oscuro y se había comprado unas zapatillas de tiras color bronce. Con su pelo rizado suelto y brillando gracias a la magia de Paloma, se sentía la mujer más bella del mundo. Dispuesta a todo esa noche.
“¿Dispuesta a hablar con Pedro, Pau?”, preguntó una voz interna.
“Oh cállate, estúpida conciencia.”
Caminó hacia la orilla de la cama donde se sentó y se dejó caer, colocando sus manos sobre su vientre y los pies en la tierra… o en alfombra. Le había prometido a Pedro que hablarían esa noche. De alguna manera, sabía que esa era la noche. No precisamente la “noche” que Paloma y
quizás su madre, Ale, Victoria e incluso Alejandra esperaban. Mucho antes de llegar a eso, Pau tenía que hablar con Pedro. Había dejado pasar los días, semanas con tal de posponer ese día, pero ya no podía más. Extendió la mano para tomar la almohada a su derecha pero en el último
segundo se detuvo. Seguro como que el Sol era una estrella y no un planeta, Paloma la mataría por arruinar el maquillaje.
Se colocó la almohada sobre el vientre y dejó que sus dudas volvieran a su cabeza.
Su incertidumbre no tenía que ver la situación geográfica.
Era claro que no podrían mantener una relación si ella estaba en una isla que era más parte de África que de España y él en el otro lado del mundo. Aquello Pau ya lo había resuelto. Primero, porque sabía que Pedro la amaba.
Ninguno lo había declaro explícitamente, pero Pau lo sabía, lo sentía en cada beso, en cada caricia, en cada fibra de su ser. Y ella siempre lo había amado. Así de simple. Además, el día que le había escrito aquél correo a Elias lo había decidido. Se quedaría en San Francisco. No volvería a dejar que el destino le arrebatase la felicidad que por mucho tiempo había perdido. No esta vez. Además, había otra razón, una razón oculta, que le obliga a quedarse, pero no se sentía con ganas de indagar en ella.
― ¡Pau! Ya están llegando tus hermanos ― el grito de su madre despertó todos los sentidos de Paula.
Paula agudizó el oído y oyó el motor de un automóvil. Dejó la almohada a un costado y se levantó.
― ¡Ya voy!
Caminó hacia el espejo y se dio una última mirada. Rozó sus labios luego su mejilla derecha con la mano, sin dejar de mirarse. Sin embargo, había cosas que se debían olvidar. El pasado era pasado, y nada podía cambiarlo. Lo sabía, pero aquello no evitaba recordarlo, y traer consigo ciertos recuerdos tristes y vergonzosos.
Bajó y se reunió con los recién llegados, y cerca de las nueve de la noche llegaron los últimos invitados a la cena.
— Hola Cris, bienvenida ― dijo Paula recibiéndola con un efusivo abrazo y un beso en la mejilla, para luego pasar a su hermano, quién la tenía rodeada de los hombros.
— Toma ― Cris le tendió una botella de vino y miró luego hacia Patricio ―. Hércules no me dijo que traer así que me arriesgué con esto ― se inclinó hacia Paula para susurrarle ―. Le tuve que preguntar al vendedor, porque lo juro, no sé nada de ellos. Sólo se voltear la botella y servir, pero no creo que eso cuente. Aun así, espero les guste.
― ¿Qué tanto cuchichean señoras?
― Nada, solo cosa de chicas ― se volvió hacia Cris ― Te diría que no te hubieras molestado… ― Pau hizo una pausa y silbó al leer la marca del vino. Ella y todos en su familia sí
sabían de vinos ―,… pero a este bebé no le podemos negar la entrada. Pasen.
Entraron a la sala, donde ya todos estaban acomodados platicando. A pesar de las buenas relaciones entre todos, cada quien parecía saber a qué grupo irse: niños, hombres o mujeres.
Patricio y Cris saludaron a todos y a pesar de las quejas, Pau se llevó a Cris con las mujeres.
— ¿Hércules, eh? ― preguntó mientras avanzaban a la cocina, donde las “mujeres” estaban preparando los últimos arreglos a la cena.
—Aquí entre nosotras, adoro el nombre, pero es mejor que él no lo sepa. No quiero elevarle el ego.
Echaron la cabeza hacia atrás y soltaron sonoras carcajadas que se escucharon por toda la casa. Y así fue como llegaron hasta donde Penelope, Paloma, Ale y Victoria.
CAPITULO 48
― Odio la Navidad.
Pedro esbozó una ligera sonrisa y miró de reojo a Pablo, parado a un costado suyo. Si su mejor amigo hubiese dicho algo así en cualquier otro momento, estaba seguro que le habría tomado el pelo, y seguro, le habría dado algún comentario sarcástico. Pero aquel día no podía negarle que al parecer, tenía una verdadera razón para odiarla.
Pablo Chaves estaba atestado —no había otras palabras para describirlo— de bolsas de compras navideñas bañadas en colores chillones y llenas de lazos. Él se habría ofrecido a ayudarlo, pero honestamente, era más divertido ver a su amigo de metro ochenta tratar de pasar desapercibido. Pedro miró a otro lado, tratando de borrar aquella sonrisa picarona que se asomaba en sus labios, porque seguro Pablo se la borraba de otra manera, e indiscutiblemente, sería muy dolorosa… aunque pensándolo bien, Paula siempre le decía que era un hombre temerario.
― Parece que alguien está a punto de convertirse en el Grinch.
Pablo giró su cabeza con fuerza hacia donde Pedro y se oyó como las vértebras de su cuello protestaron por el movimiento.
― Cuando tengas tres hijos y una esposa-compradora-compulsiva sabrás de lo que hablo. No sólo te deja sin dinero sino que además acabas con un complejo de inferioridad asegurado.
—Oye, a mí me gusta ir de compras
—Sí, y a veces me pregunto si eso es normal — dijo Pablo acompañando la frase con una mirada de incredulidad a su amigo —. Por lo menos es anti-masculino.
—Lo que yo creo es que los Chaves tiene un gen anti-comprador. La única normal de la familia es Paloma.
Pablo agitó su cabeza, en desacuerdo.
— Es anormal.
— Es tu hermana.
— Eso no quita que sea anormal. Dejémoslo en que es la rara de la familia.
Pedro sonrió y se rascó entonces la barbilla.
— Y que querías decir con eso del complejo. Ir de compras y comprar no me ha supuesto ningún problema en todos estos años.
Un sonoro bufido salió de la garganta de Pablo.
― ¿En serio?
― Claro.
Dándose la vuelta noventa grados a su derecha, Pablo quedó frente a Pedro, quien imitó su gesto.
— Eso es porque no manejas la psicología detrás de salir de compras — dijo mientras alzaba las bolsas que atiborraban sus manos—. Y sobre todo las compras navideñas. No es sólo que te deja sin dinero. No amigo, eso es sólo la primera cosa de la lista. Si es muy pequeño es que piensas que la otra persona no significa nada. Si es muy grande pensará que eres un derrochador. Si es muy femenino pensará que eres un marica. Si es muy oscuro o práctico pensará que eres o un machista o un tacaño. En fin, nadie está contento, y eso es… irritante.
Pedro se quedó unos segundos sin saber qué hacer. Jamás había escuchado algo tan ridículo, pero al parecer Pablo en verdad lo creía así. Se acercó a él, y le dio unas palmaditas en la espalda.
― Amigo, eres un gran pensador.
― Once años casado y ves las cosas desde toda una nueva perspectiva.
― Gracias por compartir esa perla de sabiduría, Pablito.
― Cuando gustes.
Volvieron su atención a las mujeres. Paula parecía estar a punto de entrar en las estadísticas de mujer al borde de una crisis.
— Pobre, después de esto, estoy seguro que Paula no volverá a estar sola con Ale. Mucho menos hablar de compras delante de ella.
La mirada de Paula tenía una mezcla de horror y cansancio con algo de ironía pintada en su reflejo. Asentía a lo que fuera que Ale le estuviera diciendo acerca de la estatuilla de porcelana que tenía en las manos, pero era obvio que no sabía acerca de qué estaba hablando. Era casi seguro que Paula estaba teniendo una de las conversaciones más difíciles de su vida.
—Me gustaría decir que no, pero la verdad, por la cara que tiene la pobre, estoy de acuerdo contigo.
— Yo me sigo preguntando de donde habrá sacado dinero Ale para todo esto — dijo mientras alzaba las bolsas, llamando la atención de los demás compradores —. Espero que mi crédito soporte.
— O sea que si oigo de algún banco asaltado tendré la certeza que fuiste tú.
— Creo que así será. A este paso Ale y yo seremos los nuevos Dick y Jane de San Francisco.
Ambos se echaron a reír, y miraron a sus mujeres. Ale llevaba una falda larga color arena, un suéter negro de angora, una bufanda de multicolores y una gabardina gris oscura. Pau, por su parte llevaba unos vaqueros gastados, una blusa de algodón blanco y una de las sudaderas de
Pedro, y sus gafas de montura gruesa que le resultaban tremendamente sexys en ella. Paula sintió el escrutinio de las miradas masculinas y los miró, pero solo por unos segundos. Su mirada viajó de su hermano a su amante, pero la desvió rápidamente y volvió su atención a su cuñada.
Pedro sabía que algo estaba molestado a Paula, pero no sabía que rayos era. Desde hacía varios días llevaba comportándose un poco distante, y prácticamente lo había evitado excusándose con el trabajo. Pedro era paciente, pero su paciencia era finita.
Por fin ambas mujeres caminaron hacia ellos. Una irradiando felicidad, y la otra, bueno, irradiando algo. Paula soltó un suspiro largo y tendido, mientras dejaba caer los hombros, como si la bolsa que llevase en las manos fuera un saco de cemento y no una bolsita de apenas treinta centímetros.
— Estoy muerta — murmuró mientras Pedro le rodeaba por la cintura.
— ¿Hemos acabado ya? —preguntó Pablo con el ceño fruncido a su esposa, quien sólo se limitaba a sonreír de oreja a oreja.
— Tú que dices Pau, ¿hay algo que te haga falta?
— ¡No! — chilló Paula, horrorizada sólo de la idea de entrar en otra tienda más. — Estoy muerta. Finito. Con el pie en la tumba.
—Vale, vale, ya captamos — dijo Ale entre risas y miró después a su marido —. En ese caso, creo que es hora de irnos, cariño.
La mirada de ambos Chaves brilló, ahora sí, de felicidad. Libertad. Pedro y Ale se dieron cuenta y sus carcajadas llamaron la atención de los demás clientes. La mano de Pedro subía y bajaba por la espalda de Pau, y a pesar de las capas de tela que la envolvían, Paula casi podía sentir la piel de Pedro tocar la suya. Extrañaba sus manos sobre su cuerpo, pero se había impuesto un tiempo de celibato para que sus hormonas no gobernaran su cerebro, aunque bien sabía Dios lo duro que le estaba resultando. Sólo tenía que tocarla para que la explosión de aquel producto glandular se elevara hasta el Everest.
— Creo que sería mejor si nosotros nos fuéramos en un taxi — dijo Pedro de pronto—, así no tendrían que rodear la ciudad y perder más de una hora en el tráfico. Tienen que regresar a la casa a las siete para la cena.
— ¿Seguros? — Ale no se mostraba muy convencida, pero su esposo no opinaba lo mismo.
— Cariño, ellos están seguros, déjalos en paz — se acercó a Paula y como pudo, acomodó las bolsas para poder despedirse de su hermana con un beso en la mejilla y una leve inclinación hacia Pedro con la cabeza —. Bueno, fue un no placer, y ahora con su permiso, tengo que ir a llorar mi cuenta bancaria, que ha muerto este día.
Pablo ya estaba alejándose de ellos cuando Ale lo llamó.
— Cariño, ¿a dónde vas?
— Pues al auto, ¿a dónde si no?
— Sí, pero y ¿a dónde llevas esas bolsas?
— ¿Al coche? — el tono de voz con el que le contestó solo sirvió para que su esposa alzara una ceja.
— Pablo, a veces me pregunto por qué me casé contigo — estiró la mano y señaló las bolsas
—. Esas compras son de Paula.
— ¡¿Todas?! ― trató de no gritar.
Perdió.
— Así es. ¿Qué no te acuerdas que nosotros ya hicimos nuestras compras desde hace un mes?
Los labios de Pablo se empinaron y formaron un puchero digno de ver. Si sus manos hubiesen estado libres, se habría rascado el mentón. En su lugar, subió y bajó las bolsas.
— Bueno, sí, pero tú saliste con las bolsas. Siempre salías con ellas.
— Eso era porque Paula se quedaba pagando tonto. Y además, fuiste tú quien me quitaba las bolsas en cuanto salía. Yo no te dije “Pablito, toma”.
— ¿Quieres decir que toda la tarde he estado cargando bolsas que no son de nosotros? — preguntó alzando la voz a cada sílaba.
— Sí, creo que básicamente eso te acabo de decir — contestó Ale empleado el mismo tono que su marido había usado anteriormente.
Irguiéndose en toda su altura, Pablo regresó a ellos en dos zancadas, caminando directamente hacia Pedro. Le tendió las bolsas, las cuales apenas pudo maniobrar.
— Toma. Y ni se te ocurra reírte.
La amenaza no sirvió. El trío rompió a carcajadas, y a Pablo no le quedó más remedio que unírseles. Se despidieron a los pocos minutos, sabiendo que se verían unas cuantas horas más tarde, en la cena en casa de los padres de Paula.
Pedro y Pau seguían riendo cuando tomaron el taxi y se dirigieron a casa de ella. Luego de que la risa fue desvaneciéndose, Pedro observó a Paula discretamente, tratando de descifrar sus pensamientos. La montaña de bolsas asentada entre ellos servía como escudo para observarla discretamente. Sus fosas nasales estaban infladas ligeramente, no como un toro enojado, sino más
bien, al estilo de Paula, señal que estaba concentrada en sus pensamientos. Su ceño tenía tenues arrugas que luego se convertían en frunces como dunas en el desierto. Aquello era señal que estaba en una discusión interior. Paula siempre había sido alguien fácil de leer, aun desde niña, y esas últimas semanas había aprendido casi todo sobre ella.
Casi. Porque en ese momento, no sabía que leer de su rostro. Veía un torbellino de rostros, señas, guiños, que se mareaba tratando descifrar lo que por esa cabecita pasaba.
Entraron en el auto y estuvieron en silencio unos segundos, pero Pedro no pudo aguantar más tiempo. Cuando cruzaron la Avenida Washington su paciencia se acabó.
— Pau.
La llamó dos veces hasta que por fin lo miró.
— Perdón, ¿decías algo?
— ¿Estás bien? Estás un poco distraída.
Las mejillas de Paula se tiñeron de un rosado suave, y bajó la mirada un poco avergonzada.
—Lo siento. Estaba pensando.
— De eso ya me di cuenta ― Pedro desvió la mirada hacia la carretera por unos segundos y luego volvió su atención hacia ella —. Haz estado evitándome esto últimos días.
― Claro que no — declaró Paula con voz indignada, pero mentía fatal.
― Pau.
― Bueno, sólo un poquito. He estado pensando en varias cosas y bueno, cuando estamos… tú y yo… juntos, no puedo pensar en ellas.
― ¿Buenas o malas? Porque la terapia que me acaba de dar Pablo fue muy escabrosa. La psicología de las compras no es lo mío.
Pedro logró su tarea y vio como los labios carnosos de Pau se curvaban y sonreían. Se acercó a él y le dio un beso delicado en los labios.
― Eres un tonto, Pedro Alfonso.
― Pero soy tu tonto ― sentenció. Ella sonrió y se separó nuevamente, volviendo la mirada hacia el exterior. A Pedro no le estaba gustado aquello, así que como pudo, entre las bolsas, extendió su brazo derecho y tomó a Paula de la barbilla — ¿Qué pasa Pau? — Tragó saliva y decidió preguntarlo de una vez por todas — ¿Esto…? ¿Éste día te trae malos recuerdos?
A pesar que su cabeza estaba alzada y alineada hacia la de él, Paula bajó la mirada. Así que eso era, pensó Pedro.
Bueno, ya eran dos. Él llevaba pensando en ello desde hacía días también.
Paula volvió a mirarlo y tomó su mano entre las suyas, acariciando sus nudillos entre sus dedos.
― Es raro. No quiero decir que… — sus manos bailaban por los aires —, bueno, ya sabes, que tú… y que yo… es raro.
― Un poco, sí.
― ¿Un poco? —Paula se dejó caer en el asiento —. A mí me parece demasiado. Parece toda una vida atrás.
― ¿Quieres hablar de ello?
La maraña de tirabuzones castaños se agitó de un lado a otro. Le dio una dulce sonrisa y se concentró en aquellos grisáceos.
― Hablaremos después de la cena ― volvió a colocarse los lentes en su lugar ―. No creo que se enojen si nos vamos a celebrar a casa de Eric y Jesica.
― ¿Vamos a ir a casa de Eric y Jesy? — preguntó Pedro repasando su agenda mental.
Paula se soltó a reír.
― Ellos creerán que vamos a ir a casa de Eric y Jesy — la mirada de Paula cambió y emitió un destello de lujuria —. Santa Claus me dejó tu regalo y como has sido un niño muy bueno, te lo daremos adelantado.
― Oh sí, nena. ― murmuró contra sus labios, tratando de controlar la ola de lujuria que azotaba su entrepierna.
Llegaron a la casa, y Paula pagó mientras que Pedro sacaba las bolsas de compras. La acompañó hasta la entrada de su casa pero dejó caer las bolsas en el piso de su porche y la detuvo cuando iba a tocar la puerta.
— Pau, me prometes que hablaremos esta noche sobre lo que sea que te tiene preocupada.
En vez de responderle, Paula se alzó de puntillas y le dio un beso delicado.
— Lo prometo. Ahora ayúdame a meter estas cosas a la casa antes que las vean
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