Natalia Trujillo

sábado, 17 de diciembre de 2016

CAPITULO 48





― Odio la Navidad.


Pedro esbozó una ligera sonrisa y miró de reojo a Pablo, parado a un costado suyo. Si su mejor amigo hubiese dicho algo así en cualquier otro momento, estaba seguro que le habría tomado el pelo, y seguro, le habría dado algún comentario sarcástico. Pero aquel día no podía negarle que al parecer, tenía una verdadera razón para odiarla.


Pablo Chaves estaba atestado —no había otras palabras para describirlo— de bolsas de compras navideñas bañadas en colores chillones y llenas de lazos. Él se habría ofrecido a ayudarlo, pero honestamente, era más divertido ver a su amigo de metro ochenta tratar de pasar desapercibido. Pedro miró a otro lado, tratando de borrar aquella sonrisa picarona que se asomaba en sus labios, porque seguro Pablo se la borraba de otra manera, e indiscutiblemente, sería muy dolorosa… aunque pensándolo bien, Paula siempre le decía que era un hombre temerario.


― Parece que alguien está a punto de convertirse en el Grinch.


Pablo giró su cabeza con fuerza hacia donde Pedro y se oyó como las vértebras de su cuello protestaron por el movimiento.


― Cuando tengas tres hijos y una esposa-compradora-compulsiva sabrás de lo que hablo. No sólo te deja sin dinero sino que además acabas con un complejo de inferioridad asegurado.


—Oye, a mí me gusta ir de compras


—Sí, y a veces me pregunto si eso es normal — dijo Pablo acompañando la frase con una mirada de incredulidad a su amigo —. Por lo menos es anti-masculino.


—Lo que yo creo es que los Chaves tiene un gen anti-comprador. La única normal de la familia es Paloma.


Pablo agitó su cabeza, en desacuerdo.


— Es anormal.


— Es tu hermana.


— Eso no quita que sea anormal. Dejémoslo en que es la rara de la familia.


Pedro sonrió y se rascó entonces la barbilla.


— Y que querías decir con eso del complejo. Ir de compras y comprar no me ha supuesto ningún problema en todos estos años.


Un sonoro bufido salió de la garganta de Pablo.


― ¿En serio?


― Claro.


Dándose la vuelta noventa grados a su derecha, Pablo quedó frente a Pedro, quien imitó su gesto.


— Eso es porque no manejas la psicología detrás de salir de compras — dijo mientras alzaba las bolsas que atiborraban sus manos—. Y sobre todo las compras navideñas. No es sólo que te deja sin dinero. No amigo, eso es sólo la primera cosa de la lista. Si es muy pequeño es que piensas que la otra persona no significa nada. Si es muy grande pensará que eres un derrochador. Si es muy femenino pensará que eres un marica. Si es muy oscuro o práctico pensará que eres o un machista o un tacaño. En fin, nadie está contento, y eso es… irritante.


Pedro se quedó unos segundos sin saber qué hacer. Jamás había escuchado algo tan ridículo, pero al parecer Pablo en verdad lo creía así. Se acercó a él, y le dio unas palmaditas en la espalda.


― Amigo, eres un gran pensador.


― Once años casado y ves las cosas desde toda una nueva perspectiva.


― Gracias por compartir esa perla de sabiduría, Pablito.


― Cuando gustes.


Volvieron su atención a las mujeres. Paula parecía estar a punto de entrar en las estadísticas de mujer al borde de una crisis.


— Pobre, después de esto, estoy seguro que Paula no volverá a estar sola con Ale. Mucho menos hablar de compras delante de ella.


La mirada de Paula tenía una mezcla de horror y cansancio con algo de ironía pintada en su reflejo. Asentía a lo que fuera que Ale le estuviera diciendo acerca de la estatuilla de porcelana que tenía en las manos, pero era obvio que no sabía acerca de qué estaba hablando. Era casi seguro que Paula estaba teniendo una de las conversaciones más difíciles de su vida.


—Me gustaría decir que no, pero la verdad, por la cara que tiene la pobre, estoy de acuerdo contigo.


— Yo me sigo preguntando de donde habrá sacado dinero Ale para todo esto — dijo mientras alzaba las bolsas, llamando la atención de los demás compradores —. Espero que mi crédito soporte.


— O sea que si oigo de algún banco asaltado tendré la certeza que fuiste tú.


— Creo que así será. A este paso Ale y yo seremos los nuevos Dick y Jane de San Francisco.


Ambos se echaron a reír, y miraron a sus mujeres. Ale llevaba una falda larga color arena, un suéter negro de angora, una bufanda de multicolores y una gabardina gris oscura. Pau, por su parte llevaba unos vaqueros gastados, una blusa de algodón blanco y una de las sudaderas de
Pedro, y sus gafas de montura gruesa que le resultaban tremendamente sexys en ella. Paula sintió el escrutinio de las miradas masculinas y los miró, pero solo por unos segundos. Su mirada viajó de su hermano a su amante, pero la desvió rápidamente y volvió su atención a su cuñada. 


Pedro sabía que algo estaba molestado a Paula, pero no sabía que rayos era. Desde hacía varios días llevaba comportándose un poco distante, y prácticamente lo había evitado excusándose con el trabajo. Pedro era paciente, pero su paciencia era finita.


Por fin ambas mujeres caminaron hacia ellos. Una irradiando felicidad, y la otra, bueno, irradiando algo. Paula soltó un suspiro largo y tendido, mientras dejaba caer los hombros, como si la bolsa que llevase en las manos fuera un saco de cemento y no una bolsita de apenas treinta centímetros.


— Estoy muerta — murmuró mientras Pedro le rodeaba por la cintura.


— ¿Hemos acabado ya? —preguntó Pablo con el ceño fruncido a su esposa, quien sólo se limitaba a sonreír de oreja a oreja.


— Tú que dices Pau, ¿hay algo que te haga falta?


— ¡No! — chilló Paula, horrorizada sólo de la idea de entrar en otra tienda más. — Estoy muerta. Finito. Con el pie en la tumba.


—Vale, vale, ya captamos — dijo Ale entre risas y miró después a su marido —. En ese caso, creo que es hora de irnos, cariño.


La mirada de ambos Chaves brilló, ahora sí, de felicidad. Libertad. Pedro y Ale se dieron cuenta y sus carcajadas llamaron la atención de los demás clientes. La mano de Pedro subía y bajaba por la espalda de Pau, y a pesar de las capas de tela que la envolvían, Paula casi podía sentir la piel de Pedro tocar la suya. Extrañaba sus manos sobre su cuerpo, pero se había impuesto un tiempo de celibato para que sus hormonas no gobernaran su cerebro, aunque bien sabía Dios lo duro que le estaba resultando. Sólo tenía que tocarla para que la explosión de aquel producto glandular se elevara hasta el Everest.


— Creo que sería mejor si nosotros nos fuéramos en un taxi — dijo Pedro de pronto—, así no tendrían que rodear la ciudad y perder más de una hora en el tráfico. Tienen que regresar a la casa a las siete para la cena.


— ¿Seguros? — Ale no se mostraba muy convencida, pero su esposo no opinaba lo mismo.


— Cariño, ellos están seguros, déjalos en paz — se acercó a Paula y como pudo, acomodó las bolsas para poder despedirse de su hermana con un beso en la mejilla y una leve inclinación hacia Pedro con la cabeza —. Bueno, fue un no placer, y ahora con su permiso, tengo que ir a llorar mi cuenta bancaria, que ha muerto este día.


Pablo ya estaba alejándose de ellos cuando Ale lo llamó.


— Cariño, ¿a dónde vas?


— Pues al auto, ¿a dónde si no?


— Sí, pero y ¿a dónde llevas esas bolsas?


— ¿Al coche? — el tono de voz con el que le contestó solo sirvió para que su esposa alzara una ceja.


— Pablo, a veces me pregunto por qué me casé contigo — estiró la mano y señaló las bolsas


—. Esas compras son de Paula.


— ¡¿Todas?! ― trató de no gritar.


Perdió.


— Así es. ¿Qué no te acuerdas que nosotros ya hicimos nuestras compras desde hace un mes?


Los labios de Pablo se empinaron y formaron un puchero digno de ver. Si sus manos hubiesen estado libres, se habría rascado el mentón. En su lugar, subió y bajó las bolsas.


— Bueno, sí, pero tú saliste con las bolsas. Siempre salías con ellas.


— Eso era porque Paula se quedaba pagando tonto. Y además, fuiste tú quien me quitaba las bolsas en cuanto salía. Yo no te dije “Pablito, toma”.


— ¿Quieres decir que toda la tarde he estado cargando bolsas que no son de nosotros? — preguntó alzando la voz a cada sílaba.


— Sí, creo que básicamente eso te acabo de decir — contestó Ale empleado el mismo tono que su marido había usado anteriormente.


Irguiéndose en toda su altura, Pablo regresó a ellos en dos zancadas, caminando directamente hacia Pedro. Le tendió las bolsas, las cuales apenas pudo maniobrar.


— Toma. Y ni se te ocurra reírte.


La amenaza no sirvió. El trío rompió a carcajadas, y a Pablo no le quedó más remedio que unírseles. Se despidieron a los pocos minutos, sabiendo que se verían unas cuantas horas más tarde, en la cena en casa de los padres de Paula.


Pedro y Pau seguían riendo cuando tomaron el taxi y se dirigieron a casa de ella. Luego de que la risa fue desvaneciéndose, Pedro observó a Paula discretamente, tratando de descifrar sus pensamientos. La montaña de bolsas asentada entre ellos servía como escudo para observarla discretamente. Sus fosas nasales estaban infladas ligeramente, no como un toro enojado, sino más
bien, al estilo de Paula, señal que estaba concentrada en sus pensamientos. Su ceño tenía tenues arrugas que luego se convertían en frunces como dunas en el desierto. Aquello era señal que estaba en una discusión interior. Paula siempre había sido alguien fácil de leer, aun desde niña, y esas últimas semanas había aprendido casi todo sobre ella.


Casi. Porque en ese momento, no sabía que leer de su rostro. Veía un torbellino de rostros, señas, guiños, que se mareaba tratando descifrar lo que por esa cabecita pasaba. 


Entraron en el auto y estuvieron en silencio unos segundos, pero Pedro no pudo aguantar más tiempo. Cuando cruzaron la Avenida Washington su paciencia se acabó.


— Pau.


La llamó dos veces hasta que por fin lo miró.


— Perdón, ¿decías algo?


— ¿Estás bien? Estás un poco distraída.


Las mejillas de Paula se tiñeron de un rosado suave, y bajó la mirada un poco avergonzada.


—Lo siento. Estaba pensando.


— De eso ya me di cuenta ― Pedro desvió la mirada hacia la carretera por unos segundos y luego volvió su atención hacia ella —. Haz estado evitándome esto últimos días.


― Claro que no — declaró Paula con voz indignada, pero mentía fatal.


― Pau.


― Bueno, sólo un poquito. He estado pensando en varias cosas y bueno, cuando estamos… tú y yo… juntos, no puedo pensar en ellas.


― ¿Buenas o malas? Porque la terapia que me acaba de dar Pablo fue muy escabrosa. La psicología de las compras no es lo mío.


Pedro logró su tarea y vio como los labios carnosos de Pau se curvaban y sonreían. Se acercó a él y le dio un beso delicado en los labios.


― Eres un tonto, Pedro Alfonso.


― Pero soy tu tonto ― sentenció. Ella sonrió y se separó nuevamente, volviendo la mirada hacia el exterior. A Pedro no le estaba gustado aquello, así que como pudo, entre las bolsas, extendió su brazo derecho y tomó a Paula de la barbilla — ¿Qué pasa Pau? — Tragó saliva y decidió preguntarlo de una vez por todas — ¿Esto…? ¿Éste día te trae malos recuerdos?


A pesar que su cabeza estaba alzada y alineada hacia la de él, Paula bajó la mirada. Así que eso era, pensó Pedro


Bueno, ya eran dos. Él llevaba pensando en ello desde hacía días también.


Paula volvió a mirarlo y tomó su mano entre las suyas, acariciando sus nudillos entre sus dedos.


― Es raro. No quiero decir que… — sus manos bailaban por los aires —, bueno, ya sabes, que tú… y que yo… es raro.


― Un poco, sí.


― ¿Un poco? —Paula se dejó caer en el asiento —. A mí me parece demasiado. Parece toda una vida atrás.


― ¿Quieres hablar de ello?


La maraña de tirabuzones castaños se agitó de un lado a otro. Le dio una dulce sonrisa y se concentró en aquellos grisáceos.


― Hablaremos después de la cena ― volvió a colocarse los lentes en su lugar ―. No creo que se enojen si nos vamos a celebrar a casa de Eric y Jesica.


― ¿Vamos a ir a casa de Eric y Jesy? — preguntó Pedro repasando su agenda mental.


Paula se soltó a reír.


― Ellos creerán que vamos a ir a casa de Eric y Jesy — la mirada de Paula cambió y emitió un destello de lujuria —. Santa Claus me dejó tu regalo y como has sido un niño muy bueno, te lo daremos adelantado.


― Oh sí, nena. ― murmuró contra sus labios, tratando de controlar la ola de lujuria que azotaba su entrepierna.


Llegaron a la casa, y Paula pagó mientras que Pedro sacaba las bolsas de compras. La acompañó hasta la entrada de su casa pero dejó caer las bolsas en el piso de su porche y la detuvo cuando iba a tocar la puerta.


— Pau, me prometes que hablaremos esta noche sobre lo que sea que te tiene preocupada.


En vez de responderle, Paula se alzó de puntillas y le dio un beso delicado.


— Lo prometo. Ahora ayúdame a meter estas cosas a la casa antes que las vean








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