Natalia Trujillo

jueves, 8 de diciembre de 2016

CAPITULO 20




La carretera los llevó a Baker Beach. La playa estaba desierta, pero era de esperarse siendo la madrugada de la noche de Navidad. Sólo se oía el ruido de las olas chocando unas con otras. A pesar de no haber alumbrado eléctrico cerca, las luces de la noche despejado, con la luna llena en
su fulgor, más las luces nocturnas del Golden Gate, alumbraban la playa lo suficiente sólo para ver sus siluetas. La brisa que golpeaba era fría, así que Paula se aferró con fuerza a la cazadora de Pedro. Él la tomó de la mano, ayudándola a desmontar y dejando a Indi a un lado y se internaron en la playa. Caminaron por unos minutos sin hablar, sólo siguieron sus pisadas. Un pie detrás del otro. A Paula le incomodaba esa sensación de incertidumbre. Era cómo cuando había expuesto sus temas de investigación y tesis antes sus sinodales: el silencio que podía ser o tu vida o tu muerte. Enterrando sus manos en la cazadora, se armó de valor, mojando sus labios un par de veces, y se detuvo, haciendo que Pedro también lo hiciera y la mirase.


― ¿A qué se debe todo lo que pasó en el porche de mi casa, Pedro?


― A ti. Sólo a ti.


― He estado todos estos años a tu alrededor, honestamente me cuesta creer que en una noche yo cambié las cosas. Es decir, soy la hermana pequeña de tu mejor amigo y de una de tus tantas ex novias, y bueno, crecimos juntos que casi se podría decir que somos hermanos.


― Casi ― subrayó Pedro enfáticamente ―. Gracias al cielo no lo somos, no me gusta la idea de haber besado a una hermana, si es que tuviera. Y sobre lo que cambió ― oyó los pasos de Pedroacercándose hacia ella ―. Fui yo, que necesitaba abrir los ojos ― Paula sonrió con pesadez. Vale, el chico Alfonso era bueno con las palabras ―. Siempre has estado ahí, mientras que yo… Creo que deberías de darme un buen golpe por ello.


― Creo que lo haré.


Pedro no lo había esperado, y verdaderamente no vio venir el golpe en seco en su vientre.


Como Pau lo tomó desprevenido en verdad le dolió. Se tuvo que doblar y apretar la tripa para que el dolor pasase. Y lo que más le desconcertó fue la risa de Paula. Alegre, divertida, como luz de primavera en ese invierno. Joder, ¿cuándo había cambiado esa sonrisa? Aquello terminó por
robarle el aliento.


Paula se reía. No sabía porque, pero lo estaba disfrutando. 


Habría dado lo que fuera por ver claramente y no una sombra, la expresión de Pedro cuando le había dado el golpe. Se tuvo que inclinar, y recargarse sobre sus rodillas, buscando aire, al igual que Pedro, pero por diferentes causas. Sus ojos empezaron a lagrimear y se los limpió rápidamente.


― Eso te pasa por querer engatusarme con tus palabras de playboy ― se acercó a él aun carcajeando y le dio una palmada en la espalda a Pedro, que Aun se encontraba encorvado ―. Soy yo, ¿recuerdas chico listo? Me sé todas tus líneas.


― ¿Me pegaste? ― preguntó Pedro en un susurró sin moverse ―. ¿Has sido capaz de pegarle al grandioso Pedro Alfonso?


― Disculpa si te dolió… Pepito. Podemos regresar con tu Indi e irnos a casa.


Pedro se enderezó súbitamente, haciendo a Paula retroceder.


Había estado fingiendo el dolor.


― Oh, eso sí que dolió más. Nadie me llama Pepito y desde luego, nadie le dice “Indi” a mi pequeña. ¡Ven acá, mocosa!


Paula soltó un grito y se echó a correr por la playa. ¿Cuándo había hecho eso? ¿Alguna vez había reído de esa forma? 


Siguió corriendo y esquivando a Pedro que la dejaba ir, jugando al gato y al ratón. Entre rizas y gritos, Paula reflexionó. Incluso con las personas más allegadas a ella,
nunca se había divertido tanto como ese momento. Esa sonrisa era sólo para Pedro.


Pedro la agarró después de varios intentos frustrados, alzándola sin problemas en sus brazos.


Sonreía como hacía tiempo no lo hacía, contagiado por la risa de Paula. La llevó al agua y la amenazó con dejarla caer en la fría sustancia, provocando que Paula lo abrazara del cuello con fuerza para que no cumpliera su amenaza. La llevó a tierra firme, lejos del agua, y la bajó con cuidado, aunque ella no se desprendía de su cuello todavía, enterrando su cara en su pecho, como un avestruz. Podía sentir su respiración muy cerca de su cuello, provocando que sus vellos se erizaran. Le tomó las manos con delicadeza y la obligó a bajarlos. 


La soltó y la tomó de la mejilla.


Moría por otro beso. Durante la cena había pasado un infierno, viéndola sonreír tan tentadoramente, mientras que él se había convertido adicto a su sabor.


Y era real.


Lo que había pasado en los columpios había sido real. No había sido el alcohol ni su imaginación, porque cuando había repetido la escena en el porche, lo había vuelto a sentir. Era real.


Era ella.


― Pau…







CAPITULO 19





Dolor. Tristeza. Llanto.


El viento estaba cansado de llevar sólo pena en su camino, de transportar tales sentimientos sin que nadie pudiera llegar a oírlos. Encerrados en su propio mundo, no oyen los murmullos que se susurran a su alrededor. Pasado, presente y futuro, mezclados por el inmortal elemento, viajando en siseos de un lugar a otro.


Quizás algún día, el viento sería escuchando.




La cena de Navidad transcurrió sin el menor problema… excepto con Paula evitando la mirada en todo momento de Pedro. Lo que salvó su dignidad fue que Pedro estaba sentado en el otro extremo de la mesa, pero a veces podía sentirlo, mirando hacia ella. Paula se centró en ignorarlo y seguir como si nada. La plática fluyó por todos lados. Victoria y Miguel, los padres de Pedro, se quedaron más tiempo, platicando con Pascual y Penelope de los viejos tiempos. 


Los niños fueron cayendo dormidos alrededor de la noche, y sus hermanos se fueron retirando a sus respectivas casas. Eran las tres de la madrugada cuando Paula entró por fin a su habitación y se desvistió.


Mientras se quitaba en maquillaje que Ale y Paloma le habían aplicado contra su voluntad, sonrió a su reflejo. Sus sueños de juventud se habían quedado cortos con la realidad. Los besos de Pedro habían sido todo y más de lo que alguna vez había soñado. Entró en el baño y se dio una
ducha rápida, para calentar su cuerpo, pues la temperatura había empezado a decrecer. Se colocó unas mallas negras y una vieja sudadera de sus años de estudiante universitaria en la UCLA. Se sentó en el tocador, para secarse el cabello. 


Automáticamente, rozó sus labios con su mano y cerró
los ojos, dejándose ir en sus recuerdos. Su corazón empezó a latir con velocidad.


¿Qué rayos había pasado esa noche?


La parte femenina de su ser quería creer que Pedro había sido cautivado por sus encantos pero la parte realista, la autocrítica, la Paula normal, que estudiaba todo, debatía cada ilusión y teoría que se hacía la Paula enamorada. Pedro no podía haber despertado de la noche a la mañana con ese deseo ferviente hacia ella. La conocía de toda la vida. ¿O sí?


El ruido constante de algo chocando le llamó la atención. 


Miró hacia el estéreo de música, pero estaba apagado. Su móvil no era. Entonces su mirada, con la ayuda del enorme espejo del tocador, se centró en la ventana y casi se cae del taburete. Se levantó corriendo y fue hacia la ventana, la cual abrió sin demora.


―- Pedro, ¿Qué rayos estás haciendo? ― gritó Paula, en un grito ahogado.


Pedro Alfonso estaba en su ventana, y lo más risible era que la casa no tenía balcón, así que estaba soportándose del enorme árbol que tenían en el patio trasero, donde el colgaba como un mono. O un Tarzán.


― No sé, me siento como un jodido quinceañero. Baja.


Paula sintió el aire frío colarse por la ventana, y tiritó.


― Son las tres de la madrugada.


― Como si fueran las doce del día ― hizo una pausa y con una enorme sonrisa agregó ―. Bueno, ¿Puedo entrar?


― Estás loco ― gimió en susurros Paula. Entonces suspiró ―. Te veo abajo.


Cerró la ventana, y se calzó unos viejos tenis. Desde luego su atuendo dejaba mucho que desear. ¿Dónde estaba la bata de seda que las novelas de romance describían en esos momentos?


Suspiró abatida, ya que no se iba a cambiar. Pedro ya la había visto así, y si se cambiaba le daría la impresión equivocada. Muy lentamente, abrió la puerta de su cuarto, escuchando los ronquidos de su padre al final del pasillo.


No pudo evitar sonreír, mientras bajaba las escaleras. Tenía veintinueve años y parecía estar comportándose como una verdadera jovencita de dieciséis, saliendo a escondidas de su cuarto para encontrarse con su… ¿su qué?


Salió por la puerta de la cocina y enterró las manos en su sudadera. El vapor salía de su boca, y su nariz empezó a congelarse. Desvelada y enfurruñada se acercó corriendo a Pedro que estaba sentado en la silla de mimbre, en el porche. 


Su porche.


― ¿Pero estás loco? Si papá se hubiera levantado y te hubiera visto, no te habría reconocido a la primero y quizás te habría disparado o que…― toda lógica se esfumó de su cabeza cuando Pedro la tomó en brazos y la arrastró hacia él. Sus labios empezaron la danza de devorar a los suyos, y
sus manos, con vida propia desde luego, se alzaron y se aferraron a él.


Pedro fue bajando la velocidad del beso hasta quedar frente a frente, y Paula lo oyó suspirar, como si estuviera aliviado.


― Es real.


Paula, sin entender nada, se separó y lo miró.


― Pensé que querías hablar ― susurró Paula.


Pedro le dio una sonrisa de aquellas que hacían flaquear las piernas de cualquier mujer, incluida ella. Aun en la oscuridad podía ver su dentadura blanca brillar y aquellos ojos grisáceos centellear en la oscuridad. Pedro deshizo el abrazo y la tomó de la mano, sacándola del porche y llevándola en dirección a la calle.


― Acompáñame.


― ¿Qué? ¿A dónde? ― el corazón de Paula batía un record de latidos en cada segundo al lado de Pedro. Se puso rígida, evitando que él la siguiera prácticamente arrastrando ―. ¡Pedrodetente! ¿A dónde vamos?


Pedro se detuvo y se giró para verla. Alzó los hombros y le acarició un mechón de su pelo ondulado, que brillaba por las luces de la calle.


― Veremos a donde nos lleva la carretera ― al ver la mirada de recelo de Paula, sonrió y le acarició las mejillas ―. Te prometo que no pasará nada que tú no desees.


Claro. Ahí estaba. Nada que ella deseara, pensó Paula. ¿Y qué pasaba si ella quería que pasara algo?


“Eres una adulta. Conoces las reglas del juego. Por una vez en tu vida, Paula Cleopatra Chaves, diviértete”.


Achicó sus ojos y se mordió el labio inferior. Salvaje. Por una noche, podía serlo.


― Deja ir a cambiarme.


Hizo un movimiento para regresar a la casa, pero la mano de Pedro no la soltó y la arrastró de nueva cuenta a la carretera.


― Oh no, nos vamos así. No quiero que cambies de opinión.


― ¿Qué? ¡Pedro, hace mucho frío!


Entre susurros de quejas, y sonrisas ocultas, llegaron a donde la moto de Pedro los esperaba.


Pedro se quitó la cazadora negra de cuero que llevaba, típica de los chicos “malos” y se la colocó a Paula en los hombros delicadamente. Paula lo miraba maravillada. ¿De dónde había salido ese Pedro?


Cuando terminó su tarea, la tomó de los hombros y se alejó de ella lo suficiente como para admirar su rostro. Con la luz de las lámparas de la calle, se perdió en esos ojos. Ninguno dijo nada.


Sólo había silencio. Y el lenguaje de la seducción.


“Salvaje Pau, recuérdalo”, le dijo su voz interior.


― ¿Preparada? ― preguntó Pedro con voz ronca.


Paula lo miró y asintió.


― Creo que siempre lo he estado.


Con la cazadora encima, y el casco que Pedro le dio, Paula se subió en la moto con un poco de torpeza, sentándose detrás de Pedro, y a instancias de él, tomándolo de la cintura. 


Sin esperar, Pedro hizo rugir el motor de su pequeña y emprendieron la marcha. A donde la carretera les llevara.


Estuvieron vagando sin rumbo, ni dirección. Solamente siguiendo la carretera, y a donde el viento les llevara. 


Paula aspiraba el aroma de colonia que la chamarra de Pedro soltaba, y se calentó en el calor que la misma proporcionaba. 


Recostó su mejilla en la espalda de Pedro y simplemente vagaron.


Era como un sueño, pensó Paula. Era la versión moderna de un cuento de princesa. La princesa (patosa) había sido salvada de su castillo (de encierro personal) por su príncipe
(deportista) azul que la llevaba en su corcel (motorizado).


Sonrió ante su broma mental. Por lo visto, se le estaban cruzando algunos cables.






CAPITULO 18






San Francisco, Quizás en otra vida…


El viento susurraba nostalgia. Los silbidos parecían sollozos. Tan viejo como la tierra, el viento acarreó la oración de alguien. Quizás, de más de una persona.



“Algunas veces siento que sucedió en otra vida, cuando pasó sólo unos años atrás…”





Pedro estaba embobado. Pablo y Paloma hablaban de los viejos recuerdos del instituto, de su juego en los Mets, de su racha de buena suerte mientras que él simplemente asentía como un tonto.


Él, el grandioso Pedro Alfonso, mujeriego y carismático, beisbolista del año, dentro de los hombres solteros más deseados del año, estaba embobado y nada más y nada menos que de la peque P, la hermana de su mejor amigo, la hermana de su ex-novia, la hija de dos de las personas que más respetaba en ese mundo, de la niña que había visto crecer durante toda su vida.


Pero Paula Chaves no era más una niña. Su pelo caoba lleno de rizos brillaba por el efecto de las velas navideñas, llevándolo en una media cola con un broche plateado, que cubría su rostro dejando ver su medio perfil. Sonreía, y sintió una repentina envidia de no estar con ella para compartir ese momento de felicidad. Paula siempre había sido así, sonriente, a pesar de ser un poco tímida, con las personas que conocía, se abría y uno podía ver que era alegre, divertida, entusiasta, justo la clase de persona que a uno le agrada tener cerca. Pero mientras que eso seguía siendo tan típico de Paula, ¿dónde había quedado la niña regordeta de antaño? Y no es que él la hubiese despreciado por ello. Al contrario, había adorado a la pequeña P por su candor e
inocencia, por no ir detrás de él como todas las chicas del instituto, por su ágil mente. Pero ante sí tenía una belleza llena de curvas y más curvas. Aunque él prefería a las mujeres bien moldeadas, y sí, salidas de Vogue, las curvas de Paula le atraían de sobremanera.


Sentada en el viejo sofá, tenía las piernas cruzadas y el vestido negro con blanco se le quedaba atorado a medio muslo, revelando unas torneadas piernas, bronceadas, y tan largas que se preguntó dónde habían estado escondidas todos esos años. El escote del vestido era sencillo, en V,
sin adornos, pero igual no ayudaba mucho pues resaltaba su generoso busto. Sólo un saco negro de terciopelo salvaba su libido de ser delatado.


Estaba sentada en el otro extremo de la salita, platicando con la esposa de Pablo, An… Ale… algo así. Era una rubia simpática que tenía en brazos al niño más grande de ambos, mientras que Paula tenía a las hijas de Paloma y Pablo en sus piernas.


Se veía hermosa. No había más palabras. ¿Cuántos años tenía que no veía a Pablo? ¿Tres, cuatro, cinco? Pues lo que fueran habían hecho una hermosa mujer de ella. Uno de las niñas que tenía en sus manos empezó a sollozar y Paloma se disculpó para ir por la que Pedro supuso, era su hija. La tomó en brazos y la empezó a acurrucar, mientras que Pau se quedó sonriendo a la pequeña que tenían en brazos.


― Has estado muy callado, Pedro ― murmuró Pablo


― Lo siento, ya sabes, mi mente vuela demasiado en estos días.


― ¿Qué? ¿Arrepentido de pasar Navidad en casa, con tus mortales vecinos, en vez de pasarlo con la rubia de la semana en medio de una fiesta de cerveza y vinos, en algún lugar cálido?


Odiaba la fama de gigoló que Pablo ponía, pero odiaba Aun más, que fuera la verdad. Hasta ese día, Pedro jamás había tenido una novia seria, sin contar claro, a Paloma, pero incluso en ese entonces, Pedro no se había sentido completo.


― No, sólo pienso… ― “En tu hermana y yo, desnudos y calentándonos mudamente”. Eso sería casi como decirle a Pablo “Trae el cuchillo del pavo y mátame”, así que recuperando parte de su autocontrol contestó ―. En la próxima temporada. Jerry me está presionando mucho con el contrato.


Jerry Leacock era su agente; una paria, sí, desde luego, pero el mejor agente que cualquier deportista podía desear tener. Y Pedro lo tenía. Durante casi diez años había su única constante en su ascenso como deportista. Primero había llegado a los Gigantes de San Francisco, y la verdad era que había adorado a su equipo. Su familia y los Chaves habían estado presentes el día del Terremoto de la Serie Mundial del ’89, y Pedro había sentido que había sido su señal. Había logrado entrar con los Gigantes poco después y su carrera había ido en sólo rumbo: hacia arriba.


― Así que… ¿ya no estás con los Gigantes?


Se giró para encontrarse frente a frente a Paula, parada delante de él, con sus brazos detrás de su espalda y sonriéndole abiertamente. ¿Cuándo había llegado hasta él? 


Regresó la mirada al otro lado. ¿Y dónde estaba Pablo? 


Paula sonrió y como si hubiera leído su mente, agregó:
― Vaya, Pablo se sentirá muy ofendido que no le hayas prestado atención cuando dijo que tenía que ir a ayudar a Ale con los niños.


¿Cómo había sabido? No tenía idea. No pudo evitar sonreír.


― Estaba pensando en el terremoto.


Paula sonrió y le dio una palmada amistosa


― Oh cielos. ¿Te acuerdas de ese día? ― Paula suspiró y miró a los demás ―. Todos felices porque veríamos una Serie Mundial, aquí, en San Francisco. Y viene el terremoto. Si no mal recuerdo, dijiste que esa fue tu señal, ¿no es así? ¿Los Gigantes? Y ahora me entero que los has abandonado.


Pedro esbozó una sonrisa y tomó un poco más de ponche casero.


― Sí, me fui a los Mets.


Paula achicó sus ojos, quedando en dos delgadas líneas, y luego lo estudio cuidadosamente.


― Hmmm…


― ¿Qué pasa, Pauly?


Su boca se frunció al oír el mote de pequeña.


― Voy a entrar en los treintas, Pedro, así que Pauly puede pasar a otro punto — el oír que Paula dijera abiertamente su edad hizo sonreír a Pedro. Otro punto para Paula —. Es sólo que me llevó unos segundos entender tu decisión de los Mets, pero para alguien como tú, lo he captado.


Aquello llamó la atención de Pedro y se acercó a ella, dando pequeños pasos de bebé, pero Paula no parecía intimidada, ni nerviosa, como lo habría estado otra mujer en su posición.


Aunque bueno, ella tenía el arma de inmunidad a su favor, pues se habían criado juntos desde pequeños.


― ¿Alguien como yo?


Ella alzó los hombros y habló sin mirarlo.


― Ya sabes, el éxito, la gloria, lo mejor de lo mejor y toda esa letanía de cosas que los deportistas se gritan unos a otros.


― Me dejas sin palabra, Pau.


Entonces sus ojos arenosos se enfocaron en él. Sus enormes ojos escondidos detrás de esa cortina de pestañas quebradas. Su mirada se deslizó hacia sus labios, sin nada más que un brillo transparente, pero que olía a uvas y fresas. 


Vio sus labios moverse.


― Pero sé por qué lo hiciste ― contestó triunfalmente Pau, esbozando una perfecta sonrisa.


Pedro enarcó una ceja.


― ¿Ah así? Vaya, veamos, tengo curiosidad por saber.



― Pudiste ir a los Yankees, ¿cierto? Estoy segura que duplicaron tu suma, y te ofrecieron la luna y las estrellas, pero estoy completamente segura que no titubeaste un segundo ¿Cierto? ― Pedro se quedó sin palabras, sólo mirándola. ¿Cómo sabía…? Nadie podía habérselo dicho. Ni
siquiera Pablo lo sabía. Paula siguió con el análisis ―. Y es porque no querías. Así de simple. Siempre te has guiado por lo que quieres, no por lo que la gente dice o quiera por ti ― volvió a mecerse sobre su eje y canturreó ―. Lo que Pedro quiere, Pedro lo tiene. Es lo mismo que pasa con la motocicleta de afuera. Es un Indian ― no había pregunta en la oración. Era una afirmación ―. Todo mundo supondría que tendrías una Harley, pero Pedro quiere ser excéntrico con sus gustos.


Paula terminó su análisis con una enorme sonrisa de satisfacción.


Y Pedro cayó rendido.


― Salgamos.


No esperó su respuesta. Simplemente la tomó del codo y la llevó hacia el patio trasero de su casa, y de paso se llevó dos copas de champagne. Le dio una a Paula pero ninguno de los dos le dio un sorbo.


Paula se sentó en uno de los columpio, un poco incómoda ya que su trasero quedaba justo a la medida del columpio, pero que más daba. Observó a Pedro quedarse en el poste que sostenía en infantil balancín.


― ¿Y a ti como te va? ― preguntó Pedro.


Paula admiró su perfil. Parecía un adonis, parado, con las luces navideñas alumbrando la casa. Si algo llamaba la atención a Paula acerca de Pedro, no era su hermosura, que desde luego tenía, ni su carisma que tenía a rebosar, o su cuerpo, que dios podía ser testigo estaba mejor que nunca. 


Eran sus ojos, de un gris perlado que Paula en todos sus años de vida jamás había podido encontrar unos que le rivalizaran. Siempre los había comparado con estrellas, con el brillo de las estrellas plateadas. Sonrió ante la metáfora sentimentalista y suspiró.


― No me puedo quejar. Mira eso… ― alzó la mirada al cielo y sonrió. Millones de millones de estrellas estaban alzadas en el manto estelar ―. ¿Cómo no puedes emocionarte con eso? Cada vez que ponga un ojo en un telescopio y veo algo, lo que sea, me pierdo en su belleza. Ver que más allá de este plano, de esta tierra, hay algo, tan hermoso, lleno de polvo y gases, sí, pero cuando lo ves sólo piensas en cuentos de hada, en calor, en felicidad ― volvió a mirar a Pedro y sonrió apenada ― Suena tonto lo sé, pero es tan hermoso.


Pedro agitó su cabellera negativamente.


― No, para nada.


Daphne colocó la copa entre sus manos, sobre su regazo y sonrió más para sí que para él.


― Sabes, tú tienes la culpa de mi afición por la astronomía.


― ¿Yo?


Aquello sí que despertó su interés. Jamás había hablado de cosas de astronomía con Paula.


Joder, él ni siquiera sabía nada más que cosas para engatusar a las chicas del instituto. Paula sonrió, misteriosamente.


― Sí. Quizás algún día te lo cuente.


― Esperaré impaciente. Y, ¿te espera un guapo novio en Puerto Rico?


― No. ¿Por qué, interesado?


Oh, no tenía idea de cuánto, pensó Pedro.


Siguieron platicando por minutos, y luego por horas. ¿De dónde le había salido el valor para decir tales palabras a Pedro? Paula no tenía idea. Esa noche se sentía extraña. Atrevida. Sí, esa era la palabra. Se habían saludado como viejos amigos cuando él llegó a la casa para la cena, sin embargo, había sentido su mirada seguirla durante toda la velada. Y aquello había sido nuevo. Y emocionante.


El ruido de los cristales chocando, los saludos, las felicitaciones, los gritos, todos, festejando la dulce navidad que ese año había reunido a toda una gran familia. Podía llegar el olor a comida, sirviéndose en la mesa; el calor abrigador de la chimenea calentando la estancia, el vino
sirviéndose de copa en copa, la risa de los niños llegando de todos lados.


Pedro miró a Paula de reojo, enfundada en un vestido blanco con negro, sin ningún adorno más que su propia su sonrisa. Habían salido a charlar de los viejos tiempos al patio trasero de su casa, y la noche se les había alargado, al paso que había dado la medianoche y no habían estado con la familia.


― Parece que ya es navidad ― Dijo Pedro, por decir algo.


― Así es.


― Por la mejor navidad de nuestras vidas ― Sugirió Pedro, alzando su copa.


― Y por las que vendrán ― Contestó Paula, chocando su copa para después tomar un sorbo.


La puerta se abrió estruendosamente y Pablo se asomó con la puerta en la mano, sosteniéndola para que no se cerrara.


― Oigan ustedes dos, tórtolos, venga acá, mamá va a hacer una oración ― y desapareció en la negrura de su casa.


Paula sonrió pensando en que el bello momento al lado de su príncipe ya había terminado.


Pedro apareció frente a ella, extendiéndole su enorme mano.


― Permíteme.


Ella lo tomó, pero no había esperado que él la jalara contra su cuerpo, obligándola a alzar la mirada y contemplar sus ojos grisáceos.


― ¿Por qué nunca me había fijado en que tus ojos tienen pequeñas gotas de color verde?


― ¿Será porque no habías estado lo suficientemente borracho como para alucinarlas?


― No, ha estado ahí. Siempre ― Le soltó la mano, y le acarició la mejilla ― Solo hacía falta que alguien las vieras.


Paula sintió su piel erizarse y su corazón acelerar como si fuera a correr en el Gran Prix.


Trató de mantener la calma y le dio un golpecito en el pecho.


― Bueno bateador, vamos a enfriarnos un poco, que yo sólo vine a San Francisco por la cena de mi madre.


Trató de zafarse pero Pedro la tomó con más fuerza.


― Paula… la pequeña Paula…


Y entonces los sueños de infancia de la pequeña P se hicieron realidad. Pedro Alfonso la estaba besando con pasión arrolladora. Sus piernas habían empezado a bailar como si de gelatina se tratasen. Había oído a Paloma decir que Pedro daba los mejores besos de todo el instituto. Ella no había besado a muchos hombres, pero esa noche, vaya que Pedro los había superado.


― ¿Por dios, Paula, que estás haciendo conmigo? ― preguntó Pedro entre beso y beso, sin poder saciarse ― No puedo parar.


Paula devolvía el beso con una intensidad equivalente. Una mano de Pedro se enterró en su nuca, acercándola más hacía sí, mientras que la otra, se aferraba como un ancla en su cintura.


― Tenemos que ir a cenar… ― Paula no podía creer que aquella voz roca de excitación le pertenecía a ella ―…sino nos vendrán a buscar.


Tomó una bocanada de aire, pero siguió besando a Pedro


Sabía tan bien.


― Lo sé.


Pero Pedro no la soltó y en vez de eso, profundizó su beso, enterrando su lengua en su cueva, degustando su sabor, a ponche, a frutas y Paula. La acercó tanto, que casi podían ocupar el mismo espacio, cosa físicamente imposible.


― Pedro


― Sólo un beso más. Sólo…


Paula sentía que se estaba quedando sin aire. En verdad, pero los labios de Pedro no la soltaban,… y ella no quería soltarlo tampoco. Cuando la mano libre que no sostenía la copa lo tomó del cuello de su camisa, Pedro la soltó al fin. 


Ambos respiraban agitadamente, como si hubieran
corrido un maratón.


Pedro dio un paso atrás, alejándose de ella.


― Ok, ve tú adelante. Yo trataré de calmar… ― colocó su mano en su cinturón y se dio la vuelta ―…todo mi yo un rato.


Paula se quedó quieta sin saber qué hacer. ¿Por qué rayos se portaba tan frío ahora, cuando casi se la tragaba segundos atrás?


― Pedro… ― dio un paso hacia él y extendió la mano.


― Paula, por todos los santos, entra a la casa, antes que acabe haciéndote el amor en el patio de tu casa.


Vale, con aquello Paula no necesitó más, y entró corriendo a la casa, a degustar la cena de Navidad.