Natalia Trujillo

jueves, 8 de diciembre de 2016

CAPITULO 19





Dolor. Tristeza. Llanto.


El viento estaba cansado de llevar sólo pena en su camino, de transportar tales sentimientos sin que nadie pudiera llegar a oírlos. Encerrados en su propio mundo, no oyen los murmullos que se susurran a su alrededor. Pasado, presente y futuro, mezclados por el inmortal elemento, viajando en siseos de un lugar a otro.


Quizás algún día, el viento sería escuchando.




La cena de Navidad transcurrió sin el menor problema… excepto con Paula evitando la mirada en todo momento de Pedro. Lo que salvó su dignidad fue que Pedro estaba sentado en el otro extremo de la mesa, pero a veces podía sentirlo, mirando hacia ella. Paula se centró en ignorarlo y seguir como si nada. La plática fluyó por todos lados. Victoria y Miguel, los padres de Pedro, se quedaron más tiempo, platicando con Pascual y Penelope de los viejos tiempos. 


Los niños fueron cayendo dormidos alrededor de la noche, y sus hermanos se fueron retirando a sus respectivas casas. Eran las tres de la madrugada cuando Paula entró por fin a su habitación y se desvistió.


Mientras se quitaba en maquillaje que Ale y Paloma le habían aplicado contra su voluntad, sonrió a su reflejo. Sus sueños de juventud se habían quedado cortos con la realidad. Los besos de Pedro habían sido todo y más de lo que alguna vez había soñado. Entró en el baño y se dio una
ducha rápida, para calentar su cuerpo, pues la temperatura había empezado a decrecer. Se colocó unas mallas negras y una vieja sudadera de sus años de estudiante universitaria en la UCLA. Se sentó en el tocador, para secarse el cabello. 


Automáticamente, rozó sus labios con su mano y cerró
los ojos, dejándose ir en sus recuerdos. Su corazón empezó a latir con velocidad.


¿Qué rayos había pasado esa noche?


La parte femenina de su ser quería creer que Pedro había sido cautivado por sus encantos pero la parte realista, la autocrítica, la Paula normal, que estudiaba todo, debatía cada ilusión y teoría que se hacía la Paula enamorada. Pedro no podía haber despertado de la noche a la mañana con ese deseo ferviente hacia ella. La conocía de toda la vida. ¿O sí?


El ruido constante de algo chocando le llamó la atención. 


Miró hacia el estéreo de música, pero estaba apagado. Su móvil no era. Entonces su mirada, con la ayuda del enorme espejo del tocador, se centró en la ventana y casi se cae del taburete. Se levantó corriendo y fue hacia la ventana, la cual abrió sin demora.


―- Pedro, ¿Qué rayos estás haciendo? ― gritó Paula, en un grito ahogado.


Pedro Alfonso estaba en su ventana, y lo más risible era que la casa no tenía balcón, así que estaba soportándose del enorme árbol que tenían en el patio trasero, donde el colgaba como un mono. O un Tarzán.


― No sé, me siento como un jodido quinceañero. Baja.


Paula sintió el aire frío colarse por la ventana, y tiritó.


― Son las tres de la madrugada.


― Como si fueran las doce del día ― hizo una pausa y con una enorme sonrisa agregó ―. Bueno, ¿Puedo entrar?


― Estás loco ― gimió en susurros Paula. Entonces suspiró ―. Te veo abajo.


Cerró la ventana, y se calzó unos viejos tenis. Desde luego su atuendo dejaba mucho que desear. ¿Dónde estaba la bata de seda que las novelas de romance describían en esos momentos?


Suspiró abatida, ya que no se iba a cambiar. Pedro ya la había visto así, y si se cambiaba le daría la impresión equivocada. Muy lentamente, abrió la puerta de su cuarto, escuchando los ronquidos de su padre al final del pasillo.


No pudo evitar sonreír, mientras bajaba las escaleras. Tenía veintinueve años y parecía estar comportándose como una verdadera jovencita de dieciséis, saliendo a escondidas de su cuarto para encontrarse con su… ¿su qué?


Salió por la puerta de la cocina y enterró las manos en su sudadera. El vapor salía de su boca, y su nariz empezó a congelarse. Desvelada y enfurruñada se acercó corriendo a Pedro que estaba sentado en la silla de mimbre, en el porche. 


Su porche.


― ¿Pero estás loco? Si papá se hubiera levantado y te hubiera visto, no te habría reconocido a la primero y quizás te habría disparado o que…― toda lógica se esfumó de su cabeza cuando Pedro la tomó en brazos y la arrastró hacia él. Sus labios empezaron la danza de devorar a los suyos, y
sus manos, con vida propia desde luego, se alzaron y se aferraron a él.


Pedro fue bajando la velocidad del beso hasta quedar frente a frente, y Paula lo oyó suspirar, como si estuviera aliviado.


― Es real.


Paula, sin entender nada, se separó y lo miró.


― Pensé que querías hablar ― susurró Paula.


Pedro le dio una sonrisa de aquellas que hacían flaquear las piernas de cualquier mujer, incluida ella. Aun en la oscuridad podía ver su dentadura blanca brillar y aquellos ojos grisáceos centellear en la oscuridad. Pedro deshizo el abrazo y la tomó de la mano, sacándola del porche y llevándola en dirección a la calle.


― Acompáñame.


― ¿Qué? ¿A dónde? ― el corazón de Paula batía un record de latidos en cada segundo al lado de Pedro. Se puso rígida, evitando que él la siguiera prácticamente arrastrando ―. ¡Pedrodetente! ¿A dónde vamos?


Pedro se detuvo y se giró para verla. Alzó los hombros y le acarició un mechón de su pelo ondulado, que brillaba por las luces de la calle.


― Veremos a donde nos lleva la carretera ― al ver la mirada de recelo de Paula, sonrió y le acarició las mejillas ―. Te prometo que no pasará nada que tú no desees.


Claro. Ahí estaba. Nada que ella deseara, pensó Paula. ¿Y qué pasaba si ella quería que pasara algo?


“Eres una adulta. Conoces las reglas del juego. Por una vez en tu vida, Paula Cleopatra Chaves, diviértete”.


Achicó sus ojos y se mordió el labio inferior. Salvaje. Por una noche, podía serlo.


― Deja ir a cambiarme.


Hizo un movimiento para regresar a la casa, pero la mano de Pedro no la soltó y la arrastró de nueva cuenta a la carretera.


― Oh no, nos vamos así. No quiero que cambies de opinión.


― ¿Qué? ¡Pedro, hace mucho frío!


Entre susurros de quejas, y sonrisas ocultas, llegaron a donde la moto de Pedro los esperaba.


Pedro se quitó la cazadora negra de cuero que llevaba, típica de los chicos “malos” y se la colocó a Paula en los hombros delicadamente. Paula lo miraba maravillada. ¿De dónde había salido ese Pedro?


Cuando terminó su tarea, la tomó de los hombros y se alejó de ella lo suficiente como para admirar su rostro. Con la luz de las lámparas de la calle, se perdió en esos ojos. Ninguno dijo nada.


Sólo había silencio. Y el lenguaje de la seducción.


“Salvaje Pau, recuérdalo”, le dijo su voz interior.


― ¿Preparada? ― preguntó Pedro con voz ronca.


Paula lo miró y asintió.


― Creo que siempre lo he estado.


Con la cazadora encima, y el casco que Pedro le dio, Paula se subió en la moto con un poco de torpeza, sentándose detrás de Pedro, y a instancias de él, tomándolo de la cintura. 


Sin esperar, Pedro hizo rugir el motor de su pequeña y emprendieron la marcha. A donde la carretera les llevara.


Estuvieron vagando sin rumbo, ni dirección. Solamente siguiendo la carretera, y a donde el viento les llevara. 


Paula aspiraba el aroma de colonia que la chamarra de Pedro soltaba, y se calentó en el calor que la misma proporcionaba. 


Recostó su mejilla en la espalda de Pedro y simplemente vagaron.


Era como un sueño, pensó Paula. Era la versión moderna de un cuento de princesa. La princesa (patosa) había sido salvada de su castillo (de encierro personal) por su príncipe
(deportista) azul que la llevaba en su corcel (motorizado).


Sonrió ante su broma mental. Por lo visto, se le estaban cruzando algunos cables.






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