Natalia Trujillo
miércoles, 7 de diciembre de 2016
CAPITULO 14
Paula se alisó por quinta vez el saco mientas su madre y ella miraban escaleras arriba.
Apretó los ojos al momento que vio a su madre abrir su boca brillando de color carmesí.
― ¡Pascual Chaves, si no traes tu trasero aquí abajo en cinco segundos, nos iremos sin ti, y la peor conductora del mundo manejará tu hermoso auto!
― Vaya, gracias má ― Paula trató de sonar ofendida pero perdió la batalla, al mirar la cara de incredulidad de su madre.
― ¿Qué, no me digas que has mejorado tu terrible forma de manejar en todos estos años?
Paula tuvo que sonrojarse. La última vez que había tomado un auto casi se había llevado a medio barrio por delante, y se había incrustado contra toda banqueta que encontraba.
Pablo, Patricio y su padre se habían dado por vencidos con ella. La sonrisa se cortó al recordar que la única persona que se había dignado a darle más de dos clases de manejo había sido Pedro. Apretó los labios y esbozó una sonrisa a Penelope.
― No má, lo siento, pero sigo siendo una pésima conductora.
Su madre sonrió como sólo una madre sabe hacer: con la esquina de su labio curvado hacia arriba, escondiendo un secreto, al tipo de la Mona Lisa. Esa noche Penelope engalanaba un sobrio vestido negro con estampados de flores blancas. Admiró su piel, tersa a pesar de los años,
contrataba con la negrura del vestido. No importaba cuantos años pasaran, siempre que veía a su madre, se quedaba horas admirando su piel blanca, suave y a pesar de sus arrugas, tersa, con el aroma de jazmines tan característico de ella.
Su padre apareció en lo alto de la escalera batallando con una corbata. Sonrió al ver cómo veía a su madre como si fuera su salvadora; sonrió al ver cómo la salvadora alzaba los ojos al cielo y soltaba un largo suspiro. Penelope terminó de atar la corbata y a cambio recibió un beso en su frente.
Paula admiró ese pequeño cuadro con cierta nostalgia. Ella quería lo mismo que tenía sus padres. Veía el amor incondicional en ellos, y no podía esperar menos. Una vez, muchos diciembres atrás, pensó que lo había encontrado, pero sólo encontró dolor y promesas rotas.
Frunció el labio y alejó los amargos recuerdos.
― Vaya pá, ¿sólo así te pudo sacar mamá del dormitorio? ¿Amenazándote con Cadi?
― Es un clásico ― contestó Pascual, terminado de batallar con la corbata, y abrazando a Penelope por los hombros.
― Es una reliquia ― debatió Pau, pero sólo para hacer enojar a su padre.
― Más respeto niña, que esa reliquia es la que te llevar donde Pedro― Paula alzó los ojos al cielo y su padre la admiró unos segundos ―. Debo decir, que esta noche estas hermosa, Pau. ― se giró hacia Penelope rápidamente ― Ah, claro, tú igual cariño.
Paula sintió el calor inundar su mejillas. Sabía que estaba muy arreglada, se había pasado el resto de la tarde, luego que los pequeños se fueran con Paloma. Vestía un conjunto de blusa manga larga, que bien hacía de saco, de color crema con una falda lisa pegada a sus caderas y sus piernas
torneadas hasta llegar a la parte baja de sus rodillas. En la parte trasera tenía una abertura grande, que mostraba sus piernas y le permitía a su vez, moverse con facilidad. La blusa era lisa, sin bolsas, y en la cintura tenía un cinturón alto, que marcaba su estrechez. Había hecho trampa, ya que era uno de los pocos trajes que tenía, y que sólo utilizaba para cenar con los patrocinadores, o investigadores que visitaban el lugar, o cenas de gala, pero bueno, nadie en San Francisco lo sabía.
Por esa noche le había sacado provecho a su cabello lleno de tirabuzones rebeldes, y se había tardado dándole el aspecto que quería: una cascada de rizos y ondulados dignos de cualquier salón de belleza. Agradeció a Tamara y sus intentos de convertirla en una mujer apta para el mercado, y más Aun, agradeció a los cielos, cuando vio el pequeño estuche de maquillaje que estaba segura Tamara había metido en su maleta. Se había embadurnado la cara con esos polvos que tenían un olor raro y extraño: base en su rostro, un poco de colorete, polvo, sombra café en sus parpados e incluso se había pintado sus labios con labial de un tono chocolate, cosa que odiaba, ya que sus dientes
parecían querer siempre tener evidencia que llevaba en verdad labial, y acababa con la dentadura manchada, y lo peor es que nadie le avisaba. Esa noche, correría el riesgo.
Un recatado bolso-cartera rectangular, con su teléfono móvil, dinero, credenciales y un labial.
Sus pies enfundados en unas zapatillas de tacón alto, de aguja, en color café oscuro, que estaban masacrando sus pies a tal grado de agonía que su mente pensaba en cualquier cosa, menos en que llevaba puestos unos instrumentos de tortura.
Pero esa noche, sólo por esa noche, le enseñaría al único que había amado con locura, al único hombre que había amado con ceguera y el único que la había traicionado de una forma tan dolorosa, lo que se había perdido todos esos años.
Que se jodiera Pedro Alfonso, porque esa noche, Paula Chaves iría con todo.
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