Natalia Trujillo
miércoles, 14 de diciembre de 2016
CAPITULO 38
― ¡Paula, Pedro ya llegó por ti!
Paula apretó los ojos y los cerró con fuerza. Si su madre quería demostrar que tenía buenos pulmones, lo había logrado. Estaba segura de que todos los vecinos la habrían escuchado. Quizás hasta San José.
― Voy en un segundo ― Gritó también, pero no tan alto como su madre.
Se dio una última mirada en el enorme espejo de su tocador juvenil. Llevaba vaqueros, una blusa de cuello de tortuga blanca y un abrigo ligero negro encima de ella. Se colocó la larga bufanda de tela bordada con hebras plateadas y grises alrededor del cuello y se retocó el brillo labial.
Nada tan preparado, pero sin parecer que iba al mercado.
Una vuelta y un vistazo de lo que había logrado en esa hora, y se sintió orgullosa. Había mejorado sus métodos de belleza en esa semana que en toda su vida. Ahora, se preguntó, si sería atuendo suficiente para tentar a Pedro.
Tomó el rímel y empezó a untarlo sobre sus largas pestañas.
No entendía que le pasaba a Pedro. El beso en la playa había sido el primero de una larga cadena de besos apasionados, caricias que encendían su cuerpo como fuego; pero justo cuando pensaba que la cosa iba a ir a más, Pedro se separaba, le daba un casto beso en la mejilla o en lo alto de la melena de cabello y la dejaba en su casa. Era como pasar del ardiente desierto del Sahara a la tundra fría de Siberia en un segundo.
Paula suspiró y dejó el rímel sobre el mueble. Sentía que Pedro se contenía y aunque ella también tenía sus reservas, había sido muy clara en la playa. No olvidaría, no podía, pero seguiría a delante. Y la mujer dentro de ella quería ir sólo a un lugar, y era dentro de los brazos de Pedro.
Revivir la magia que había experimentado años atrás y saber que no había sido un sueño de invierno.
El sonido del reloj de la mesa la trajo de vuelta a la realidad.
Era casi como una señal. El tiempo pasaba. El tiempo no se detenía. Y el tiempo a ella se le estaba agotando.
Sus labios fueron bajando hasta quedar en una línea recta.
Tamara, Elias, Stefana, Rav, todos estaban tan lejos, y los extrañaba. Navidad estaba a solo unas semanas; luego vendría Año Nuevo y ¿entonces qué?
Se dio la vuelta y se sentó en el borde del tocador, mirando hacia el suelo, pero con su mente yendo de un lado a otro.
Sus vacaciones terminarían. La fecha límite de su permiso era la primera semana de enero. Si no, le empezarían a recortar su sueldo. Aquello no le preocupaba a Pau, nunca había sido materialista y aunque le iba bien, podía presidir del pago de un par de meses. Pero esa no era la cuestión.
Recordó el júbilo de su última observación astronómica, la ubicación de una de las estrellas enanas más antiguas de la galaxia, el furor que había sentido al saber que abría un nuevo campo en la astrofísica, un nuevo capítulo en los catálogos de astronomía en el rango óptico.
Además, tenía otros planes, sueños. Todos, lejos de San Francisco.
El trabajo la había sacado del pozo, y había perdido el valor sentimental que ella le había tenido al comienzo, pero con los años, había vuelto al camino romántico de la observación.
Con una profunda exhalación tomó sus lentes y se los colocó sobre el puente de la nariz.
Luego fue por su móvil y su bolso y bajó las escaleras, caminando directamente hacia la sala, pero no vio a Pedro ahí. Sus padres la miraron extrañados al igual que sus sobrinos y cuñados.
― ¡Tía Pauly, estás muy guapa! ― dijo Alejandra ― ¡Pareces una Barbie!
Pau sonrió, dándole gracias a su pequeña e imparcial sobrina y luego miró a su madre.
― ¿Y Pedro?
Penelope le hizo unas carantoñas a su nieto más pequeño, jugando con sus pies y barriga, y riendo por la risa que él le devolvía.
― Con Pablo.
― ¡Oh por Dios! ― murmuró harta de esa situación. Al parecer su hermano se estaba tomando muy apecho su papel de hermano mayor.
Caminó a grandes zancadas hasta la puerta principal y suspiró al ver a sus dos hermanos mayores en la entrada con expresiones que aterrorizarían a cualquier mortal. Paloma estaba más cerca de Pedro, algo que molestó de sobremanera a Pau, pero ignoró ese ataque repentino de celos, y en cambio, llegó al lado de Pablo y le propinó un golpe con el bolso.
― Oye, no he dicho nada.
Pau salió y se colocó al lado de Pedro, mirando culpablemente a sus hermanos.
― ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?
― La verdad no. Creo que siempre esperé poder hacer esto de hermana mayor. Pablo lo hacía conmigo todo el tiempo, así que estamos reviviendo las viejas épocas ― declaró Paloma, canturreando cada sílaba con burla.
― Eso ni yo te lo creo ― después dirigió la mirada a Pablo y sus ojos se fueron cerrando hasta quedar en dos finas rejillas ―. Y tú, creo que tu esposa te dijo que no te metieras. ¡Ale!
El grito sonó por toda la casa, y segundos después se oyó el ruido acompasado de una marcha militar.
― Por Dios, juro que en vez de tres hijos parece que tengo cuatro ― gimió Alejandra al llegar con Ariana en brazos y mirar la escena. Miró primero a la pareja arreglada y sonrió ―. Hola Pedro, te ves bien esta noche, aunque casi siempre. Sólo cuida a Pau, ¿vale? ― oyó un gruñido proveniente de la garganta de su esposo y la sonrisa se heló, así como la sangre en el cuerpo de Pablo―. Y tú, ya te lo dije, esto es cosas de ellos dos. Tú no tienes nada que hacer. Y toma, te toca cambiar a Ariana ― le dio a la pequeña antes que pudiera decir algo ―. Y rápido, antes que se ponga a llorar.
Como si la pequeña hubiera estado esperando alguna señal de su madre, se soltó a llorar, primero como leves gimoteos hasta que sus sollozos aumentaron de tono.
Alejandra alzó una ceja y se cruzó de brazos.
― Te dije que te movieras rápido ― volvió la mirada a Pedro y Pau y les sonrió ―. Que se diviertan.
Entró en la casa y se fue directamente a la sala. Ariana seguía llorando cada vez más fuerte.
Paloma y Paula tuvieron que taparse delicadamente la boca para no echarse a reír en la cara de su hermano, mientras que Pedro se mordió las mejillas. Pablo los miró a ambos con enemistad y entró corriendo a la casa.
― Ale, cariño…
Ver a Pablo correr detrás de su esposa superó el autocontrol de Paloma y se echó a reír, apretándose el vientre con fuerza. Se sujetó contra la pared, pero entonces sintió una pesada mirada sobre su espalda y vio a su hermana seria y con el ceño fruncido.
― ¿Y tú qué? ¿Quieres que llame a Guille?
Totalmente incrédula, Paloma miró a su hermana por unos segundos sin creer lo que veía y oía.
Su hermanita sí que sabía jugar sucio. Y se sentía orgullosa de ella. Ocultó la fiera sonrisa de presunción y solo ladeó la cabeza de un lado a otro y miró fijamente a Pedro.
― Recuerda mis palabras, vecino ― y entró en la casa, cerrando la puerta detrás de sí.
Paula miró la madera, y Aun con el ceño fruncido se dirigió a Pedro a quien no le había dirigido la palabra en todo el circo familiar.
― ¿De qué fue eso?
Pedro sonrió y revivió, dejando de ser sólo un espectador de la función que los Chaves habían dado frente a él. Metió una mano en el bolsillo de su pantalón y alzó la otra al aire.
― Solo recordamos viejos tiempos ― Se quedó quieto, frente a ella, admirando su rubor, sus hermosos lentes de armazón negra y su cabello atado en una coleta de caballo ―. Debo decir que te ves hermosa.
No lo había planeado, pero su cuerpo tenía voluntad propia, pensó Pedro. Se acercó a ella y tomó su barbilla y la alzó hasta que quedaron en la misma línea y se inclinó para saborear sus dulces labios. Su sabor era fresco, con un ligero sabor a frambuesa. Paula pasó una mano alrededor del cuello de Pedro, receptiva en todos los sentidos.
Hasta que vio unas caras pegadas en la ventana de la casa, y Cata y Ale los miraban con total atención. La primera como si fueran un par de extraterrestres, mientras que la segunda parecía estar presenciando alguna escena de sus caricaturas de princesas. A pesar de las quejas de su cuerpo, Paula quebró el contacto y sonrió, al ver el puchero en la cara de Pedro. Se alzó de puntillas y le susurró al oído:
― Tenemos compañía, bateador.
Suspirando, se rascó el cuello y miró discretamente hacia la ventana, y sólo alcanzó a ver dos cabezas, una rubia y una morena, desaparecer rápidamente.
― Vamos, antes que salga alguien más a decir algo.
Paula sonrió, pero aceptó la mano que Pedro le ofrecía y caminaron hasta la cochera de su casa. Entonces él advirtió su expresión, que había aprendido a descifrar en ese pequeño lapso de tiempo.
― ¿Pasa algo?
Pau vio la camioneta lista y prepara para salir, y luego miró la moto, la dulce Indi, olvidada al fondo del garaje.
― No es que me queje, la verdad es que no. Pero tú odias la camioneta de tus padres, así que ¿por qué siempre hemos ido en ella?
Pedro la miró con desconcierto. No había esperado que ese “algo” fuera eso.
― Pensé que sería más cómoda en el coche cerrado con el tiempo que hace.
― Bueno, sí, pero…
― ¿Pero?
― Pero no eres tú.
Con un sentimiento de alegría, Pedro advirtió que Paula lo conocía de verdad. Recordó sus viejos comentarios acerca de lo que él hacía o no, sólo para seguir la contraria a los demás. Tenía razón, no le gustaba la camioneta de sus padres. Y vaya, tenía dinero para comprarse un par de buenos autos, pero adoraba sentir el aire golpear su rostro, el ruido de ciudad, la adrenalina correr por sus venas. Curvó sus labios masculinos y le dio una mirada incrédula.
― ¿Quieres salir en la moto?
― Me leíste mis pensamientos ― contestó Pau con una sonrisa de lado a lado.
― ¿Estás segura? Estarías más cómoda…
Se calló al ver la cabeza de Paula contonearse de un lado a otro.
― Voy por una chamarra más cobijadora y regreso.
Con un movimiento rápido, Pedro la tomó de la muñeca.
― No, espera. Te daré la mía.
Sin soltarla, la llevó hacia la moto, y de los asientos traseros sacó su vieja chamarra de cuero y se la tendió a Paula.
Ella dejó el bolso sobre el techo de la camioneta y se dio la vuelta para que Pedro le ayudara a colocarse la cazadora. A él le producía una enorme satisfacción masculina que
llevara algo suyo, con su aroma, rodeando su cuerpo. Al menos, cuando esa noche terminara, él podría tener algo de su aroma también.
Paula se hizo a un lado para que Pedro pudiera sacar la moto y cerrara la cochera. Ella mientras tanto, aspiraba la loción característica de Pedro, impregnada en la tela.
― ¿Preparada? ― preguntó Pedro, ya instalado en la motocicleta, tendiéndole el casco a Paula.
Como un viejo deja vú, Pau se vio años atrás, en una noche en que Pedro la había sacado de la cama y le había hecho la misma pregunta.
No olvidaría, pero seguiría adelante.
Y podía recordar las palabras dichas algunas vez. Era como si el mismísimo viento se las susurrara al oído.
― Creo que siempre lo he estado.
Tomó el casco, se apoyó sobre lo parte trasera de la moto, alzó una pierna y se sentó en la parte trasera de la moto, abrazando a Pedro de la cintura, dispuesta a disfrutar la noche que tenía por delante.
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