Natalia Trujillo

domingo, 4 de diciembre de 2016

CAPITULO 6





El ruido de los cristales chocando, los saludos, las felicitaciones, los gritos, todos festejando la dulce navidad que ese año había reunido a toda una gran familia. Se podía oler el aroma suculento de la comida sirviéndose en la mesa, sentir el calor abrigador de la chimenea calentando la estancia y el vino sirviéndose de copa en copa, mientras se oía la risa de los niños llegando de todos lados. Pedro miró a Paula de reojo, enfundada en un vestido blanco con negro, sin ningún adorno más que su propia su sonrisa. Habían salido a charlar de los viejos tiempos al patio trasero de su casa, y la noche se les había alargado, al paso que había dado la medianoche y no habían estado con la familia.


― Parece que ya es navidad ― dijo Pedro, por decir algo.


― Así es.


― Por la mejor navidad de nuestras vidas ― sugirió Pedro, alzando su copa.


― Y por las que vendrán ― contestó Paula, chocando su copa para después tomar un sorbo.


La puerta se abrió estruendosamente y Pablo se asomó con la puerta en la mano, sosteniéndola para que no se cerrara.


― Oigan ustedes dos, tórtolos, venga acá, mamá quiere hacer una oración ― y desapareció en la negrura de su casa.


Paula sonrió pensando en que el bello momento al lado de su príncipe ya había terminado. Pedro apareció frente a ella, extendiéndole su enorme mano.


― Permíteme


Ella lo tomó, pero no había esperado que él la jalara contra su cuerpo, obligándola a alzar la mirada y contemplar sus ojos grisáceos.


― ¿Por qué nunca me había fijado en que tus ojos tienen pequeñas gotas de color verde?


― ¿Será porque no habías estado lo suficientemente borracho como para alucinarlas?


― No, han estado ahí. Siempre ― le soltó la mano, y le acarició la mejilla ―. Solo hacía falta que alguien las vieras.


Paula sintió su piel erizarse y su corazón acelerar como si fuera a correr en el Gran Prix. Trató de mantener la calma y le dio un golpecito en el pecho.


― Bueno bateador, vamos a enfriarnos un poco, que yo sólo vine a San Francisco por la cena de mi madre.


Trató de zafarse pero Pedro la tomó con más fuerza.


― Paula… la pequeña Paula…


Y entonces los sueños de infancia de la pequeña P se hicieron realidad. Pedro Alfonso la estaba besando con pasión arrolladora. Sus piernas habían empezado a bailar como si de gelatina se tratasen. Había oído a Paloma decir que Pedro daba los mejores besos de todo el instituto. Ella no había besado a muchos hombres, pero esa noche, vaya que Pedro los había superado.


― ¿Por dios, Paula, que estás haciendo conmigo?



****


Paula se despertó de golpe, saltando de su cama. Había dejado de soñar con ese momento tiempo atrás, pero al parecer su maldito inconsciente quería jugar con ella esa noche. Se pasó la mano por su rostro mirando a todos lados. 


Estaba en casa de sus padres, bien. Estaba en su cama,
mejor. Estaba sola, muy bien. Y estaba llorando.


Se levantó de la cama y se fue hacia al baño sin prender la luz. Su padre tenía el sueño demasiado ligero y si la oía, se levantaría y la encontraría en ese estado, y si había una persona a la que no le podía ocultar nada, era a Pascual Chaves.


Con la cabeza fresca, y las lágrimas borradas de su rostro, volvió a su lecho y se deslizó lentamente, acostándose de lado y mirando hacia la ventana. Las nubes purpúreas se habían quitado del cielo, y ahora sólo reinaba ese azul profundo que a Paula le encantaba observar, que la calmaba en momentos como esos.


Miró por la ventana hacía la casa de los Alfonso, preguntándose que estaría haciendo Pedro. Después se colocó una almohada contra la cara y ahogo un grito de frustración mientras pataleaba contra el camastro. Tenía treinta y tres años, y estaba actuando como una adolescente… nuevamente.


Se quitó la almohada del rostro y miró hacia el techo de su habitación. Las viejas calcomanías que brillaban en la noche seguían ahí mismo, a pesar de todos esos años. Una luna y varias estrellas fluorescentes pegadas en la oscuridad resplandecían brindando una atmósfera de calma y
tranquilidad. Se concentró en ellas, tratando de despejar su mente, pero las lágrimas volvieron a invadir su mirada. 


Apretó la almohada nuevamente contra su rostro.


Sin su trabajo, tenía demasiado tiempo para pensar, y lo peor era que todos sus pensamientos convergían en el hombre que le había dañado más que ninguna otra persona, causando estragos en su autoestima.


¿Habría hecho bien en regresar a casa?


¿Cuatro años no eran suficientes para sanar un corazón herido?


―Paula, ¿qué vamos a hacer contigo?





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