Natalia Trujillo
domingo, 4 de diciembre de 2016
CAPITULO 4
Cuando esa noche había abierto su pequeño restaurante, Pedro no se había esperado que dos horas después los medios arribaran con la intención de indagar acerca de la vieja estrella de béisbol. Erik, un viejo compañero de la universidad al que había contratado, se había sentido ensoñado al ser entrevistado, aunque Pedro dudaba que fuera a salir en la televisión.
Había tenido que ayudar a Jesica, la esposa de Erik en la cocina, y entre los dos, habían logrado un menú decente, original e innovador. La prensa se había ido feliz y contenta, y Pedro se había sentido renacido en esos momentos, recordando los momentos de gloria, de una vida que ahora le parecía muy lejana.
Pero la buena suerte se le había acabado al dejar el restaurante. Su moto no había querido encender, la niña de sus ojos le había fallado. Erik y Jesy se habían ofrecido a llevarlo a casa, pero había declinado el ofrecimiento. Ahora, se arrepentía de aquello. El taxi que había llamado se había descompuesto en una de las típicas calles de San Francisco, en el típico momento, a mitad de aquellas subidas que le quitaban el aliento a cualquier mortal. Así que al final, había decidido caminar hasta su casa, dejándole al taxista una buena propina.
Lo último que había esperado era ver a alguien en los columpios de los Chaves. Paloma rara vez pasaba tiempo ahí, si no era para gritarle a su hija y sobrinos que regresara dentro de la casa, o ver a Pascual Chaves jugando con sus nietos.
Por la silueta, había pensado que era Paloma quien se estaba columpiando, pero cuando vio erguirse a la mujer, e incluso antes de verle el rostro, su sexto sentido le dijo que la pequeña Chaves había regresado a casa.
― Hola Pedro.
Paula admiró en silencio a Pedro. El chico Alfonso siguió caminando hacia ella, dejando que la luz de las lámparas de la casa alumbrara su rostro. Había esperado tontamente que esos cuatro años lo hubieran envejecido prematuramente, que le hubiera quedado una cicatriz que dañara la belleza de su rostro o que se hubiera puesto gordo, con una papada que llegase hasta las rodillas.
Menudos sueños.
Pedro seguía exactamente igual que como lo recordaba, a pesar de la negrura de la noche, podía vislumbrar su cabello negro ondulado, un poco más largo que la última vez que se habían visto. Su andar era el mismo, como si el mundo le perteneciera y todas tuvieran que caer rendidos a sus pies.
Era así de simple. Y lo más lamentable era que tenía razón.
Su cabello era solo el primer adorno de aquél majestuoso hombre, que quizás no fuera una hermosa cara bonita de portada de revista (aunque el hombre había posado para diez portadas, pero ese no era el asunto), sino más bien de facciones duras y ensoñadoras, con aquella sonrisa pícara lo que lo hacían misterioso y con algo que atraía a las mujeres.
Sus ojos grises, de un color casi pálido como un cielo de agosto que anunciaba tormentas, estaba enmarcado por tupidas pestañas negras y cejas pobladas. Sus labios eran gruesos y firmes y tenía aquella barbilla partida que causaba sensación.
Llegó hasta ella y se observaron por unos segundo, ambos creyendo que eran presas de alucinaciones.
― Vaya, vaya, pero si tenemos aquí a la escurridiza Pauly.
Paula reaccionó y salió de su trance hipnótico, cambiando de postura.
― Por dios, otro más, ¿algún día maduraran y me llamaran por mi nombre?
― No lo creo.
Se quedó parado sin hacer un solo movimiento. Aun no podía creer que la pequeña P estuviera en casa, quería acercarse y abrazarla, o simplemente saludarla, pero la relación entre ellos había termino de un modo terrible hacía cuatro años. Ella se había marchado en son de paz, y según sus palabras, en plan amistoso, pero él no se atrevía a moverse.
Paula entendió que dependía de ella dar el primer paso, así que como si fuera un saludo normal, se acercó y le dio un beso en la mejilla y le dio un abrazo rígido.
― Hola Pedro.
Pedro la tomó entre sus brazos, aspirando su aroma, y sonriendo. Cuando ella trató de hacerse para atrás, él la tomó del codo, prolongando el contacto.
― Ha pasado mucho tiempo, Pau.
Paula apretó la mandíbula, pero se mantuvo quieta, sin hacer un sólo movimiento.
― ¿Quién lleva la cuenta? ― preguntó con indiferencia.
― De seguro tú no.
El tono fue de acusación, y a Paula no le pasó desapercibido. ¿Quién era Pedro para reprocharle algo, después de todos esos años? Se echó para atrás, poniendo tierra entre ambos, y un muro invisible que las resguardara.
Cuatro largos y solitarios años… Se respiraba tensión pura
en el ambiente. A pesar de mostrarse social el uno con el otro, cada uno sabía en realidad lo que el otro tenía en mente. El mismo pensamiento, el mismo dolor. Pero ninguno se atrevía tocar el tema.
Uno por cobardía, y el otro porque sencillamente, dolía demasiado. Así que Pedro decidió bordearlo.
― ¿Sigues dedicada a ver que influencia tiene Júpiter y Urano sobre la décima casa del zodiaco? ― comentó Pedro mientras se acercaba a los fierros del columpio y se apoyaba en ellos.
A pesar de no querer ceder terreno, Paula se vio riendo de la pésima broma.
― No has cambiado en nada Pedro ― pero el tono de su voz, transmitía cierta tristeza.
― Y tu parece que sí.
Sintió su mirada recorrerla por su cuerpo ahora delgado, y la incomodidad la embargó por unos segundos. La incomodidad dio paso al viejo resentimiento encerrado y esa animosidad dio paso a la ira vengativa.
― ¿Qué pasa Pedro? ¿Ya no soy el pequeño pato Pauly que iban a cocinar en Navidad, verdad?
Eran poco los momentos de su vida que Pedro podía recordar pasando vergüenza, y más, ante una mujer que no fuera su madre, pero la pequeña P lo había dejado sin respuesta. Y ciertamente, tenía demasiados momentos vergonzosos compartidos con la pequeña Chaves.
Que ella recordara sus palabras dichas hace años, lo hacía sentir la peor escoria del mundo.
― Pa…
― Tranquilo, Pedro, ha quedado en el pasado ― como muchas cosas más, pensó Paula.
Pedro trató de salir del atolladero agregando:
― Sabes que lamento aquel día. Estaba jugando con Pablo — aunque aquello no servía de excusa —. Pero no me refería a eso. Has no sé… madurado.
― Entonces eso te hace un anciano ― inquirió con sarcasmo.
― Oye, cinco años de diferencia no es mucho.
― Cuando tenía trece años, dijiste que era un puente infinito.
― Cuando yo tenía dieciocho pensaba con otra cosa, Pau.
Hacer alusión a algún contexto sexual ponía a Pau nerviosa, así que sacó su mejor sonrisa de póker que utilizaba cuando jugaba con sus compañeros de trabajo
Pedro admiró en silencio a Paula, recordando a la hermana de su mejor amigo que lo seguía a todas partes y con la que se podía reír y platicar, sin temor a nada… claro, cuando no metía la pata tres metros bajo tierra. La última vez había cavado su propia tumba. Aunque no podía asegurar si ella lo había perdonado por completo, por su parte, no. Lo tenía grabado con fuego en la memoria. Desde aquél día, Paula había desaparecido de su vida.
― ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en San Francisco? ― preguntó como si nada.
Paula arrugó la frente, ya que ni ella misma sabía, pero dijo lo primero que le pasó por la mente.
― Pasado de Año Nuevo, si todo sale bien. Tengo un trabajo al que regresar.
― ¿Dónde estás ahora? La última vez dijiste que estabas en Puerto Rico.
El que Pedro recordara aquél detalle después de tanto tiempo, provocó en Paula una sensación indescriptible, pero escondió cualquier reacción detrás de su máscara insondable.
― En Arecibo, para ser más exactos. Pero me cambiaron a las Islas Canarias, en España.
― Wuau, quiero un trabajo como el tuyo.
― No hay mucho que contar. Los primero días es una pasada, pero luego pierde el encanto.
― La cuidad espero.
― Oh sí, el cielo, jamás ― y por reflejo, alzó la vista al cielo, ahora acaecido de nubes ― Odio que esté nublado.
Pedro siguió la mirada al manto violeta grisáceo, pero bajó la mirada para admirar a su estrella terrenal de la noche. Paula sintió que era observada, pero lo ignoró por unos segundos.
Al final, sabiendo que odiaba esos juegos de evasión, suspiró y lo miró también.
― Oí que tuviste un accidente —. En realidad quería decirle algo como “oí que te divorciaste”, pero incluso ella tenía su orgullo propio.
La chispa de Pedro desapareció. No había nada en su mirada, era como un pozo infinito, sin fondo.
― Yo... eh… sí.
― Lo siento.
― Fue hace más de dos años. Mi… mi ex-esposa y yo íbamos en el auto, y nos volcamos en una rampa. Salimos vivos, eso es lo que importa.
Oír la palabra “esposa” de los labios de Pedro fue un duro golpe, sin embargo, aquello era el pasado. Él había arrojado la información de forma casual, pero el énfasis y titubeo que se produjo cuando pronunció la palabra no pasó por alto para ninguno de los dos. Sin embargo, a Paula eso ya no le incumbía. Sonrió con tristeza ajena por la estrella de fútbol, a la que se le había acabado su vida media y ahora era solo una sombra de lo que fue alguna vez.
― Pedro, lo siento en verdad. Si no quieres hablar de ello… ― se calló de súbito. Ella odiaba a Pedro Alfonso. Punto. Pero no estaba en su naturaleza odiar a nadie, así fuera al hombre que había destrozado su corazón ―. Si quieres hablar, puedes contar conmigo.
― Contigo es fácil hablar, Pau ― le interrumpió ―, no eres del tipo que va a correr a contárselo al equipo de fútbol, o a las porritas de la escuela.
― O sea que no soy como Pablo y como Paloma.
― No he dicho nombres.
― Cobarde ― susurró Paula.
― Entonces, ¿tendremos a todos los P´s juntos en Navidad?
Paula ahogó un grito y luego se empezó a reír con fuerza.
― ¿Los P’s? Dios, tenía siglos que no oía eso ― como también su mote de Pauly, pero aquello no entraba en conversación.
― Te conservas bien para tener siglos.
Ignoró el cumplido de Pedro y agregó.
― Mis padres no tuvieron sentido del humor al ponerle a todos sus hijos nombres con P, cuando los de ellos empezaban con P también ― y aquella era la broma de todo el mundo.
Cuando los cuatro estuvieron en el mismo instituto, antes que Pablo se fuera a la Universidad, todo el mundo se dio cuenta de su mayor secreto y empezaron a conocerlos como los P’s. El Gran P, perteneciente al equipo de Futbol Americano, deportista e inteligente, así era Pablo. Seguía la sexy P, capitana de las porrista y una rompe corazones, aquella había sido Paloma.
Incluso Patricio había tenido su apodo, como el Benjamín P, algunas veces lo llamaban por Benny y lo más curioso es que él contestaba al nombre. Sólo quedaba la pequeña P, el patito feo, la empollona-aplicada-estudioso-sacrificada-regordeta P.
Bueno, pensó Pau, ninguna familia era perfecta, ¿verdad?
― ¿Y qué cuentas de tu vida?
La voz de Pedro la sacó de su repaso de árbol familiar.
Pensar en su vida, bueno, no era mucho.
― Tranquila ― contestó, ahogando lo que en su lenguaje era sinónimo de “aburrida”.
― Wuau ― la boca de Pedro se estiró para poder emitir esas frases ochentenas ―. Eres una de las pocas personas que puede describir en una sola palabra su vida.
― ¿Qué puedo decir? Soy práctica ― agregó, encogiéndose de brazos.
― Así que… ¿Te casaste y te divorciaste? ¿Tienes un marido escondido en la maleta al que todavía los P’s no han visto?
Como un relámpago, frases olvidadas cruzaron por su mente. Había pasado mucho tiempo, pero las frases siempre habían estado ahí.
“Te amo, Pedro, siempre lo he hecho, y siempre lo haré… quiero ser la madre de tus hijos, quiero pasar el resto de mis días junto a ti.”
¿Cómo podía hacer bromas cuando años atrás las cosas habían acabado tan mal para ello?
― ¿… una casa llena de niños?
Apretó los dientes, pero se abstuvo de soltar lo primero que salió de su cabeza. Ya no era la misma P de hace años. Todos habían cambiado. Así que fingió un ataque de risa.
Explotando directamente en su cara.
― ¡Oh Pedro! ¡Qué buena broma! ¡Lo siento! ― se limpió una lágrima imaginaria, observándolo consternado ― No, nada de eso. Tenté al destino una vez, pero me quemé demasiado ― se hizo un silencio tenso entre ellos. A pesar de no querer mostrar sus sentimientos, los comentarios que salían de su boca iban destinados a herir a Pedro, y por la tensión en su mandíbula, se había dado cuenta. Harta de fingir, dio un gran bostezo que no trató de disimular y alzó los brazos al cielo ―. Creo que son demasiadas cosas personales para platicar en una sola noche.
― Como sé que tus hermanos ya te pusieron al día, me imagino que ya sabes que el viejo bar de Willy es mío. Date una vuelta algún día de estos.
Por educación Paula agregó:
― Sí, Paloma me contó que compraste el bar. Enhorabuena.
― Gracias. Así podremos platicar y ponernos al corriente.
Eso jamás ocurriría. Para no dar una respuesta definitiva, sonrió y comenzó a alejarse. No podría soportar otro beso más.
― Buenas noches Pedro.
Caminó con rapidez hacia la casa, pero antes de cerrar, oyó la ronca voz de Pedro.
― Buenas noches, pequeña P.
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