Natalia Trujillo
sábado, 3 de diciembre de 2016
CAPITULO 3
Al terminar de cenar, Paula dejó a las mujeres de la casa limpiar. Era ordenada, pero la cocina la seguía superando, al menos en la cuestión de limpieza. Después, los niños empezaron a cabecear, los más pequeños a caer en los brazos de sus padres, y los más grandes a quejarse de
querer irse a casa. Eran pasadas de las once cuando sus hermanos se fueron al fin, despidiéndola con fuertes abrazos e invitaciones a conocer sus casas. Se sorprendió al ver que Patricio también se marchaba.
― ¿Qué, ahora ya eres un hombre independiente?
Paula soltó una risilla de su propio chiste. Patricio había sido una sorpresa para la familia.
Cuando sus padres aparecieron con el nuevo bebé, Pablo, Paloma y ella tenían doce, diez y siete años respectivamente. Y ahora, veintiséis años después, su pequeño hermano ya era todo un hombre.
Se acercó para revolotearle el cabello castaño oscuro, igual al de todos sus hermanos. Le había pasado sus buenos centímetros, al menos era más alta que Paloma, que desde el instituto parecía no haber crecido… hacia ningún lado.
― Pauly, tienes que ponerte al corriente de ciertas cosas ― se acercó y le dio un beso en la mejilla ―. Si vas al centro, llámame y te llevaré a dar la vuelta.
Patricio salió con paso calmado, ajustándose la cazadora de cuero negro, mientras que ella se recargaba en el marco de la puerta.
― Genial, y si quieres llevo mi collar, ladro “Guauu Guauu” y muevo la cola.
― Sería genial… pero lo dejaremos para otra ocasión.
― Lárgate, tonto. Ten cuidado por favor.
Lo observó levantarse el cuello de la americana y perderse en la noche. Después de unos minutos entró a la calidez de casa. Su madre se despidió de ella, dándole un beso de buenas noches. Paula no le quitó el ojo hasta verla entrar en su cuarto. Su madre se veía normal, no entendía la inquietud de Paloma.
Cuatro días atrás, su hermana se había comunicado a su oficina en España, y le había contado que su madre estaba enferma, no sabía que tenía, pero sí que la había visto tomar
medicamentos y que no le había confesado nada a nadie; que ella se había enterado porque había dado con sus medicinas sin querer, y que si algo llegaba a pasar, era mejor que toda la familia estuviera reunida. Después que Paloma colgara, Paula ya estaba cancelando todos sus
compromisos para volar a San Francisco.
Miró nuevamente hacia el cuarto de sus padres. Su madre se veía cansada, sí, pero no tan mal como Paloma le había dado a entender. Dándose un masaje en las sienes, Paula concluyó que hablaría con su hermana en la mañana.
Salió al porche trasero, donde vio la silueta de su padre, sentado en las escaleras. Observó la cortina de humo salir de su lugar, y pensó que era el vapor producido por el frío, hasta que el olor a tabaco le llegó a sus fosas nasales, haciéndola fruncir el ceño. Estaba fumando. Caminó hacia él, sonriendo y la risa fue más fuerte cuando lo vio apagar el cigarro, estrujándolo contra la punta de su zapato.
― Tranquilo papá, soy yo. Mamá ya se acostó.
Pascual dejó salir un ronco tosido, y se giró hacia su hija, colocándose una mano en el pecho.
― Cielos pequeña, me has dado un buen susto.
Llegó a los escalones y se sentó a su lado, rodeando uno de sus brazos, aferrándose a su calor.
Olía a tabaco y a la misma colonia dulce y masculina que recordaba desde su infancia. Se enterró en su brazo, con los ojos cerrados aspirando el aroma.
― ¿No habías dejado de fumar hace años?
― Es una ocasión especial.
Disminuyó la fuerza del abrazo y lo miró a los ojos. El mismo bigote tipo Ringo Star que recordaba desde que tenía memoria.
― Eres un gran mentiroso, pá.
― Al menos no lo hago tan seguido. Por los niños.
Sonriendo, Paula miró hacia adelante. No había forma de evitarlo. Sus ojos viajaron de su patio al jardín trasero de los Alfonso, los padres de Pedro, pero se encontró con la casa sumida en la oscuridad.
― Los padres de Pedro no están ― comentó Pascual al ver la mirada de su hija fija en la casona de los A―. Se fueron a un viaje al Caribe o algo así, tendrá cosa de unos dos meses. Pedro lo pagó todo. Y él Aun no regresa del restaurante.
Paula apretó los labios y bajó la mirada. No quería hablar de ello, así que suspiró y miró hacia adentro de la casa, pensando en su madre.
― ¿Cómo van las cosas?
― Por aquí estamos muy bien.
Quería preguntar por su madre, pero ¿y si su padre no sabía nada tampoco? Sólo le alteraría los nervios. Hablaría con Paloma mañana a primera hora. Miro el árbol que hasta la fecha no sabían que era y los columpios que habían sido sus juegos, y ahora eran los juegos de sus sobrinos. Ella era la que había pasado más tiempo en aquellos juegos, mientras que sus hermanos…
― ¿Te acuerdas de las noches que pasabas reconfortándome porque los chicos no querían llevarme con ellos? Incluso Patricio salía con sus amigos y sólo tenía seis años. Pero yo…
Pascual asintió, pasándole el brazo por la espalda, y acercándola más hacia él.
― Claro que sí, llorabas más que todos sus sobrinos juntos. Pero sólo conmigo. Cuando llegaba tu madre o alguien ajeno, las lágrimas se te secaban. No te gustaba que nadie te viera llorar.
― Aun me sigue sin gustar.
― ¿Y cómo va el trabajo?
Era la primera persona que le preguntaba sobre ello y sus ojos brillaron.
― ¡Genial! Me dieron la oportunidad de trabajar en Hawai para poder estudiar un cúmulo extra galáctico y ver su… ― el entusiasmo se apagó al ver la mirada de “no entiendo nada pero te oigo” de su padre. Sonrió y le dio un beso en la mejilla, por su honesta intención. ― Me va muy bien papá, muy bien.
Levantó su mano y acarició el rostro de Paula, acomodando su cabello detrás de su oreja.
Sus hijos habían crecido frente a sus ojos, y los años habían pasado demasiado rápidos.
― Siempre fuiste especial.
Paula estiró los labios, forzando la sonrisa.
― Sí, siempre fui la rara de la casa.
Pascual la obligó a mirarlo.
― He dicho especial, no rara.
― ¿Rara no es sinónimo de especial?
― No en esta casa, Pau. Tú siempre mostraste esa necesidad de preguntar todo, desde por qué llovía hasta por qué el cielo era azul. Pero cuando decidiste estudiar astronomía, me quedé sorprendido. Siempre habías mostrado amor por la medicina, y de repente dijiste: “Voy a estudiar el cielo” ― sonrió al recordar la epifanía de su adolescente Pau envuelta en grandes sudaderas y jeans, verla tan dispuesta a convertir su sueño en realidad. Miró a la mujer que tenía delante y no pudo evitar inflar de orgullo su pecho ―. ¿Y ve que tenemos ahora? Una famosa científica que quizás gane el Nobel algún día.
Lágrimas tenues llenaron los ojos de Paula al oír los relatos de su padre. La dulce voz con la que hablaba le hacía sentir como si fuera aquella niña triste, que siempre necesitaba el confort de su padre.
― Lo recuerdo. Un día me gustaban los enfermos, curar personas, la sangre y al siguiente pasé a ver el cielo, y ya nada fue igual ― alzó la mirada al nublado cielo, y su padre imitó el gesto.
A pesar de las nubes violetas que bailaban en la noche, podía distinguir algunas estrellas, y aquello ha hacía sentir feliz ―. ¿Te acuerdas cuando vimos “Odisea al espacio”?
Pascual soltó un bufido, pero sonrió.
― ¿Qué si me acuerdo? Me obligaste a verla diez veces en un día. Esa y todo tu maratón de películas del espacio y extraterrestres.
― Y desde ese día mi amor por ti creció de aquí a Antares ―. Le rodeó el cuello con sus brazos mientras le daba un cálido beso en la mejilla. Sabía que su padre no entendía de Antares, pero desde hacía años había aprendido que su hija hablaba en otro idioma, y que ellos se entenderían en silencio.
― ¿Cuánto me querías antes de esa tortura? ― preguntó con una chispa de curiosidad.
― De aquí al sol ― contestó solemnemente, y al ver la mirada de su padre, sonrió y lo abrazó con fuerza ―. Es una gran distancia, pá.
― Mi científica loca ― le dio un pellizco en la nariz, como siempre lo había hecho.
Contemplaron el cielo en silencio, algunas nubes se iban y otras llegaban, pero las estrellas seguían ahí, fijas en el manto estelar, transmitiendo su brillo, su candor, su esperanza. La esperanza de ser detectadas algún día, de ser estudiadas, y quizás, que algún día el hombre pudiera visitarlas.
Le habló a su padre de cosas generales del cielo, las mismas que le repetía en cada visita. Era su intento de acercarse a su hija, aunque cada visita se le olvidase, Pau adoraba pasar cada momento con él.
La noche cayó por completo y el mundo parecía dormir. Su padre se levantó del porche y se olisqueó los brazos, las manos y la camisa.
― Bueno, ya se fue el olor, ahora sí, me voy a acostar. Vamos.
Con los brazos alrededor de sus piernas encogidas, Pau sacudió su cabeza.
― Vete tú. Yo me quedaré un rato aquí.
Pascual así lo hizo, no sin antes pedirle que no estuviera mucha tiempo fuera.
Pau caminó hacia los columpios, rozándolos con delicadeza, como reliquias en un estante.
Se sentó en uno, acomodando su trasero de anoréxica, pensó con ironía, en el asiento. Empezó a mecerse y admirar el cielo, oculto entre nubarrones grises y claros. Se quitó las gafas unos segundos, sólo para masajearse los ojos, luego los colocó en su lugar. Había poca luz alrededor, y el cielo no tenía luna, así que podía ver las estrellas de esa noche. Identificó a Casiopea, el cinturón de Orión, y extrañó su dulce observatorio, a sus amigos, y a la vida que había decidido llevar.
Siguió meciéndose mientras su mente viajaba a otro lado, provocándole cierta nostalgia.
Viajó hacia recuerdos que había tratado de olvidar, pero que siempre la habían acompañado.
Recuerdos que renacían como flores en primavera luego de un frío invierno.
― Paloma, ¿qué haces aquí tan tarde?
El corazón de Paula se detuvo unos segundos. Aquella voz…
Con los talones de sus pies, detuvo el balanceo del columpio y se quedó quieta. Después, tomando una gran bocanada de aire, se levantó del asiento y se dio la vuelta lentamente forzando una sonrisa educada.
― Hola Pedro.
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Ya me atrapó esta historia!!!!!
ResponderEliminarMe encanta!
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