Natalia Trujillo

sábado, 3 de diciembre de 2016

CAPITULO 1





Paula Chaves bajó del auto lentamente, y miró hacia la casa de sus padres. Habían pasado casi cuatro años desde la última visita que les había hecho, y quien sabe cuántos más
habrían pasado de no haber sido por la llamada de su hermana mayor, quien prácticamente la había amenazado para que regresara a casa.


La cuestión es, pensó Paula, mientras observaba su viejo hogar, que ella no sentía más esa casa como su hogar. Era la casa de sus padres, y donde de vez en vez iba de vacaciones, como un spa o un hotel de cinco estrellas. 


Desde muy pequeña había sentido que era anormal en aquella familia, y sus hermanos no paraban de decírselo, incluso su mote de pequeña era el patito feo, o “Pauly”


― Señorita, aquí están sus maletas.


Paula asintió al conductor quién la miraba con curiosidad, a lo que ella respondió con una leve sonrisa, dándole las gracias. Cuando él taxi desapareció se quedó unos minutos estoica, observando la nada y tratando de razonar con sus sentimientos. Tomó su práctica maleta con ruedas de un metro de altura y un bolso negro grande con el que siempre viajaba y en cuál llevaba su computadora portátil y suspiró. 


Aquello era todo lo que había traído. Nunca había necesitado de mucho, y atravesar todo un continente, un par de países, un océano y viajar doce mil kilómetros a casa no le iban a hacer cambiar.


Alzó su mirada hacia el negro cielo encima de ella, y pensó con tristeza en lo que había dejado atrás. Podría estar en esos momentos en uno de los observatorios más impresionantes del mundo, haciendo su trabajo, y no de visita en su casa. Vio una estrella fugaz y sonrió con alegría.


Dios, jamás, en toda su vida, terminaría de maravillarse del cielo. Como astrofísica sabía que había algo más que planetas, polvo estelar y meteoritos ahí afuera. Podía identificar a Júpiter, o a Marte en plena noche, las constelaciones más cercanas y orientarse en un lugar gracias a ellas, o ubicar a Venus a pleno día. Su profesión le había permitido viajar por todo el mundo, estudiar lo que más
apreciaba, y vivir de ello. Se consideraba una mujer afortunada. Muy pocas personas, y en especial mujeres podrían decir lo mismo de su profesión.


Sin embargo había tenido que cancelar su participación en un proyecto de investigación en el Observatorio de las Islas Canarias, en España, y encargárselo a su mejor amigo, así como dos conferencias en Mauna Kea, Hawai y otra en Inglaterra para regresar a la ciudad del Golden Gate.


Todo por la llamada de su hermana Paloma.


Bajó la mirada hacia la casa de sus padres y empezó a caminar hacia ella sin perder de vista un solo detalle. Las tejas de la casa se veían recién pintadas, de un rojo ocre que combinaba con el resto de la casa, pintada de un color beige. Sus padres habían roto con el esquema, y se habían
comprado una casa normal, sin nada de estilos victorianos y piezas que rondan por toda la ciudad.


Aunque aquellos arcos triangulares típicos de las ventanas no se habían salvado. El árbol de jacaranda seguía ocultando la fachada de la casa, a un costado del porche de la casa, exactamente tal y como lo recordaba. Los arbustos en la entrada de la casa estaban admirablemente podados obra segura de su padre. Vio en el garaje una camioneta blanca estacionada y frunció el ceño.


Estaba más que segura que el Cadillac Eldorado 1960, reliquia de la familia Aun seguía dentro de las puertas de la cochera y que su padre no lo habría cambiado por una camioneta común.


Advirtió que había luces prendidas en el segundo piso, e intuyó que el o los dueños de la camioneta sería alguno de sus hermanos.


Dejó la maleta de ruedas a un lado de la puerta y tocó el timbre. Oyó pasos acercándose y se preguntó quién sería el primero que la vería después de tanto tiempo. Apostó mentalmente y sonrió con satisfacción al ver quien le abrió la puerta.


― ¿Diga?


Frunciendo el ceño, Paula miró a su hermano a través de sus gafas, repasando en su aspecto. Iba vestida con una gabardina negra ajustada a su ahora escuálido cuerpo. 


Llevaba un abrigo de cuello de tortuga gris y un pantalón oscuro también. Los zapatos eran negros, cómodos, de tacón corrido y su ahora larga cabellera castaña iba suelta, mostrando sus suaves rizos sin forma, resultado de un viaje de casi dos días. Había mejorado en cuestión de ropa y sabía que había perdido algo de peso, pero no tanto como para que su propio hermano no la reconociera.


Quizás eran por los lentes. Siempre había usado lentes de contacto, pero se había hartado de ellos y ahora usaba gafas bifocales, cómodas y de abuelita.


― Vamos Pablo, no creo que cuatro años me hagan parecer otra mujer ― contestó con sarcasmo pero por dentro, rezaba porque aquello no fuera cierto.


Vio a Pablo, su hermano mayor, abrir los ojos desorbitadamente y recorrerla dos veces más, de los pies a la cabeza.


― ¿Pauly, eres tú? ¡Oh cielos!


Soltando un bufido al oír su mote, Paula aceptó el abrazo de su hermano encantada. Oyó ruidos en la lejanía pero disfrutó del contacto familiar. Aun contra su cuello, le contestó:
― Tengo treinta y tres años Pablo, creo que podemos dejar eso en el pasado.


― Bienvenida a casa, hermanita.


Se separaron y se miraron como si se vieran por vez primera. Pablo había embarnecido su cuerpo en esos años, notó Pau; tenía un ligero vientre abultado arriba de la hebilla del pantalón, y parecía empezar a perder cabello del mismo tono que el suyo, pero vio el brillo familiar en su mirada marrón. Recordó por unos segundos al hermano mayor que le gastaba bromas a su pequeña hermanita mientras jugaba con sus cosas, pero que la defendía a capa y espada de las
burlas en la escuela. Seguía siendo un enorme gorila, aquello sí que no había cambiado. Ella llegaba justo al metro setenta de estatura y era la más alta de la mujeres en la familia, pero Pablo pasaba un par de centímetros del metro ochenta.


Un grito ahogado los hizo salir de su ensimismamiento y mirar detrás. Su madre estaba parada en el umbral de la puerta de la sala, enfundada en un abrigo beige y pantalones vaqueros, escondidos detrás de un delantal. Su cabello tenía ahora más canas de las que recordaba, y su mirada parecía cansada. Paula sintió la boca secarse y una opresión en el estómago al observarla cómo sus bellos ojos cafés comenzaban a brillar. Paula se sintió desagradecida con ella, y sus propios ojos empezaron a lagrimear.


― ¡Paula! Mi pequeña.


Su madre estiró los brazos y Pau se refugió en ellos. La abrazó con fuerza pero el abrazo de ella no tuvo la misma intensidad.


― Mamá, ¿cómo estás? ― preguntó, mirándola directamente. La cabeza de su madre le llegaba a penas a la punta de la nariz.


― Ahora feliz porque mi pequeña esté de regreso.


Sus palabras le hicieron sentir una amarga molestia. 


Estando en casa ahora, le hizo pensar en las cosas que se había perdido todos esos años.


― Si bueno, fue un impulso. Decidí venir, ya sabes, el espíritu navideño.


Las lágrimas volvieron a los ojos de su madre. Sus ojos avellana sonreían con tristeza y alegría, con tantas emociones que Pau se perdía en ellas. Su padre salió de la cocina con un bebé en brazos al que ella no conocía, y a su lado, venían Paloma con su esposo Guillermo, Ale, la esposa de Pablo y su hermano pequeño, que ya no era tan pequeño, Patricio. Los adultos trían a otro bebé en brazos, aunque un poco más grande que el primero mientras que otros niños ya mayores empezaron a bajar de las escaleras del segundo piso.


Los abrazos empezaron a llegar de todos lados. Sus sobrinos mayores, que sí la recordaban, la recibieron con los brazos abiertos, pidiéndole más cuentos del cielo. Los más pequeños la miraban con curiosidad y cierta reserva.


La agitación reinó la casa, entre saludos y más saludos. El bebé más pequeño cuyo nombre era Guillermo, resultó ser el hijo más pequeño de Paloma y Guillermo, quien tenía poco más de un año de edad: el otro infante, un poco más grande que Guillermo, de dos años y tres meses, resultó ser el hijo de Pablo y Ale, y al que le habían puesto Ariana. Pasó lista por los otros niños más grandes que sí la recordaban. 


Charlie y Alejandra, de diez y siete años respectivamente, eran los hijos mayores de Pablo, y la pequeña Catalina ocho años y ocho meses, la hija mayor de Paloma. Vio en ellos tantos años perdidos, pero se obligó a sí misma a quitar esa sensación. Le gustaba pensar que con Carla había ejercido bien su título de tía.


Empezaron a servir la cena, obligando a su madre a sentarse en la mesa, mientras que ella, su hermana y su cuñada servirían todo.


Ya en el refugio de la cocina, detuvo a Paloma para admirar su cabello teñido con mechas rubias que le pegaba muy bien, y encontrar una nueva arruga en el lado derecho de su labio. Sin embargo, para ella, seguiría siendo la hermosa Paloma, la princesa de la casa.


― Gracias por no decirle nada a mamá.


Paloma sonrió y le acarició la mejilla con dulzura.


― Eras el regalo de navidad, Pauly.


Quiso enojarse, pero no pudo, así que sólo soltó una risa.


― Sólo por esto, te perdono que me llames así.


― Bienvenida a casa.


Dicho eso, se dio media vuelta, tomó el tazón de ensalada y se fue al comedor. Miró la cocina, la vieja estufa de cuatro quemadores, que quizás era más vieja que ella. La mesa donde había pasado largas noches escuchando a todos hablar de sus días. Habían empezado como una familia
de seis, y ahora, eran once personas, más los que probablemente vendrían después.




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