Natalia Trujillo

lunes, 5 de diciembre de 2016

CAPITULO 7







Paula abrió los ojos, desubicada. Lo primero que vio fue la luz del sol filtrándose por la ventana y las cortinas ondear por el aire que entraba por ella. Alguno de sus padres había pasado quizás a abrírsela. Entonces su mirada pasó en el ruido que la había despertado. La melodía de “Odisea 2001” estaba reverberando por toda la habitación. Se levantó de un salto de la cama y fue en busca de su móvil. Luego de quitar un par de prendas encima, lo encontró y contestó.


― ¿Diga?


― ¿Cómo va la vida en casa?


Paula se acercó a la cama y se dejó caer sobre ella, frotándose los ojos para despertar por completo. Tomó los lentes y abrió y cerró los ojos repetidamente. Abrió la boca y dejó salir un bostezo gigante.


― Hola Elias, buenos días para ti también.


― Querrás decir tardes, preciosa. Pero cuéntame, ¿llegaste bien a casa? ¿En una pieza? ¿Cómo está tu madre?


Paula sonrió y ahogó otro bostezo, y se colocó los lentes bifocales, ya más despierta. Sentía la boca pastosa y añoraba por una ducha mañanera.


― Espera que apenas me estoy levantando y mi cerebro no funciona al cien por cien. Pues veamos, llegué bien, aunque mi hermano mayor al parecer no me reconoció al principio.


― Te lo dije, eres una bomba chica.


Podía imaginar a Elias sentado en la sala de control del GRANTECAN, sin hacer nada más que alzar sus pies sobre los controles (cosa que ella odiaba) y rascarse la panza (que
desgraciadamente no tenía).


― Sí, lo que sea. El viaje se me hizo eterno, pero llegué entera. Y mi madre al parecer está bien, pero no he hablado con mi hermana sobre ella. Y… ― entonces su mirada corrió hacia la casa al otro lado de su ventana. Y también había visto a Pedro. Hizo un silencio y aguardó ―. Bueno, las
cosas están tranquilas.


Ahora fue el turno al otro lado de la línea de hacer silencio.


Se mordió la uña del dedo índice derecho rogando porque Pedro dejara las cosas en paz, pero no tuvo tanta suerte.


― Paula, todo lo que describes “tranquilo” es porque te está molestando. ¿Qué pasa?


― Nada, nada, te lo aseguro ― agregó rápidamente. 


Demasiado rápido.


Oyó a Elias suspirar.


― Pau ― utilizaba el mismo tono que un padre usaba cuando su hijo estaba en problemas, el tono que quería decir “No me mientas, no me escondas nada, que de todos modos me voy a enterar”.


Y tenía razón. Necesitaba hablar con alguien.


― Él está aquí.


Oyó al otro lado de la línea un golpe, y cerró los ojos. Para una mujer con la autoestima tan normal como el de ella, lo que había pasado aquella temporada navideña la había dejado sumida en la depresión. Elias era la única persona que sabía de todo lo que había sucedido con Pedro.


― ¿En tu casa? ― el tono divertido con el que la había saludado al comienzo de la llamada había desaparecido.


― No. Bueno, casi ― miró por la ventana. La casa de los Alfonso se veía fácilmente desde su ventana. Sacudió la cabeza y miró hacia su cuarto ―. Está en casa de sus padres, y por lo visto, está en la etapa que pasan todas las estrellas mimadas y busca su otro yo y hace lo que le da la
gana.


― Pau, deberías de regresar. Saluda a tu madre, está con ella unos días, pero no te quedes ahí.


― Estoy bien, Elias, en serio.


― ¡No me vengas con esas palabrerías de mierda, Chaves! Odio que trates de fingir que estás bien cuando en realidad no lo estás ― Paula se quedó mirando sin saber que decir. Rara vez veía a Elias enojarse, y menos con ella, pero sentía su furia atravesando el océano ―. El psicólogo te lo repitió Pau.


Su psicólogo. Claro. La otra persona que sabía lo asquerosamente humana que había llegado a ser, y lo débil que había resultado cuando la desgracia la había golpeado.


― Será muy doloroso para ti, Pau. Mejor regresa a casa ― su tono era consolador, las palabras dulces y mimosas.


Ella también lo había pensado, pero ya había tomado una decisión.


― No, Elias, me quedó en San Francisco.


― Paula. No quiero tener que juntar todas tus piezas cariño. Otra vez.


Paula se negó a recordar esa etapa, que quizás jamás olvidaría, pero no por ello, quería recordarla.


― No lo haré Elias, no voy a regresar ahora. Mi madre me necesita aquí, además, es algo que tengo que hacer por mí misma. Es la única forma que puedo decir que verdaderamente he superado todo.


― Te gusta sufrir.


― Y a ti te gusta molestar cuando no ha cantado ni el gallo en esta tierra ― dijo animándolo un poco, cambiando de tema ―. ¿Qué no duermes?


― Cariño, pues creo que tu gallo ha muerto por que si mi reloj funciona bien, me dice que en tu casa es casi media tarde.


Se volvió y miró el reloj en forma de luna que había en el buró de la cama y se paró de sopetón.


¡Eran las una y media de la tarde!


― ¿Por qué rayos nadie me levantó? ― gruño sin decir a nadie en particular.


Oyó las risas del otro lado, y después el suspiro de Elias.


― Ya decía yo. Bueno, como te acabas de levantar, dejaremos la conversación hasta aquí. Pero no hemos terminado Pau. Cuídate. Te amo.


― Y yo igual te amo,Elias.


Cerró el teléfono sin poder evitar sentir un poco de nostalgia.


¿Y si mejor regresaba a España?


Se podría ahorrar muchos dolores.


Pero no. Ella había decidido enfrentarse a su destino. Había huido cuatro años, y no seguiría huyendo uno más. Volvió la mirada al reloj y sus neuronas empezaron a trabajar. Salió disparada hacia la ducha, llevándose una toalla en el camino. El viaje de España a Nueva York y luego de ahí, a San Francisco le había pasado factura.


Se desnudó y dobló la ropa en la cómoda que había dentro del baño. Deslizó la cortina de plástico y abrió la regadera, templando el agua. En La Palma no tendría que preocuparse por ello, pero ahí, en plena pre-temporada navideña, era cosa de otro nivel. Cuando el agua estuvo en su punto exacto, se metió y disfrutó del agua cayendo sobre su cuerpo, y empezó a tatarear una canción de Ramstein.


Ya no recordaba cuando había sido la última vez que había alcanzado a dormir tanto tiempo, y de un tirón como la noche anterior. En realidad su trabajo y vida era más nocturna, como los vampiros que leía en las novelas. Por las mañana salía a correr por las playas de la isla observando el amanecer con atención, o trabajaba con algunos cálculos y simulaciones, pero era la noche, la que le tenía maravillada. 


Desde el atardecer, cuando la primera estrella salía y cubría el cielo, hasta que el manto empezaba a cubrirse por completo de ellas.


Tendría que comprobar su correo, y ver que nuevas había del lugar, después mandaría…


― ¡Qué bien!


¿Qué diablos? La cortina se había deslizado por completo y Paula apenas tuvo tiempo de taparse.


― ¡PALOMA! ― rugió el nombre de su hermana, pero a ella pareció no molestarle en lo absoluto. Vestía unos jeans y una camisa de cuello de tortuga de color verde. En su pecho,
enlazado de una manera que no podría decir, estaba Guille riendo mientras colgaba de un… algo.


Gracias al cielo, mirando a su madre, y no en su dirección.


― Necesito un favor Pau.


― ¡Paloma, cierra la jodida cortina antes que te aviente el jabón!


― No sé porque te aturdes tanto. Cuando niñas nos bañamos juntas.


Paula sintió las mejillas enrojecerse. Sí, cuando tenían cinco años. O la edad de Cata y Ale, pero no cuando tienes treinta y tantos, y has pasado por muchos procesos hormonales.


― Ya no somos unas niñas, Paloma.


― Sí, eso estoy viendo.


― ¡Paloma, eres una…!


― ¡Tía Pauly! ― Cata entró feliz al cuarto de baño y se quedó mirándola con detenimiento ― ¿Todas las tías tienen los pechos caídos?


Paula se quedó primero mirando a su primogénita y luego se echó a reír a carcajadas, mientras que Paula batallaba por esconder su estado de desnudez con ambas vamos.


― Paula, saca la hermosa parte inferior de tu cuerpo de aquí antes que te lo patee.


― Ven cariño, tu tía sigue siendo tan pudorosa como siempre. Pau, apúrate. Te esperamos afuera.


Su hermana siguió riendo mientras deslizaba la cortina y sacaba a su hija del baño. Paula empezó a contar las clasificaciones de estrellas de la Nebulosa de las Pléyades, que se las sabía de memoria. Podía oír a su sobrina del otro lado, feliz y Paula se preguntó cómo le hacía su hermana para poder con tanto. En otro momento se lo preguntaría. Se destapó hasta que oyó la puerta hacer un clic, y no sintió la presencia de nadie. Aun sentía las mejillas arreboladas y no era por el agua caliente. Casi podía imaginar la vena de su frente saltando como en los muñecos de las caricaturas.


Y sí, pensó con ironía, había ciertas cosas que jamás cambiaban.


Diez minutos después, Paula se estaba secando el cabello con una toalla, sentada en el taburete, mientras que su sobrina Cata, sentada en el tocador, le apuntaba con la pistola de secado.


― Bueno, a lo que iba ― anunció Paloma, acostada en su cama, con Guille a su lado ― A Guillermo lo invitaron a una comida de trabajo, y tengo que ir con él, pero la niñera no puede quedarse con los chicos.


Paula detuvo a Cata y miró a Paloma, con esos ojos suplicantes y tan… tan… fingidos.


― No.


Paloma se levantó de la cama, y le dio su mirada de animal de la calle. La misma que Paloma conocía desde hace años.


― Por favor, Pau. Alejandra tiene a Ariana, Charlie y Ale y con eso basta. Cata y Guille la volverían loca. Mamá salió con la Sra. Rodríguez a su taller de oración y papá no está por ningún lado. Supongo que ha de estar en la calle.


― Paloma, no puedo — se acercó a ella para susurrarle al oído —. Es decir, los adoro, pero yo no sé nada de bebés. Pregúntame como solucionar una ecuación de fluido en un medio denso, o que te compruebe que la Tierra está girando, pero acerca de bebés no sé nada.


― Por fa, Pau, por fa, es como una señal. Estábamos esperando esta comida para Guillermo, estoy segura que lo ascenderán a en su trabajo ― miró al pequeño Guille en la cama ―. Y quizás esta navidad, estrenemos coche, ¿verdad que sí, cariño?


El bebé sonrió. Y Paula también, después soltó un suspiro.


― Lárgate Paloma, antes que cambie de opinión.


Su hermana gritó y le guiñó al bebé. Se levantó y del lado oculto de la cama sacó una pañalera que más bien parecía bolsa de guerra.


― ¡Aquí está todo! Pañales, biberón, su fórmula, la leche, comida, si se te priva le pones esta cajita de música y se calmará. Si en cambio está latoso y se mueve mucho, es que quiere que le hagas cariñitos, entonces…


Paloma le dictó instrucciones que la dejaron sin palabras. 


Aprender las leyes más avanzadas de la física no le había producido el mismo efecto que las instrucciones de aquella madre abnegada por sus hijos. Paloma ya estaba en la puerta de su cuarto, lista para marcharse, cuando Paula se
acordó de su lista que había hecho mentalmente la noche anterior.


― Paloma, espera…


― ¿Qué pasa, Pau? Llego tarde al salón de belleza.


Ella sólo agitó la cabeza y sonrió. Se levantó y caminó hasta ella, a pesar que los niños estaban pequeños, no quería arriesgarse, así que la tomó del hombro y les dio la espalda a los pequeños.


― ¿Papá sabe que mamá ha estado enferma? ¿Lo sabe alguien más aparte de ti? ¿Y qué rayos tiene mamá?


― Uy, demasiadas preguntas tesoro, pero ¿adivina qué? ― miró su reloj y se lo se enseñó ―, ¡Me tengo que ir! ¡Cata, pórtate bien con la tía Pau y no hagas travesuras!


La vio desaparecer casi dejando una estela imaginaria de polvo detrás de ella, como si huyera del lugar, quizás por temor a que ella cambiara de opinión. El ruido de la secadora hizo que volteara a ver a Cata, quien prendía y apagaba la pistola, apuntando directamente a su rostro.


― ¡Tía Pauly, hace cosquilla!


La tía Pauly dejó salir un suspiro y caminó hacia su sobrina. 


Contrario a su sobrina Ale, que no podía levantarse ni verse en un espejo sin estar antes arreglada, peinada y oliendo a mil perfumes, Cata le recordaba más a ella. Del tipo jeans, blusas y muchas sonrisas.


― Solo porque eres de mis sobrinas favoritas, te paso que me llames así.


Se sentó de nueva cuenta en el taburete y dejó que Cata le prendiera la secadora, mientras que ella miraba hacia la cama, donde el pobre Guille, no tenía idea que lo había dejado con la peor niñera del mundo.


― ¿Me voy a quedar contigo? ― preguntó Cata, pasando su pequeña manita entre las hebras de su cabello.


― Así parece cariño.


― ¿Por qué? ― volvió a preguntar Cata.


Paula aguantó la risa. Al parecer su sobrina estaba en la etapa del “por qué” y las mil preguntas.


― Porque tu madre tiene una comida muy importante.


― Ah, ¿te hace cosquillas? ― preguntó refiriéndose a su pelo alborotado por el aire caliente de la secadora.


― No Cata, no me hace cosquillas.


― ¿Guille también se va a quedar?


― Así es. Hoy seré su niñera oficial.


― ¿Tú tienes bebés, tía?


Alzó el rostro y miró a Cata, después le dio un beso en la mejilla. Al acercarse pudo oler el talco y la loción infantil. El mismo olor de la inocencia.


― No dulce, tu tía Pauly va a criar gatos y volverse vieja ― dijo Paula haciéndole cosquillas.


Terminó de vestirse, escogiendo unos vaqueros de mezclilla y una blusa rosada de cuello redondo y encima un suéter delgado de color gris. Se puso calcetas y sus cómodos tenis, y después se acomodó sus lentes. Se puso la araña de broches y cuerdas que se supone servían para portabebés, pero lo desechó. Guille jamás entraría en esa cosa.


― Pobrecito mío. Lo que tu madre te hace pasar.


Bajó con los niños a la sala, donde reinaba en silencio. Sus padres no estaban, y ella no había desayunado. Cata se sentó en el comedor mientras que Pau buscaba la silla especial para bebé y después, colocó a Guille dentro de ella. 


Abrió el refrigerador pero no vio nada hecho. La puerta
principal sonó entonces.


― ¿Papá?


Su padre llegó a la cocina, con el periódico debajo de un brazo y su gorra de golf en el otro.


― Vaya, veo que te convenció.


― ¡Abuelo! —gritó Cata.


― ¡«Elo»! ― saludó Guille.


― Hola mis tesoros.


Paula cerró la nevera.


― Esa mujer está loca. Gracias al cielo se quedó con todos los genes de locura y mi hermosa sobrina tiene el temple de su padre.


― No entiendo, pero sip ― contestó Cata al otro lado, haciendo que los adultos sonrieran.


Se giró a su padre nuevamente.


― ¿En dónde andabas?


Señaló hacia la parte delantera.


― Fui a comprar pintura, ya sabes, tu madre siempre quiere que los diciembres la casa se pinte.


― Oh vaya, bueno, tu caballería está aquí ― señaló a todos los presentes.


― La verdad es que te agradecería… me siento un poco cansando.


Paula observó a su padre con la luz del sol. Era cierto, se veía un poco cansado. Entonces se acercó a él y le dio un enorme beso y abrazo.


― La sejula, pá.


― ¿La qué? ¿No quieres decir, secuela?


― No, pá. Es la se-jue-la-juventud.


Se soltó a reír, provocando que Cata, quien no había entendido también lo hiciera y Guille, imitándolos empezó a sacudir sus regordetas manos.


― Vaya, ahora te las quieres dar de comediante.


― Eso se lo dejo a Patricio. Pero primero voy a ir a comprar a la tienda algo de leche y lo que sea para desayunar.


― Si quieres voy yo.


― Nada pá. Vete a descansar lindo abuelo, que nosotros iremos por ella.


Su padre no esperó más y subió las escaleras. Pau tomó a Guille en sus brazos, que la verdad sea dicha, pesaba sus kilos, aunque todo era más cabello y pañal, que otra cosa.


― Vamos a jugar con el tío Pedro ― dijo de la nada Cata.


― ¿Con quién?


Paula pensó que había oído mal. Por un segundo creyó decir a Cata


― El tío Pedro, está ahí afuera.


Su sobrina no esperó respuesta y salió por la puerta trasera, atravesó los columpios y abrió la malla que dividía ambas casas.


― ¡Tío Pedro!


Pedro dejó el martillo en el piso al ver a la hija de Paloma correr hacia él. La tomó entre sus brazos y la alzó dando vueltas.


― Hola pequeña revoltosa, ¿qué haces aquí?






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