Natalia Trujillo
jueves, 15 de diciembre de 2016
CAPITULO 43
Paula alzo la cabeza y vio que se habían detenido a un costado de la carretera. Había estado perdida en los recuerdos que no había sentido el tiempo pasar. La oscuridad reinaba el lugar. Estaban en una curva no muy alta, llena de follaje verde oscuro a ambos lados. Giró la
cabeza varias veces, de lado a lado, tratando de ubicarse, pero estaba perdida. Alzó la mirada al cielo y buscó a las estrellas para ubicarse, pero no estaba segura de dónde estaban.
― ¿Dónde estamos, Pedro?
Él sonrió y salió del auto. Paula no tuvo más remedio que seguirlo. Ni siquiera la esperó, y se adentró entre unos altos matorrales y árboles. Lo llamó con una nota de miedo en su voz, pero él no le contestó. El camino se convirtió en una pendiente, llena de hojas secas que se oían crujir con sus pisadas. Entonces la sonata de los animales cambio a la del océano. Oyó las olas golpear desde un lugar no tan lejano.
El sonido hueco de las olas chocando con las piedras, la orilla de alguna playa o ellas mismas. Al fin salió de la cortina de hojas y se quedó maravillada.
― Por los ojos de Messier ― susurró Pau, ante el panorama que se alzaba frente a ella.
Era un cuadro negro, un horizonte sin fin, en el que sólo se veían pequeñas estrellas en el firmamento a lo lejos y por todo el cielo. El mar había perdido su color azul y ahora parecía tan negro como el cielo mismo, fundiéndose a lo lejos. El viento soplaba como un leve suspiro, moviendo las hojas de las palmas que había en la orilla. La arena brillaba con el resplandor de la luna, y se filtraba entre las sandalias, por los dedos de sus pies, se sentía fría y húmeda.
Sintió a Pedro colocarse detrás de ella, y sus brazos rodearla por la cintura.
― Cuando encontré este lugar vagando por la ciudad, supe que era perfecto para ti.
― Estoy sin palabras Pedro. ― Y en verdad lo estaba.
― Aun no hemos terminado. Mira para allá ― dijo, y señaló hacia su lado derecho, donde Paula vio algo resplandecer con la luz de la luna. Abrió los ojos y se soltó del agarre de Pedro.
― ¡Mi telescopio! ― lágrimas inundaron sus ojos al ver el viejo telescopio refractor de forro blanco parado sobre su tripié. Lo acarició como si de una reliquia se tratase, deslizando sus manos lentamente sobre la llana superficie de plástico. Deslizó la yema de los dedos hacia la base del
telescopio y sintió las marcas. Sonrió al pasar por las estrías de la base. Sus iniciales seguían ahí. P. C. C.
― En realidad es mi telescopio ― dijo Pedro a su lado, pero luego suspiró hondamente ―. Sin embargo, te lo presto por hoy.
A pesar de la falta de luz, Paula lo estudió a conciencia, y se extrañó al ver que la lente del telescopio brillaba como…
― ¿Tiene una nueva lente? ― preguntó, buscando el rostro de Pedro en la oscuridad
― Pensé que no te darías cuenta ― dijo, y Paula, a pesar de no verlo claramente, por el tono de su voz, entendió que estaba un poco avergonzado ―. Jesy conoce a un tipo que conoce a otro tipo que sabe de estas cosas. Según el muchacho de la tienda, con esta lindura podremos ver hasta los anillos de Saturno
Paula sabía que aquello no podría ser cierto. Por mucho que hubiera mejorado la lente, el radio del telescopio era pequeño como para ver los anillos de Saturno, pero si unas buenas constelaciones y estrellas. Sentía que su pecho iba a estallar del mar de emociones que la ahogaban.
Un hombre, cualquier otro la habría llevado a una cena con velas, al cine o a bailar. Cosas típicas para una mujer. Pero ella no era cualquier mujer. Y Pedro lo sabía. Él la entendía.
Extendió la mano para buscarlo, tocando una de las solapas de su cazadora. Lo atrajo hasta ella y haciendo caso de sus instintos, buscó sus labios para darle un beso más allá de la gratitud.
― Gracias ― susurró. Acarició su mandíbula, sintiéndolo acercarse más a ella. Sus besos aumentaron de velocidad y la temperatura empezó a subir. Paula se separó unos milímetros, rozando la concha de su oído y murmurarle al oído ―. ¿Quieres ver las estrellas conmigo?
― Oh sí.
Paula le dio una mordida suave y… se separó dos pies de distancia y lo llevó hacia la mirilla del telescopio.
― Vale, no era esto lo que estaba pensando precisamente.
Oyó las carcajadas de Paula y no pudo acompañarla.
Con movimientos diestros resultado de toda una vida, Pedro la observó en silencio, dejándola hacer su trabajo. Era algo indescriptible verla trabajar con tanta pasión con un simple telescopio casero. Se la imaginó entonces trabajando con los grades telescopios del mundo, moviéndolos de un lado a otro para observar cosas más allá de lo impensable. Pau parecía perderse en su mundo, pero no de la forma en la que había supuesto. Nada de ceños fruncidos, o susurros de frustración, no, ella sólo brillaba. Tal como la luna esa noche.
― Listo ― gritó triunfal Paula y se hizo a un lado para que Pedro se acercase ―. Ahora verás a uno de los objetos más hermosos del universo.
Y así fue.
Soltó un silbido de admiración y siguió observando las estrellas.
― Lo sé.
Al principio sólo se ve una mancha azul claro, resaltando entre la oscuridad que le rodeaba.
Luego venían las tonalidades verdes que parecían bordearla, como si marcara sus límites. Casi en el centro había una sombra rosada, no, quizás naranja mezclado con rosa. No tenía palabras para definir ese color. No muy lejos resaltaban estrellas alrededor, más grandes de lo normal, como puntos blancos de esferas de navidad.
― Es la nebulosa Cangrejo ― dijo Paula ―. El primer objeto en el catálogo de Messier. Son los restos de una explosión de supernova. Fue observada por los chinos en el siglo XI, y luego en el siglo XVIII por los ingleses. Si la observáramos con un telescopio de rayos X, en vez de esos colores veríamos un remolino de tonalidades azules con un fondo violeta. Es hermosa.
Pedro asintió.
Pasaron el resto de la noche observando más nebulosas, cúmulos y constelaciones. Pedro había mantenido el telescopio de Paula más como un recuerdo que como algo práctico, y desde que los Chaves se lo habían dado, no lo había sacado de su caja hasta hacía una semana. Se había
perdido de mucho. Ella le describía cada objeto, contándole las historias que acompañaba a cada uno, así como una que otra anécdota de su trabajo. Oír el tono de orgullo, de alegría que marcaba su voz cuando hablaba le provocaba escalofríos a Pedro. Porque entendía su pasión por lo que
hacía. Y entendía que al narrarlo declaraba su marca en la historia.
El viento comenzó a silbar, viajando más rápido de costa a costa y la temperatura a descender muy rápido. Oyó el ruido de las manos de Paula hacer fricción contra sus ropas y se levantó.
Tenía frío.
― Bueno, pequeña Einstein, creo que es mejor que nos vayamos antes que nos congelemos aquí.
La oyó suspirar y sin esperarlo siquiera la tenía abrazándolo del cuello.
― Gracias, Pedro. Esto ha sido uno de los mejores regalos que alguien me ha hecho.
Ella posó sus labios sobre los suyos y Pedro se dejó ir por unos segundos. Con Paula cada beso conllevaba a un sentimiento. Podía identificarlos por la velocidad, el abandono, el ímpetu, la forma en la que lo devolvía, los ruidos que hacía y muchas cosas más, y decir que sentía en ese momento. Pero ese beso, lento y lleno de ternura más allá de las palabras lo tenía nervioso. No era un beso que llevaba la explosión de una invitación a la lujuria, ni aquellos que daba para hacerlo callar. Sintió su pecho crecer y crecer y tuvo que parar, porque sintió sus piernas tambalear.
― Regresemos al auto.
Ella buscó sus sandalias en la oscuridad, que se había quitado para estar más cómoda, mientras que Pedro desarmaba el telescopio. Al final, cambiaron de papeles porque Pedro no podía desatornillar nada y Paula no encontraba los zapatos. Dejaron el telescopio en la cajuela de Cadillac y entraron riendo al auto. Pedro subió rápidamente el capote cuando sintió una gota caer sobre su frente. Para cuando estuvo en su lugar, el aguacero se desató.
― Apenas si lo logramos ― dijo Pedro cerrando su puerta y secándose el cabello ―. Creo que estaba esperando a que estuviéramos dentro para empezar.
Paula no paraba de reír. Se sentía diferente. Desde hacía dos semanas, no paraba de reír y sabía a quién se debía todo eso. El sonido de sus carcajadas fue disminuyendo y se giró cuando él la tomó de la mano. Vio que iba a encender el motor del auto y lo detuvo.
― ¿Qué pasa?
― ¿Te acuerdas que hace mucho tiempo te comenté que me había saltado muchas experiencias de mi juventud?
“Como si pudiera olvidarlo”, pensó Pedro. Pertenecía a su baúl de los mejores recuerdos de su vida.
― Bailar en la playa. La graduación y eso.
― Así es. Y creo que quiero volver a experimentar ― se acercó a él y le mordió la barbilla con un poco de fuerza, mientras que sus manos se posaban sobre su pecho.
― ¿Estas bromeando, verdad? ― Pedro la tomó de las manos y la miró fijamente ―. Estas hablando de hacerlo en el Cadillac de tus padres. Nos colgarían por eso. Bueno, a mí. Tu padre jamás creería que tú abusaste de mí.
La risa de Paula flotó en todo el auto.
― Pero esto nadie no los quitaría. Piénsalo ― se acercó hasta quedar rozando sus labios, tentándolos a ir por ella ―, ¿cuándo tendremos la oportunidad de tener el auto para nosotros solos?
Era una de las fantasías de cualquier hombre. Y el deseo de ella. Y él lo cumpliría más que gustoso, pero antes… ― Quiero que firmes un papel. Si tu padre se llega a enterar de esto, dile que yo soy el bueno de la película.
Oyó una risilla y luego nada más que roncos gemidos.
― Claro. Eres el bueno, muy bueno.
La lluvia no se detenía y se oía el ruido de los cientos de gotas chocar contra el techo de plástico del auto. Con movimientos rápidos, Pedro se pasó hacia el asiento de atrás y jaló a Paula con él. Sus labios no se separaron por mucho tiempo, parecían estar imantados y atraerse sólo
porque sí. Pedro la despojó de su abrigo, y la dejó con el vestido puesto, quitándolo sólo las bragas que fueron a parar fuera de su vista. Le bajó un tirante del vestido y chupó la curva de su hombro, hambriento de ella.
― Bueno Pedro, te estás tardando en quitarte esos pantalones.
― Lo resolveremos inmediatamente, cariño.
Y fue inmediatamente.
Ella lo torturó con sus esbeltas manos, sacándole suspiros con sus caricias. Las ventanas y todos los vidrios del auto estaban empañados, ofreciéndoles una fina capa de intimidad. Él le correspondía con la misma moneda, saboreando cada pedazo de piel expuesta que encontraba a su camino. Cuando ya no pudo más, Pedro sacó de su cartera un preservativo que Paula le ayudó a colocar. Luego, sentada a horcadas sobre él, lo auxilió a ubicarse directamente a su centro. Con las manos en sus hombros, Paula inició una lenta cabalgata, disfrutando de cada sensación que el miembro, manos y boca de Pedro le ofrecían.
Luego, al igual que la tormenta que los rodeaba, Pau ya no pudo contener más la urgencia que su cuerpo exigía, y por las líneas de tensión en el cuello de Pedro, sabía que el tampoco.
Aumentó la velocidad, buscando sus labios para acallar los gritos. Las manos de Pedro sobre su cintura le instaban a seguir con el ritmo. Pedro bajó la parte superior del vestido, dejando a Paula expuesta y comenzó a beber de sus pechos. Paula no pudo más con todas aquellas sensaciones y llegó al orgasmo. Apretó los ojos con tanta fuerza que cuando los abrió, vio pequeñas manchas por todos lados de su campo de visión. Pedro siguió embistiéndola y finalmente la acompañó en la liberación de sus cuerpos.
Dejándose caer sobre el cuerpo masculino, con el aliento agitado de Pedro rozando su clavícula, sonrió y le dijo:
― Te dije que veríamos las estrellas.
Pedro soltó una carcajada y luego, besó su cuello.
― Jamás dudaré de ti de nuevo.
Paula descansó su cabeza en su pecho. Pedro seguía dentro de ella, y podía oír los fieros latidos de su corazón. Sintió sus manos sobre su espalda, reconfortándola, como lo hacía cada vez que hacían el amor. Luego vino la lluvia de besos en su cabello, y Aun con los ojos cerrados, alzó el
rostro para obtener unos cuantos sobre sus labios.
Ojala, pensó Paula, pudieran quedarse en ese mundo por siempre.
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Amé estos cap. Estánre enamorados. Ojalá Pau no se vaya.
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