Natalia Trujillo
domingo, 18 de diciembre de 2016
CAPITULO 50
Media hora después, se anunció la cena y todos pasaron a sentarse al comedor, al cual le habían tenido que agregar la mesa de la cocina dado que la lista de invitados había crecido. No sólo estaban sus hermanos, observó Paula, junto con sus esposos e hijos, sino que además tenían como invitados a Cristina, Pedro y a sus padres. Paula sonreía como una tonta, al ver tanta gente alrededor de la mesa. Los últimos años, Nochebuena había sido sinónimo de pizza, vino y un DVD de algún clásico en blanco y negro. Había compartido solo una cena con Elias y su familia, pero a pesar que los quería con locura, verse rodeada de ese aire no era lo mismo a estar sentada a lado de Pedro, frente a sus padres y alrededor de sus hermanos, cuñados y familia en general. El árbol de navidad que tan arduamente los pequeños y sus abuelos había adornado brillaba ahora con listones rojos y dorados. Y en las faldas del mismo, una montaña de regalos envueltos en diferentes tonalidades de colores. Charlie, Ale e incluso la intelectual Cata tenían sus miradas puestas sobre él, esperando al día de mañana a poder abrir los regalos que Santa Claus les había regalado ese año. Claro, que Santa se había multiplicado por tres o cuatro, ya que no solo los padres de los pequeños habían llevado sus obsequios, sino también, los abuelos, tíos y vecinos habían hecho llegar sus presentes a los chiquillos.
Paula no podía evitar sonreír, tratando de seguir las pláticas que se originaban en la mesa. Era un desbarajuste de personas, pero de tal manera que resultaba exquisito: las risas, las palabras fluyendo, la comida volando de un lado a otro, los chillidos de los niños, las miradas a la luz de las velas de los enamorados, una música agradable de fondo y las parejas tomadas de la mano sobre la mesa, tal y como Pedro la tenía tomada. Los dedos callosos y ásperos de Pedro le provocaban oleadas de calor por todo el cuerpo, que casi podía verlas salir y rodearla. Su cuerpo, separado de su hermano cerebro, se alocaba por ese simple roce, mientras que el cerebro-pienso-en-todo estaba en Puerto Rico, en Pedro, en la cena, en España, en su trabajo, en su nuevo trabajo que Aun no tenía, en meter la comida a la boca…
― ¡Dios!
Las risas y pláticas cerraron al oír la expresión de Paula, y claro, todas las miradas se centraron sobre ella, sobre todo la del hombre sentado a su lado.
― ¿Estás bien, Pau? ― preguntó Pedro, intensificando la fuerza de agarre en su mano.
Paula soltó lo primero que se le pasó por la cabeza.
― Me mordí.
Los niños se soltaron a las risas, burlándose de su torpe tía, pero Pedro no se engañó tan fácilmente. Su mirada se volvió intensa, Pedro no se andaba por las ramas así que se inclinó hasta quedar cerca de su oído y susurrarle:
― ¿Está todo bien, Paula?
Ella asintió y le sonrió tímidamente.
― Lo siento ― susurró ella ―, estoy muy distraída.
― Calma tortolitos, estamos cenando, por favor. Dennos un respiro ― grito Patricio desde el otro lado de la mesa y todos en la mesa asintieron. Pedro y Paula se separaron avergonzados por haber roto un momento tan íntimo.
La cena siguió transcurriendo entre risas y charlas. Algunas veces tocaban a la puerta vecinos o niños cantando villancicos. Los hermanos se turnaban para abrir la puerta hasta que perdieron el orden. El timbre sonó dos veces y ninguno de ellos se levantó.
― Te toca Patricio ― dijo Paloma imponiendo su poder de hermana mayor.
― Le toca a Pablo.
― Yo abrí cuando vino Livy ― respondió rápidamente Pablo.
― A mí no me mires ― dijo Paula alzando las manos ―, yo abrí la puerta cuando vinieron los niños de la esquina.
― Hércules, no seas así con tus hermanos ― regañó Cris mientras le rozaba la mano.
Con una cara de mal genio, Patricio se levantó de la mesa, murmurando cosas por lo bajo, y caminando hacia la puerta. Hubo risas en la mesa. Al parecer Cris lo tenía comiendo de su mano.
Todas las mujeres intercambiaron medias sonrisas de complicidad, como si cada una supiera que pronto el pequeño Benja daría el gran paso.
― ¿… padres de Paula Chaves?
Paula se paralizó. Conocía esa voz y conocía al dueño de ella.
Habían pasado semanas desde que la había escuchado por última vez y sólo por un segundo pensó que estaba alucinando, pero la voz volvió a hablar esperando la respuesta de Patricio. Pedro sintió el cambio repentino en su amante y le miró preocupado.
― ¿Pau?
Le regresó la mirada a Pedro, en estado de choque y sorpresa, con sus labios abiertos en O y sacudiendo su cabeza de un lado a otro lentamente. Quería calmarlo, pero las palabras no salían de sus labios. Jaló el asiento, oyéndose el rechinar de la madera contra el piso, y se levantó.
― ¡Paula! ¡¿Puedes venir un segundo por favor?! ― gritó Patricio sin saber que ella ya estaba en camino mucha antes que la llamase. Y con Pedro pisándole los talones.
Y ahí estaba él.
― ¡Elias! ― gritó Paula entre lágrimas silenciosas, corriendo hacia los brazos de su mejor amigo.
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