Natalia Trujillo

domingo, 11 de diciembre de 2016

CAPITULO 27






Las compras para el día de Acción de Gracias habían sido una verdadera locura. Paula había olvidado la vieja tradición de los Chaves, y casi siempre lo había festejado con un
grasoso y delicioso pedazo de pizza y un gran vaso de refresco. En el trabajo eran pocos los que seguían la vieja tradición para el último jueves de Noviembre, y Elias no era uno de ellos. Así que Pau, se había acostumbrado a olvidar las viejas costumbres. Pero ese día su madre la había
levantado contagiándola con una desbordante alegría y felicidad.


Terminó de lavar las manzanas y empezó a córtalas en cubitos pequeños para la ensalada, su especialidad. Detuvo un momento los cortes y escuchó las risas provenientes de la sala.


Su madre se encontraba adornando con los niños el árbol de Navidad y el resto de la casa: escalera, puertas, sillones, alfombra, todo a su paso. Se acercó al horno y se hincó, para comprobar el estado la carne.


Sonrió y se acomodó los lentes de montura gruesa. Después fue a probar la salsa de duraznos que acompañaría a la carne. Esa mañana le había dicho a su madre, que para pagarle su ausencia de los años pasados, ella cocinaría Al principio había sido fácil sacar a su madre del trabajo, pero
luego, Paula estuvo a unos segundos de noquearla, ya que no podía estar quieta más de un minuto. Su padre encontró la solución al llevar a los nietos temprano y empezar con los
preparativos de arreglo para la noche.


― ¡Maldición! ― gimió Pau cuando una mancha de la salsa de durazno cayó sobre su blusa de algodón roja, traspasando y quemado la piel.


Corrió al lavabo y empezó a lavar la blusa y enfriar su piel, mientras mascullaba una buena letanía de blasfemias. 


Entonces reparó en el pedazo de tela morada y en los ojos de Cata fijos sobre ella. Pau sintió el calor de la vergüenza teñir sus mejillas y se secó las manos en sus vaqueros.


― No cariño, tú no oíste eso ― se acercó a Cata y comenzó a aletear las manos ―. Tú tía quiso decir, bendición, alabado, amén. Eso.


Cata pareció indiferente y alzó sus delgados y menudos hombros.


― Está bien, mamá dice unas más fuertes. Creo que cuando llega el jefe de papá y se va sin darle un aumento, mamá siempre dice algo como “reverendo hijo de pe…” ― Paula le tapó la boca con una mano, pero Cata se la tomó de nuevo se la deslizó fuera, entiendo que no debía de seguir con las palabras ―. Bueno, algo así.


― Tu madre es un error de la naturaleza ― murmuró y después le dio un toque en su naricita y sonrió ―. Y tú, señorita, no deberías de repetir esas palabras.


― Tú las dijiste.


Paula alzó los ojos al cielo y volvió a su tarea previa.


― Sí, pero tú no deberías.


― ¿Por qué?


― Porque no está bien, Cata.


― ¿Pero entonces por qué tú si puedes y yo no?


― Porque los adultos tienen permiso Los niños pequeños no.


Cata no pudo refutar a eso, y pareció conformarse con la respuesta… por el momento. Paula dejó el cuchillo por enésima vez y con una mano en la cadera, miró a Cata.


― ¿Y qué venías a buscar, cielo?


Cata pareció despertar, como si Aun estuviera analizando la discusión anterior. Luego pareció recitar como un periquito.


― Ah, la abuela quiere su tijera en forma de zigzag para las tarjetas. Que está en su cajón de los cucharones, al lado del cajón de los cuchillos. Justo hasta el fondo.


― ¿Algo más? ― preguntó Pau, tratando de aguantar la risa.


Cata se rascó la barbilla, un gesto muy familiar al de ella. Entonces chasqueó sus dedos y sonrió triunfalmente.


― Sip, y que tiene las orejas verde.


Paula asintió y encontró la tijera justo donde su madre le había dicho a Cata. Se la tendió con la orden que no jugara con ella y se la diera a la abuela directamente. Cata asintió y se marchó, sin percatarse de la mirada risueña de Pau sobre ella. Cata parecía una esponja, absorbiendo todo
conocimiento a su alrededor, y estando en su etapa del porqués parecía diez veces peor. Su hermana sí que la debía de pasar en grande con Cata. Después oyó más risas infantiles, como música y cerró los ojos, descansando


No sólo toda la familia estaba reunida después de mucho tiempo, sino que además, Paula agradecía que sus sobrinos y ella se hicieran grandes amigos. Charlie incluso la había aceptado a pesar de ser una chica, tener pecho, y jugar a la comida con las niñas. Claro, después de una pelea globos llenos de agua entre todos, y que ella lo derribara, se había ganado todo su respeto. Y el de Pedro, que ese día había estado con todos ellos.


Había pasado una semana y media desde su noche de confesiones, y al día siguiente, había mantenido la firme esperanza que Pedro se acercaría, pero los primeros tres días había desaparecido de la faz de la tierra. O se iba muy temprano al restaurante, o regresaba demasiado tarde, como para que un alma estuviera despierta.


O específicamente, ella.


Había pasado del abatimiento al enojo, de la tristeza a la irritación, y ya ni sabía qué hacer con las ideas que su cabeza tenía una y otra vez. Necesitaba encontrarse activa, ya que con solo un minuto de descanso que tenía, su mente obtusa le gustaba divagar en alguien en especial. Pero ni
aun cuando estaba con todos sus sobrinos, bebés y niños, ni cuando corría por el parque, ni cuando se mantenía ocupada con la casa, podía evitar hacerlo. Porque cuando la noche caía, y su cuerpo estaba exhausto y caía rendido sobre la cama, su mente encontraba fuerzas para pensar en todo.


Su padre se asomó por una de las ventanas de la cocina y empezó a olisquear por todos lados.


― ¿Algo se quema?


Paula abrió los ojos como dos platos extendidos y gimió, corriendo hacia la estufa, donde la salsa se había pasado un poquito de su tiempo. Bueno, quizás no tan poquito. Agarró la cazuela plateada desde su mango y…


― ¡Joder! ― estaba en verdad caliente. Siendo una renombrada científica, se le había olvidado que el aluminio era un muy buen conductor. Aun así, se mordió los dientes y la sacó del fuego, colocándola sobre una tabla de madera, y después gimiendo por dentro. Fue al fregadero nuevamente y empezó su práctica de primeros auxilios para la cocina.


Pascual entró por la puerta trasera y corrió hacia Paula, tomándola de las manos. Las yemas de sus dedos estaban rojas, casi escarlatas. Su hija, por otro lado, parecía aguantar las ganas de llorar muy bien, aunque una lágrima se le corrió por su lagrimal derecho. Vio entonces la marca de su blusa, mojada, como si la hubieran estrujado, y rápidamente se dio una idea.


― Vaya, vaya Pau, hoy tendrás una muy buena coloración en la cena, cariño.


― ¡Papá! ― gritó Pau y se llevó uno de los dedos a la boca, mojándolo con su saliva. Se sentía mejor, y el escozor parecía irse de momento ― Genial, Patricio me va a disfrutar esta noche cuando vea las quemaduras.


Su padre sonrió y la tomó nuevamente de la mano, llevándola a la mesa.


― Vente, vamos a curar esos dedos.


Paula se sentó y observó a su padre sacar la cajita con una cruz roja de cinta adhesiva en la tapa. Después la llevó a la mesa


― Me alegro mucho de hayas logrado que tu madre descansara. La pobre no para nunca y menos en cuestión de cocina.


Las esquinas de los labios femeninos se elevaron y soltó un jadeo entendiendo a lo que se refería Pascual.


― Lo sé, así es mamá ― después empezó a reír a carcajadas ― ¿Te acuerdas de aquella vez en que le dijimos que pediríamos pizza o alguna comida a domicilio para Navidad?


Pascual recordó aquella fría noche, cuando todos sus hijos ya habían volado del nido, como Penelope solía decir. Paloma y Pablo ya estaban casados, Paula por alguna parte del mundo, y Pascual en la universidad. Habían regresado a casa para las festividades y le habían dado la dulce y detallista opción a su madre para la cena.


Soltó una risa gemela a la de su hija.


― Sí, esa mirada que nos dio a todos fue más que suficiente para callarnos y empezar a ayudar a preparar la cena.


― Sí, creo que jamás vi a Patricio y a Pablo correr y ofrecerse para ayudar en la cocina.


Pascual asintió.


― Desde esa noche, ninguno de tus hermanos pone un pie en la casa hasta que sea la hora, y que tu madre esté ya preparándose para la cena.


― Sí, lo sé.



Se hizo otro silencio, uno de esos raros momentos en los que disfrutas la presencia de la o las personas que están a tu alrededor, oyes el sonido de todo lo que te rodeo, las risas, los murmullos…


― Fue un lindo gesto el de los niños invitar a Pedro a la cena.


― ¿Eh? Hey… ― o hubo un temblor, o qué, porque el codo que Paula tenía apoyado se movió y se dio contra la madera, golpeándose la mandíbula.


― Paula…


― Lo siento pá, es que andaba distraída. Sobre los niños, quiero decir, adoran a Pedro, y lo ven como uno más de la familia.


― ¿Te acuerdas cuando venía de visita y te alocabas por él?


Paula evitó rodar sus ojos al cielo y ponerlos blancos, ya que sabía que su padre se daría cuenta de lo que ello significaba. En cambio, mantuvo una sonrisa suave, pero firme. Al parecer sus escenas de niña enamorada habían divertido a toda la familia. Y ella pensando que había sido
discreta.


― Eso fue hace mucho tiempo, pá.


― Sí, míralos ahora ― Pascual alzó la mano y tomó ambas manos de su hija pequeña ― Tú, una gran investigadora, viajando por el mundo a lugares que nadie podría imaginar, observando cosas impensables ― Paula sonrió y Pascual continuó ― Y al pequeño Pedro, una estrella del béisbol
consolidada. Ambos han cumplido sus sueños.


Paula bajó la mirada. Por alguna razón, no sabía cuál, las palabras provenientes de su padre no la hacían sentir tan orgullosa. La hacían sentir vacía.


― Sí. Los sueños hechos realidad ― susurró sin mirarlo.


― ¿Y hay algún chico que te esté esperando en España?


Por unos segundos Paula se quedó sin saber que decir. Alzó las cejas en un solo movimiento y lo miró con sus ojos en forma de delgadas rejillas.


― Papá, en verdad quieres hablar de chicos… conmigo ― agregó eso último para remarcar que no era Paloma con quien estaba hablando.


Por si se le había olvidado.


― Bueno, la verdad es que no es una plática para la que esté preparado, pero eres mi nena, y bueno, han pasado varios años desde la última visita. Y no sé, pensé que quizás había un chico por ahí.


¿Un chico?


Paula casi suelta la carcajada enfrente de su padre, pero tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de autocontrol.


― Tengo treinta y tres años, papá, no quince. Ahora ya no sería un chico.


― Sí, lo sé. Pero es que para este tipo de charlas, no importa la edad ― Pascual se rascó su bigote bien peinado y miró detenidamente a su hija. A pesar de ver a una mujer hermosa, y más que madura, por alguna razón, no podía evitar ver a la pequeña rolliza de grandes trenzas y que lo
miraba como su fuera su máximo héroe. La triste verdad era que había, que todos sus hijos habían crecido ―. Es decir, siguen siendo preguntas muy personales, y la verdad, es que a pesar de ser muy personales, me gustaría saber si hay oportunidad que me hagas abuelo.


― Papá, tienes cinco nietos, tres de los cuales están en la sala, con mamá, y tú huyendo de ellos ― ambos sonrieron ante lo obvio. Los adoraban, pero a veces sacaban de quicio… sólo un poco ―. No te veo precisamente con una escasees de descendencia por ahora.


― No es eso cariño, pero me gustaría saber si hay un hombre en tu vida, alguien que como tu madre completa la mía.


Y esa era la pregunta que más temía Paula. ¿Una persona que complemente su vida del mismo modo que su madre complementaba la vida de su padre? Abrió sus dulces labios, pero los cerró para volverlos a abrir y cerrarlos nuevamente. 


Después suspiró hondamente, y sonrió tristemente. Las viejas heridas tardaban mucho en sanar. Ella había estado rodeada de amor. Lo veía en sus padres, en sus hermanos con sus esposos, y por solo un momento había sentido que
podía serlo al lado de Pedro.


Pero si sabía algo acerca del amor era que la confianza era uno de los pilares que lo sostenían, y sin él, no había amor que se pudiera sostener.


Desde que había hablado con su padre sobre las segundas oportunidades, no había parado de dejar de pensar en eso. Volvió a suspirar y acarició las manos callosas y grandes de su padre.


Después se volvió a colocar los lentes en su lugar, más un hábito que una necesidad.


― No pá. Contrario a lo que dice Scott McKenzie en su canción sobre el amor en el aire de San Francisco, yo no me lo llevé. Por ahora estoy comprometida con mi carrera ― miró a ningún lado y alzó las manos, ya acostumbrada a este tema de conversación ―. Quiero ver el mundo, quiero hacer más cosas, quiero mirar el cielo más a fondo, quiero…


Pascual la tomó de las manos, temiendo que volara con sus pensamientos. Tenía que traerla de regreso.


Por ella.


― La vida no es sólo libros y artículos Pau ― acarició su mejilla, y sintió la diferencia entre su tersa piel y la callosidad de sus manos ― La vida es todo. Disfrutar las cosas más insignificantes y tenerlas con quien compartir. Llegar a casa y encontrar que puedes olvidarte de todo lo malo que te ha pasado, hablar con esa persona y descargarte. Reír a su lado, llorar en su hombro, o simplemente pasarte horas observándola y sentir que es la mejor cosa que te ha pasado en tu vida… ― soltó un pequeño suspiro y detuvo su discurso. Alzo la vista y vio en la mirada de su hija un pozo de confusión, de dolor, quizás de tristeza. Y entonces se preguntó que había verdaderamente detrás de los sentimientos de su pequeña ―. Es sólo un comentario cariño. Sé que adoras tu carrera, que la amas como pocas personas pueden decir lo mismo de la suya, pero sé que tu corazón puede albergar más cosas o personas en él. Cuando llegues a mi triste edad y no puedas seguir haciendo lo que te gusta, ¿entonces qué? No habrá nadie con quien platicar, nadie con quien reír ― Pau abrió la boca para debatir ese último comentario pero Pascual la detuvo ―. No digo que está mal que estés enfocada en tu carrera Pau, simplemente, que no lo es todo. Es como dice Izzie Stevens, cuando Cristina está haciendo elegir a todos entre la cirugía y el amor. Yo me quedo con las palabras de Izzie. Es decir, la cirugía para ellos es sólo un trabajo, es lo que haces cuando
vienes de la casa, no lo que te hace al llegar a casa, porque si pierdes tu trabajo puedes conseguir otro. Eres excelente cariño, todos estos años lo has demostrado. Pero perder el amor, algunas veces es todo.


El corazón de Paula golpeaba con fuerza, haciendo que la sangre fluyera por todo su sistema. Cuanta verdad había en la palabras de su padre, no podía escatimarla, pero si decir que era mucha. Y ella lo sabía. Lo había sabido siempre.


Lo había sentido. A pesar de amar su trabajo, sentía ese vacío. El reloj biológico había empezado a dar vuelta desde hacía varios años, pero Paula ya no sabía qué hacer.


Así que en vez de contestarle a su padre, sonrió y le dio una mirada burlona, con su voz tintada de sarcasmo.


― Pá, ¿te aprendiste todo un capítulo de Grey’s Anatomy? Es más, ¿desde cuándo la ves?


Pascual soltó a Paula y se rascó la cabeza. Ella notó como sus mejillas empezaban a teñirse de rojo y soltó un chillido al oír la respuesta de su padre.


― Tu madre me obliga a verlo. Todos los jueves desde hace años. Así que cariño, no me mires así. Estas son unas de las cosas que un hombre tiene que hacer por amor. Compartir el
mando de la televisión y dejarlas ver lo que quieren. Incluso si es una cosa como Grey.


― ¿Oí el nombre de mi serie favorita por aquí?


Penelope asomó la cabeza en la cocina, y después el resto de su cuerpo acompañó a su miembro. Vestía unos cómodos vaqueros desgastados y una camisa de franela a cuadros, rojos y oscuros. Su pelo castaño ondeaba alrededor de su rostro, carente de maquillaje, y sin embargo, se veía tan hermosa. Etérea.


Caminó hasta su esposo y deslizó sus manos sobre su hombro hasta su pecho ancho, apoyando luego su barbilla en el hombro derecho de Pascual. Él, por su parte, tomó las manos de su mujer y le dio un beso tierno y delicado en su mejilla.


― Sólo le contaba a Paula lo interesante que es la serie ― le hizo un guiño a Pau y esta sonrió.


― Oh sí, y ese doctor, bueno, el actor que hace de McDreamy. Es un amor, ¿no crees?


Pau tuvo que tragarse la risa al ver la mirada ceñuda de su padre. Dios, como había echado de menos esos momentos.


― Em… Si claro…


― Me recuerda a tu padre en sus tiempos de juventud ― Pascual le dio un beso en los labios a su marido y sonrió, luego otro en frente y miró a ambos ―. ¿Y qué tanto hablaban pícaros?


La sonrisa de Paula vaciló un poco, peor la mantuvo. Pascual se dio cuenta de ello, pero no quería hablar de eso enfrente de Paula. Su hija necesita su propio espacio. No a dos padres encima de ella. Tomó los brazos de su Penelope y los acarició lentamente.


― La vida cariño, de la vida solamente.


Penelope se separó de su esposo y colocó una mano en la cadera.


― Bueno, pues la misma vida nos está recordando que hoy es día de Acción de Gracias y que tenemos ― consultó su reloj y sonrió ―, sólo tres horas para que todos lleguen. Así que Chef Paula, sugiero que termine pronto y se vaya a cambiar para la cena. Por mi parte, los chicos están viendo la televisión en la sala, y yo iré a tomar un merecido baño de sales y perfumes. Con su permiso.


Se dio la vuelta y ambos oyeron sus pisadas en la madera. 


Su padre se levantó de la silla rápidamente y miró hacia donde Pascual había salido embobado.


― Sí, bueno cariño, piensa en lo que hablamos. Yo iré a preparar mi traje para esta noche.


― ¿Tres horas antes, pá?


Su padre al menos tuvo la decencia de sonrojarse.


― Oye, soy un viejo. Tengo que tomarme tiempo para hacer las cosas. Cuida a los niños, cielo ―. Le dio un guiño y siguió las huellas de su esposa.


Lo vio desaparecer por las escaleras, y víctima de un trance, caminó hasta quedar en el primer escalón. Oyó las risas y los besos tiernos provenientes del piso superior. Se abrazó a sí misma buscando un poco de apoyo interior. Buscando fuerzas para lo que se avecinaba.


Eso era lo que ella quería. Ese tipo de amor que había visto crecer por años. Lo que másdeseaba en este mundo. ¿Pero podría encontrarlo? ¿O sería ya demasiado tarde?







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